lunes, 2 de enero de 2017

Los muertos que vos matas gozan de buena salud


Tomado de CubaDebate
Por Eliades Acosta Matos

Un epigrama similar al que da título a este texto aparece en la comedia de Juan Luis de Alarcón titulada La verdad sospechosa, de 1630, retomada por Pierre Cornielle, en 1644 mediante una reelaboración que sería publicada como Los mentirosos, y devuelta al español en versión definitiva, con traducción más contundente, una vez culminado este viaje de ida y vuelta.
No puedo menos que acordarme de esta frase afortunada, tras leer varios artículos escritos por improvisados sepultureros de un hecho de enorme significación histórica. Se trata, ni más ni menos, del epitafio o acta de defunción de la Revolución Socialista de Octubre, cuyo centenario conmemorará la Humanidad, el venidero noviembre del 2017.
Visitantes apresurados de San Petersburgo, sin más tiempo para indagaciones que de las que dispone un turista express, los críticos de hoy se siente autorizado, y en el deber, de leernos el responso final de una revolución que reduce a las pocas huellas visibles de esa época, apenas unas estatuas de Lenin, o ciertos bloques habitacionales austeros de la era soviética. De seguir semejante metodología, ¿qué queda en las grandes capitales latinoamericanas, con honrosas excepciones entre las que no está Santo Domingo, de las huellas visibles de la etapa colonial, por mencionar una, que no haya sido devorada por la especulación de terrenos y la barbarie constructiva del capitalismo rampante? ¿Y acaso eso es motivo para decretar la extinción de sociedades del ayer, de las que, por ejemplo nos queda un acervo infinito del que enorgullecernos, como es la lengua que hablamos?
En el caso ruso, sume a este fenómeno de rancia y pragmática globalización capitalista, como ocurrió en países de Europa del Este, especialmente Hungría, la antigua Checoslovaquia, Polonia, Alemania Democrática, y la propia URSS, el desmontaje programado y consciente de todo símbolo que pudiese recordar la época revolucionaria o socialista, siempre y cuando no reportase ganancias, como ocurrió con la torre de la televisión alemana de Alexander Platz, que sigue dominando los cielos de un Berlín unificado.
Por supuesto, no es en edificios y plazas, ni siquiera en monumentos, donde primero se han de buscar las huellas de una cultura y una civilización para poderla entender a cabalidad, y no como turista de paso. Es en las ideas, en los aportes históricos reales al progreso humano, siempre y cuando no estemos obnubilados por el cumplimiento de una tarea auto-impuesta desde el sesgo ideológico, donde estará la verdad.
Las críticas que se formulan contra el socialismo y la Revolución de Octubre se reducen de manera simplista al tema de la libertad de creación y expresión, como si solo eso tuviese importancia, y la tiene parcialmente, para medir el legado de millones de personas movilizadas por ideas, por conciencia, por las motivaciones reales que suelen poner en marcha a millones, al estallar revoluciones genuinas. Desde esa cómoda atalaya no pueden atisbar los críticos de nuevo cuño, y no alcanzan a atisbar, el por qué tuvo lugar la Revolución de Octubre, qué fuerzas sociales la apoyaron, contra quiénes se realizó, y en consecuencia, quiénes fueron sus enemigos derrotados.
No pueden explicar, y no explican estos denodados defensores del antiguo régimen en Rusia, cómo se convirtió en superpotencia el país más atrasado de la Europa de su época, un imperio feudal y autocrático donde apenas años antes se había derogado, al menos en el papel, el vergonzoso Derecho de Servidumbre, una versión eslava de la esclavitud de las plantaciones caribeñas. Tampoco cómo “eso” que se disuelve sin dejar huellas, a la vuelta de unas pocas décadas, y resurgiendo de las cenizas de la Guerra Civil, que contó con la invasión militar de 18 potencias extranjeras coaligadas contra el gobierno bolchevique, y luego de la Gran Guerra Patria, de 1941 al 1945, donde la URSS logró frenar y contribuyó decisivamente a la derrota final de la maquinaria nazi-fascista, se convirtió en “eso” que desafió al enorme poder de unos Estados Unidos intactos en su territorio. ¿O es que la Guerra Fría también se disolverá beatíficamente en el olvido?
