Escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos, y sienten con entrañas de nación, o de humanidad.
José Martí
Por Atilio Borón 
Cuesta muchísimo asimilar la dolorosa noticia del fallecimiento de Hugo Chávez Frías. No puede uno dejar de maldecir el infortunio que priva a Nuestra América de uno de los pocos “imprescindibles”, al decir de Bertolt Brecht, en la inconclusa lucha por nuestra segunda y definitiva independencia. La historia dará su veredicto sobre la tarea cumplida por Chávez, aunque no dudamos que será muy positivo. Más allá de cualquier discusión que legítimamente puede darse al interior del campo antiimperialista –no siempre lo suficientemente sabio como para distinguir con claridad amigos y enemigos- hay que partir reconociendo que el líder bolivariano dio vuelta una página en la historia venezolana y, ¿por qué no?, latinoamericana. Desde hoy se hablará de una Venezuela y Latinoamérica anterior y de otra posterior a Chávez, y no sería temerario conjeturar que los cambios que impulsó y protagonizó como muy pocos en nuestra historia llevan el sello de la irreversibilidad. Los resultados de las recientes elecciones venezolanas –reflejos de la maduración de la conciencia política de un pueblo- otorgan sustento a este pronóstico. Se puede desandar el camino de las nacionalizaciones y privatizar a las empresas públicas, pero es infinitamente más difícil lograr que un pueblo que adquirió conciencia de su libertad retroceda hasta instalarse nuevamente en la sumisión. En su dimensión continental, Chávez fue el protagonista principal de la derrota del más ambicioso proyecto del imperio para América Latina: el ALCA. Esto bastaría para instalarlo en la galería de los grandes patriotas de Nuestra América. Pero hizo mucho más.
Cuesta muchísimo asimilar la dolorosa noticia del fallecimiento de Hugo Chávez Frías. No puede uno dejar de maldecir el infortunio que priva a Nuestra América de uno de los pocos “imprescindibles”, al decir de Bertolt Brecht, en la inconclusa lucha por nuestra segunda y definitiva independencia. La historia dará su veredicto sobre la tarea cumplida por Chávez, aunque no dudamos que será muy positivo. Más allá de cualquier discusión que legítimamente puede darse al interior del campo antiimperialista –no siempre lo suficientemente sabio como para distinguir con claridad amigos y enemigos- hay que partir reconociendo que el líder bolivariano dio vuelta una página en la historia venezolana y, ¿por qué no?, latinoamericana. Desde hoy se hablará de una Venezuela y Latinoamérica anterior y de otra posterior a Chávez, y no sería temerario conjeturar que los cambios que impulsó y protagonizó como muy pocos en nuestra historia llevan el sello de la irreversibilidad. Los resultados de las recientes elecciones venezolanas –reflejos de la maduración de la conciencia política de un pueblo- otorgan sustento a este pronóstico. Se puede desandar el camino de las nacionalizaciones y privatizar a las empresas públicas, pero es infinitamente más difícil lograr que un pueblo que adquirió conciencia de su libertad retroceda hasta instalarse nuevamente en la sumisión. En su dimensión continental, Chávez fue el protagonista principal de la derrota del más ambicioso proyecto del imperio para América Latina: el ALCA. Esto bastaría para instalarlo en la galería de los grandes patriotas de Nuestra América. Pero hizo mucho más.
Este
 líder popular, representante genuino de su pueblo con quien se 
comunicaba como nunca ningún gobernante antes lo había hecho, sentía ya 
de joven un visceral repudio por la oligarquía y el imperialismo. Ese 
sentimiento fue luego evolucionando hasta plasmarse en un proyecto 
racional: el socialismo bolivariano, o del siglo veintiuno. Fue Chávez 
quien, en medio de la noche neoliberal, reinstaló en el debate público 
latinoamericano -y en gran medida internacional- la actualidad del 
socialismo. Más que eso, la necesidad del socialismo como única 
alternativa real, no ilusoria, ante la inexorable descomposición del 
capitalismo, denunciando las falacias de las políticas que procuran 
solucionar su crisis integral y sistémica preservando los parámetros 
fundamentales de un orden económico-social históricamente desahuciado. 
