miércoles, 14 de diciembre de 2016

#FidelCastro: Los que dirigen son hombres y no dioses

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Tomado de Santiago Arde
Por Enrique Ojito

Con la misma prontitud que el escultor Enzo Gallo Chiapardi modeló el busto dedicado a Fidel la noche antes que la caravana libertaria que recorrió el espinazo de la isla grande entrara a La Habana el 8 de enero de 1959 con el jefe rebelde al frente, el artista italiano tuvo que desaparecerlo de la faz de la tierra. Apenas el líder supo de la noticia del monumento erigido en su homenaje en las cercanías de la Ciudad Militar de Columbia, ordenó retirarlo. Gallo Chiapardi quedó preso del desconcierto.


Con tal evidencia, no habría hoy por qué extrañarse de la última voluntad del padre fundador de la Revolución cubana —difundida por Raúl en la plaza Antonio Maceo, de Santiago de Cuba— de que, una vez fallecido, su nombre y su figura nunca fueran utilizados para denominar instituciones ni sitios públicos, ni erigidos en su memoria monumentos, bustos y estatuas.

Desde antes de este anuncio, la perplejidad había cundido en determinados medios de prensa, cuando el Presidente cubano, al comunicarle a la opinión pública la pérdida física de su hermano el pasado 25 de noviembre, informó, igualmente, que por decisión expresa del Comandante en Jefe, sus restos serían cremados.

Más de un medio extranjero se preguntaba si en lo adelante se verían plazas u otros espacios con el nombre de Fidel Castro. Las especulaciones cebaron las expectativas. Incluso, algunos recordaban que Fidel se había opuesto con anterioridad a que los líderes fueran honrados con estatuas o calles que exhibieran sus nombres, solo cuando los dirigentes estuvieran vivos.

Quien desafió 11 administraciones estadounidenses sabía de los peligros y las secuelas del culto a la personalidad. Por ello, una de las primeras leyes adoptadas después del triunfo del Primero de Enero de 1959 —sin precedentes en el planeta— prohibía levantarles estatuas a los dirigentes vivos y ponerles sus nombres a ninguna calle, ciudad, pueblo, fábrica… y, proscribía, también, las fotografías oficiales en las oficinas administrativas.

El estadista cubano habló acerca de esta ley en su discurso del 13 de marzo de 1966, donde reflexionó: “No es necesario estar viendo una estatua en cada esquina, ni el nombre del dirigente en cada pueblo, por todas partes, ¡no!; porque eso revelaría desconfianza de los dirigentes en el pueblo, eso revelaría un concepto muy pobre del pueblo y de las masas que, incapaces de creer por un problema de conciencia, o de tener confianza por un problema de conciencia, fabricara artificialmente la conciencia, o la confianza, por medio de actos reflejos”.

En sus palabras, aludió a que Carlos Marx, Federico Engels y Vladimir I. Lenin nunca “se endiosaron a sí mismos”, ni lo admitieron; “fueron humildes toda su vida hasta la tumba, alérgicos a los cultos”, agregó.

Conocedor de la historia de la humanidad, tenía claro en cuáles puntos cardinales se oxigenó el culto a la personalidad, sin establecer distingos entre los países anclados al Socialismo o al Capitalismo, desde Mao Tse Tung hasta el dictador Rafael Léonidas Trujillo, cuyas estatuas se clonaron por toda República Dominicana, donde las iglesias fueron conminadas a publicitar el lema: “Trujillo en la Tierra, Dios en el Cielo”.

Textos consultados refieren que el término culto a la personalidad fue acuñado y descrito en 1956 por Nikita Jruschov, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, en un discurso de denuncia contra Stalin en el XX Congreso de la organización.

Precisamente, en el Diccionario filosófico, de Rosental y Ludin, se conceptualiza como la “ciega inclinación ante la autoridad de algún personaje, ponderación excesiva de sus méritos reales, conversión del nombre de una personalidad histórica en un fetiche”.