Cuando estos críticos nos hablan de “las grandezas de Rusia”, por supuesto que no se iban a referir, y no se refieren, a la institución en la URSS del primer sistema sanitario y de seguridad social gratuito y universal en la historia de la Humanidad, ni de un sistema educativo totalmente público y gratuito, por primera vez también en la historia humana, del que surgieron los genios que deslumbraban al actuar con el ballet o los grupos folclóricos populares soviéticos, ni los premios Nobeles, ni los que disputaron el dominio de la energía atómica a los estadounidenses, ni pusieron al primer hombre y la primera mujer en el espacio. ¿A qué reducen estos señores las “grandezas de Rusia”? Pues a “…las grandes edificaciones de la época zarista y las colecciones de pintura y arte de El Ermitage”, dicho sea de paso, erigidas sobre el sudor, el sacrificio y el sufrimiento de los millones de rusos que trabajaban, pero no podían disfrutar de la contemplación de tales tesoros, por primera vez puestos al servicio del pueblo durante la detestable era de “eso que va camino al olvido”.
El mundo del arte y la cultura, de acuerdo a estos autores, “ámbito propicio para los excesos del socialismo real”, se nutre de una enumeración de artistas y escritores represaliados por Stalin, pero no a otros, (¡qué extraordinario descuido!) como los cineastas Serguei Eisenstein Vsevolod Pudovkin y Dziga Vertov; los poetas Evgueni Yestushneko, Andrei Voznesenski, Serguei Yesenin y Vladimir Maiakovski; los pintores Kuzma Petrov-Vodkin, Isaac Brodsky, L. Russov, V. Teterin, o N. Baskakov; los escritores Boris Polevoi, Konstantin Simonov, Máxim Gorky, Alexei Tolstoy, Julian Semionov, Yuri Olesha, Valentin Kataev, Mijial Bulgakov y Nikolai Ostrovki, junto al mencionado y Premio Nobel de Literatura, Mijail Sholojov.
Y no solo olvidan convenientemente, en su lista de artistas martirizados, a los que no lo fueron y entregaron en la URSS una obra de alcance universal, sino que insinúan que el socialismo es el único ámbito histórico donde la creación, los creadores y el poder han tenido confrontaciones, censuras, represaliados y mártires. Otra vez olvidan, y de nuevo convenientemente, a la Inquisición, la lengua cortada a Giordano Bruno, y él mismo quemado en la hoguera, el proceso contra Galileo, las persecuciones contra Kepler y Erasmo de Rotterdam, las obras de arte de civilizaciones devastadas o robadas por los poderes coloniales e imperialistas, o más recientemente, el destino de Lorca y Unamuno, de Víctor Jara, el McCarthismo en Hollywood, o si prefieren, los abultados expedientes del implacable espionaje y acoso del FBI contra John Lennon, Jimi Hendrix, Ernest Hemingway y Charles Chaplin.
La saña con que el capitalismo mundial, sus corifeos tarifados o voluntarios, sus amanuenses ilustrados o ignorantes, sus manipuladores venales u honorarios, atacaron desde su triunfo a la Revolución de Octubre, hasta el presente, es muestra de su alta peligrosidad a los ojos de quienes supieron desde el inicio que las sociedades desiguales en que vivían estaban en peligro. No fue la URSS quien inventó las sociedades dictatoriales, ni su desaparición las ha abolido para siempre sobre la faz de la tierra. Todo lo contrario. Abolida por decreto en 1991, su memoria sigue llenando de pánico a quienes atacan sus excesos y errores, pero callan los de las revoluciones francesa, inglesa o norteamericana.
Suspirar por el viejo régimen abolido por las revoluciones, o ver en él la grandeza de las naciones es, simplemente, una apuesta por el pasado, tanto como no comprender, o convenientemente callar, que las revoluciones son momentos imprescindibles en la historia humana, y justa solución de contradicciones que no se resuelven ya por otros medios. Lo fueron las guerras de independencia, lo fue la Restauración, y lo fue el frustrado gobierno de Juan Bosch.
No se necesitan sepultureros de un intento revolucionario, cuando las flagrantes injusticias, desigualdades, guerras, crisis económicas, epidemias, y amenazas que se ciernen sobre la Humanidad, no se han resuelto en los marcos de un sistema que exhibe capitales lujosas y hedonismo sobre la misma miseria, injusticia y desigualdad que lanzó a las masas francesas contra La Bastilla, a las mexicanas contra el Palacio del Zócalo y a las rusas, contra el de Invierno.
Son las injusticias y el sufrimiento de muchos los que desatan las revoluciones. Nuestra época es pródiga en ellos. Quien no quiera revoluciones, que no las abola en el papel, sino en la realidad, luchando contra las causas que las desatan.
Y sobre ese incierto horizonte del olvido prefabricado para embrutecer millenials, se perfila ya la figura totalitaria, intolerante, racista y brutalmente arrogante de ese líder del Mundo Libre que es Donald Trump. Ya arremetió contra los actores de Broadway que osaron pedirle respetuosamente a su vicepresidente Mike Pence, presente mientras escenificaban la obra “Hamilton”, que fueran gobernantes de todos y no solo de una parte de los norteamericanos.
Por la cultura empieza todo. Incluso esas revoluciones malditas que tanto desvelan a los doctos y acomodaticios críticos de la Gran Revolución Socialista de Octubre.

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