martes, 1 de noviembre de 2016

Saber para comprender

Tomado de La Jiribilla, Revista de Cultura Cubana
Fragmento del Artículo: Cultura popular: laberintos de un concepto histórico.
Por Antonio Álvarez Pitaluga.

A contrapelo de varios países del continente americano, el proceso de integración nacional cubano fue tardío, pero muy sólido desde el inicio de la colonización europea (1510) hasta los albores del siglo XX. En la tercera década de ese siglo surgió el vanguardismo cubano. Uno de sus mejores aportes a la formación nacional fue el hecho de demostrar que la transculturación no solo era una realidad histórica, sino además un modelo cultural e interpretativo de la sociedad que las elites no siempre aceptaron desde el pensamiento y obras de muchos de sus intelectuales de entonces, cuyos orígenes se remontaban al sistema de plantaciones azucareras a fines del XVIII. En los principios hermenéuticos de la vanguardia isleña también hallamos el gran elemento diferenciador frente a otros movimientos vanguardistas internacionales: una rica imbricación cultural de altura continental.
La obra de Fernando Ortiz concede a la transculturación una centralidad única en la América Latina de la primera mitad del XX a la hora de explicar la existencia de una cultura cubana. Para proyectar ese modelo no fue preciso desmembrar de ningún modo los componentes de la identidad nacional; todo lo contrario, en la diversidad radicaba la unidad cultural de Cuba. Otros autores como el brasileño Gilberto Freyre y el cubano Alejo Carpentier vieron el mismo asunto desde otras perspectivas americanas.
Sin embargo, determinadas prácticas culturales de la contemporaneidad cubana pueden dañar esa composición, como pequeñas gotas que indefinida e insistentemente caen en una superficie hasta agrietarla. En la novela En el cielo con diamantes, de Senel Paz (2008), se hace un divertido recuento de cómo en los años iniciales de la Revolución en las escuelas al campo se pregonaba la crítica y la ruptura con las normas oficiales que la otrora burguesía republicana dictaba para sentarse a comer a la mesa. El desafío a la norma consistía en hacer lo contrario de modo descompuesto; no comer con cuchillos sino con cuchara, no masticar moderadamente sino eructar y así otras acciones más. Los refinamientos importados de la burguesía fueron eliminados por el cambio del 59, pero a la actuación antiburguesa se le adicionó una cuota de populismo colectivo que no siempre la benefició. Otras prácticas semejantes pueden ser encontradas en el decurso del tiempo histórico.
Por años y descuidadamente se ha identificado muchas veces lo popular con lo marginal. Programas musicales, informativos, de entrevistas y entretenimiento de la televisión han inducido la idea de que la actitud marginal es una conducta normal y popular, practicable, una moda en ascenso. En el cine y la literatura de fines de siglo e inicios del XXI también es posible hallarla. En el imaginario colectivo una frase puede resumir el hecho, “los inteligentes no están de moda”. El culpable de su ascensión fue o es todavía el Periodo Especial (crisis económica surgida en los años 90 del siglo pasado) y sus múltiples consecuencias sociales. Si bien oficialmente es rechazada por los medios de comunicación y el discurso público, su práctica oficiosa en los propios medios es una realidad de efectos sociales no siempre calculados. Esta paradoja semeja la imagen de un perro girando en círculo mordiéndose su cola.
Durante décadas y con énfasis en los últimos 25 años, en la Isla se ha ido construyendo una imagen de la cultura popular donde los antiguos marginados de la historia han sido sus principales protagonistas. Pero darles voz y lugar social no significa necesariamente que sus prácticas cotidianas sean bases únicas de la cultura popular, menos aún confundir su promoción con vulgarización.
En esa dirección se ha descuidado un tanto el sentido de la integralidad cultural. En el imaginario colectivo lo popular es hoy religiones de orígenes africanos, música bailable, barrios pobres, fiestas y ritos de los grupos tradicionalmente preteridos, modas o conductas de aliento informal. Se ha propiciado ―formal e informalmente― una cierta banalización de estas prácticas etiquetándolas como representativas de lo “popular” y a su vez distantes de otras, haciendo el juego de ese modo a las diferenciaciones culturales y por ende sociales.
En dicha mentalidad resulta difícil concebir, por ejemplo, que el protestantismo cubano es parte de la cultura popular, que la música de Leo Brouwer, el teatro de Carlos Díaz o el cine de Fernando Pérez pertenezcan a ella. No se trata de asumir o no estos ejemplos, entre otros muchos, a partir de la cantidad de público que son capaces de convocar o sus practicantes. No es una cuestión de aceptación o niveles cuantitativos y de consumo. Es más bien la capacidad de reflejar la sociedad con sus problemáticas y dinámicas.
Separar producciones culturales por niveles de consumo, gustos estéticos y cantidad de seguidores, es reproducir inconscientemente un modelo social divisor de grupos y sectores sociales. El resultado de lo anterior es una automarginación de grupos sociales atrincherados en dicho enfoque.
La universalidad de la cultura no es solo de alcance geográfico. Es también una cuestión social; de inclusión, no de separación, aunque esta sea no tradicional aduciendo que la cultura de las mayorías sí es la verdaderamente emblemática y no la de las minorías. A veces la historia no es como se quiere hacer ver, sino como es.
Una cultura popular que pregone fusiones y unidad aplicando métodos habituales, prodigando a unos o reduciendo a otros, terminará siendo una cultura a la antigua usanza; perderá progresivamente su condición de aglutinar, de ser universal y por ende nacional. De allí la vigencia del término aglutinador “color cubano”, que el Poeta Nacional Nicolás Guillén esgrimía a la hora de referirse a la cultura nacional como un todo y no fragmentada por colores, religiones, lugares de procedencia o cantidad de seguidores y practicantes.
Es preciso, además, tener en cuenta que la identidad puede ser marcada por el fenómeno anterior. Ella no es un concepto abstracto que se puede encapsular en un párrafo. Es un proceso vivo que se reinventa y define constantemente, pero no solo por una voluntad oficial. Se crea y recrea también en el pensamiento colectivo.
Por tanto, no es saludable asociarla desde o con posiciones de poder a ese modelo tradicional de cultura popular aspirando a los mismos objetivos de la Roma antigua. De hacerlo reproduciríamos la imagen identitaria de un pueblo amante solo de diversiones y placeres cotidianos, algo que rechazamos alegando, esencialmente, que es una imposición foránea. Parafraseando al historiador cubano Jorge Núñez, hay que evitar que la gloria mundana devore a la gloria épica.
La cultura popular deberá estructurarse desde un horizonte integral, sin predominio de simples expresiones populistas que desvirtúen la unidad o la multiculturalidad de una nación. Sus laberintos históricos han ser conocidos para llegar a la verdadera comprensión de sus usos. Necesita ser integradora y no disociadora, aunque para esto último sus motivos sean aparentemente nobles o necesarios. Las ciencias sociales son un instrumento intelectual de primera mano para hacer que el hombre común pueda comprender cuál es su lugar y papel en el diseño de su sociedad; no para aceptar cíclicamente su condición social, sino para integrarse armónicamente y situar la cultura popular en el verdadero entramado de una cultura nacional.
Notas:
1. Crepali, Gabriele (2007). Gran Atlas del Impresionismo. Italia, Milán, Editorial Mondadori Electa, p. 20.
2. Idem, p. 4.

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