Con los prismáticos de la Filosofía aún puestos, no resulta difícil advertir que tras este culto subyace la concepción idealista de la historia —a la usanza de Thomas Carlyle—, que le otorga a la voluntad de un hombre, y no a la acción de las masas, la determinación del curso de los acontecimientos, como intentó hacer creer a sus coterráneos Francisco Franco, autoproclamado el enviado de Dios en la tierra y autotitulado Caudillo de España por la Gracia de Dios.

Como alegara Fidel en 1966, la sucesión de hechos certifica la verdad marxista de “que no son los hombres; sino los pueblos, los que escriben la historia”, sin dejar de reconocer que “el dirigente revolucionario es necesario como instrumento del pueblo, es necesario como instrumento de la Revolución”.

En más de un foro internacional, el investigador y periodista cubano Luis Toledo Sande ha blandido el verbo ante la arremetida por el supuesto culto de la personalidad en Cuba hacia Fidel, venida, incluso, de un país —como argumentó el intelectual— donde títulos universitarios están otorgados en nombre del monarca. En mi país —ejemplificó el también estudioso de Martí— no se pone el nombre de familiares del jefe de Estado, “por muy infantiles y hermosos que sean, a instituciones públicas; pero es en mi país donde se practica el culto a la personalidad”, ironizó el cubano.

Toledo recordó años más tarde que su intervención no apareció recogida en las memorias de aquel encuentro debido a motivos de espacio, le dijeron. No obstante, el ensayista hubiera preferido su publicación, para que nadie pensara que se excluyó porque mencionó “la soga en casa del ahorcado”.

El supuesto culto a la personalidad de Fidel y el bombardeo mediático contra Cuba han sido cara y cruz de la misma moneda, o sea, de las intenciones de desacreditar tanto al líder como a su obra mayor: la Revolución, protagonizada por el pueblo. Interrogado al respecto por el nicaragüense Tomás Borge, él comentaba: “Y en un país como este es muy difícil que exista alguna forma de poder absoluto, porque el cubano con su idiosincrasia, su mentalidad, lo discute todo, lo analiza todo, bien sea de pelota, agricultura, política, de todo; los cubanos discuten de todo, tienen un carácter, una idiosincrasia especial”.

Esas virtudes, verificadas en el pueblo por Fidel, distan de la perspectiva analítica de Platón —el primero en tratar los elementos relacionados con el carisma del líder—, quien calificó a las masas de ignorantes y maleables a los caprichos de este.

Liderazgo y carisma político, términos que pusieron a pensar, indistintamente, a Aristóteles, Maquiavelo, Weber, Freud y a Bordieu, convergieron armónicamente en quien llevara las riendas del Estado cubano durante cerca de medio siglo y sobreviviera a 638 intentos de asesinato, urdidos, esencialmente desde las entrañas de la Agencia Central de Inteligencia, de Estados Unidos, para dinamitar su ejemplo, que iluminó a medio mundo.

A pesar de tanta grandeza real, no mítica, su cuerpo se redujo a cenizas, que descansan desde el 4 de diciembre en las entrañas de una piedra marmórea en el cementerio Santa Ifigenia, de Santiago de Cuba. El sitio dedicado a su memoria, que bien pudo erigirse a la altura del Pico Turquino, irradia sencillez y austeridad, contrario a los pronósticos de los detractores del hombre que no buscó la gloria; sino que la encontró a su paso.

Estratega por antonomasia y defensor de la idea de que “no se concibe en el Socialismo un caudillo” y de la prédica martiana de que “toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”, hizo la jugada maestra que dejó boquiabiertos a sus adversarios: nada de estatuas ni de espacios públicos con su nombre. El propio Raúl comunicó la decisión de presentar en el venidero período de sesiones del Parlamento las propuestas legislativas requeridas para corresponder con la voluntad de Fidel.


Habrá, entonces, que construirle monumentos en nuestras almas, en el actuar del día a día, más que en la consigna y en los mármoles, porque en mayo del 2003 él mismo lo acentuó: “Los que dirigen son hombres y no dioses”.

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