Como recordábamos más arriba, fue también Chávez el mariscal de campo 
que permitió propinarle al imperialismo la histórica derrota del ALCA en
 Mar del Plata, en Noviembre del 2005. Si Fidel fue el 
estratega general de esta larga batalla, la concreción de esta victoria 
habría sido imposible sin el protagonismo del líder bolivariano, cuya 
elocuencia persuasiva precipitó la adhesión del anfitrión de la Cumbre 
de Presidentes de las Américas, Néstor Kirchner; de Luiz Inacio “Lula” da Silva;
 y de la mayoría de los jefes de estado allí presentes, al principio 
poco propensos –cuando no abiertamente opuestos- a desairar al emperador
 en sus propias barbas. ¿Quién si no Chávez podría haber volcado aquella
 situación? El certero instinto de los imperialistas explica la 
implacable campaña que Washington lanzara en su contra desde los inicios
 de su gestión. Cruzada que, ratificando una deplorable constante 
histórica, contó con la colaboración del infantilismo ultraizquierdista 
que desde dentro y fuera de Venezuela se colocó objetivamente al 
servicio del imperio y la reacción.
Por
 eso su muerte deja un hueco difícil, si no imposible, de llenar. A su 
excepcional estatura como líder de masas se le unía la clarividencia de 
quien, como muy pocos, supo descifrar y actuar inteligentemente en el 
complejo entramado geopolítico del imperio que pretende perpetuar la 
subordinación de América Latina. Supeditación que sólo podía combatirse 
afianzando –en línea con las ideas de Bolívar, San Martín, Artigas, 
Alfaro, Morazán, Martí y, más recientemente, el Che y Fidel- la unión de
 los pueblos de América Latina y el Caribe. Fuerza desatada de la 
naturaleza, Chávez “reformateó” la agenda de los gobiernos, partidos y 
movimientos sociales de la región con un interminable torrente de 
iniciativas y propuestas integracionistas: desde el ALBA hasta Telesur; 
desde Petrocaribe hasta el Banco del Sur; desde la UNASUR y el Consejo 
Sudamericano de Defensa hasta la CELAC. Iniciativas todas que comparten 
un indeleble código genético: su ferviente e inclaudicable 
antiimperialismo. Chávez ya no estará entre nosotros, irradiando esa 
desbordante cordialidad; ese filoso y fulminante sentido del humor que 
desarmaba los acartonamientos del protocolo; esa generosidad y altruismo
 que lo hacían tan querible. Martiano hasta la médula, sabía que tal 
como lo dijera el Apóstol cubano, para ser libres había que ser cultos. 
Por eso su curiosidad intelectual no tenía límites. En una época en la 
que casi ningún jefe de estado lee nada -¿qué leían sus detractores Bush, Aznar,
 Berlusconi, Menem, Fox, Fujimori?- Chávez era el lector que todo autor 
querría para sus libros. Leía a todas horas, a pesar de las pesadas 
obligaciones que le imponían sus responsabilidades de gobierno. Y leía 
con pasión, pertrechado con sus lápices, bolígrafos y resaltadores de 
diversos colores con los que marcaba y anotaba los pasajes más 
interesantes, las citas más llamativas, los argumentos más profundos del
 libro que estaba leyendo. Este hombre extraordinario, que me honró con 
su entrañable amistad, ha partido para siempre. Pero nos dejó un legado 
inmenso, imborrable, y los pueblos de Nuestra América inspirados por su 
ejemplo seguirán transitando por la senda que conduce hacia nuestra 
segunda y definitiva independencia. Ocurrirá con él lo que con el Che: 
su muerte, lejos de borrarlo de la escena política agigantará su 
presencia y su gravitación en las luchas de nuestros pueblos. Por una de
 esas paradojas que la historia reserva sólo para los grandes, su muerte
 lo convierte en un personaje inmortal. Parafraseando al himno nacional 
venezolano:
¡Gloria al bravo Chávez! 
¡Hasta la victoria, siempre, 
Comandante!
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