| Gobierno instalado por España en La Habana tras la publicación de los decretos de Autonomía (25 de noviembre de 1897) | 
Por Elier Ramírez Cañedo
Desde hace ya algún tiempo, el 
autonomismo, corriente política de la centuria decimonónica cubana, se 
ha convertido en un tema de interés en la producción historiográfica 
española, y también ha pasado a ser tópico predilecto para algunos 
elementos hostiles al proceso revolucionario cubano actual. Sin embargo,
 entre los primeros y los segundos existen diferencias marcadas, pues en
 los autores españoles, a pesar de que podemos discrepar con muchas de 
sus hipótesis, y percibir en algunos de sus criterios cierta carga 
política adversa al sistema político de la Isla, se observa seriedad 
investigativa, nada comparable con los epidérmicos y extremadamente 
politizados análisis de ciertos detractores de la Revolución Cubana.
La mayoría de las aportaciones sobre el autonomismo en la historiografía española, en donde se destacan autores
 como: Marta Bizcarrondo, Antonio Elorza, Luis Miguel García Mora, Inés 
Roldán, Antonio Santamaría y Consuelo Naranjo, han partido del 
cuestionamiento del tratamiento que le ha dado a esta corriente política
 la producción historiográfica de la Isla después de 1959. Basados en 
este presupuesto, y en aferrada cruzada por revertir los criterios en 
torno al tema, que de manera general se han esgrimido en la 
historiografía cubana, estos investigadores españoles han caído en las 
mismas deficiencias que critican en la historiografía marxista cubana, 
con los consecuentes juicios torcidos sobre la corriente autonómica. Por
 lo general, sus estudios han partido de hipótesis que reflejan cierto 
desconocimiento de la realidad colonial de la Isla en la segunda mitad 
del siglo XIX, y en su férrea intención demostrativa, no han logrado más
 que anquilosar y restarle calidad y alcance a sus resultados 
investigativos. Esto ha sido así, a pesar de la amplia gama de fuentes 
primarias y secundarias consultadas, y de los interesantes elementos que
 han proporcionado al estudio del  reformismo decimonónico cubano.
Entre los historiadores españoles que han
 pretendido encumbrar  esta opción política, se destaca Luis Miguel 
García Mora, quien ha realizado numerosas investigaciones y publicado 
artículos y ensayos referentes al Partido Autonomista Cubano. García 
Mora, en su artículo “Quiénes eran y a qué se dedicaban los autonomistas
 cubanos?, prefiere ver en el autonomismo un nacionalismo conservador y 
moderado, más preocupado en profundizar la práctica política, que en 
lograr la independencia, por lo que no está dispuesto a coger las 
armas”.[1]
Pero sin dudas, la obra de mayor amplitud
 en torno al tema, que discrepa con los tradicionales enfoques de la 
historiografía cubana, es Cuba/España. El dilema autonomista, 1878-1898, de
 los profesores españoles Marta Bizcarrondo y Antonio Elorza. Esta obra,
 dirige su atención a la biografía política del Partido Liberal 
Autonomista de la isla de Cuba, y parte de la hipótesis de que el 
autonomismo encarnaba una fórmula de “construcción nacional cubana”. 
Desde el principio los autores adelantan a los lectores en que sus 
páginas contienen “la historia de un fracaso”, pero también la historia 
del esfuerzo de una élite insular “por configurar un país, una patria, 
sin renunciar al vínculo con una Metrópoli opresiva y obtusa”.[2]
Tanto García Mora, como Bizcarrondo y 
Elorza, procuran señalar los puntos de contacto entre independentismo y 
autonomismo, criticando a la historiografía cubana que, según ellos, ha 
tendido por lo general a ver estas corrientes políticas como dos fuerzas
 totalmente contrapuestas. También han resaltado el papel de la crítica 
sistemática autonomista, como contribución a la construcción de la 
conciencia cubana y el criterio de que los autonomistas no se opusieron a
 la materialización del estado nacional cubano, pues a su juicio, esto 
era posible dentro de los marcos de la soberanía española a través de 
una vía más moderada y conservadora.
Sin embargo, hay que destacar que, bajo 
el dominio colonial español que los autonomistas querían reformar sin 
desprenderse de él, era imposible que brotara la nación cubana. En todo 
caso, aunque nunca fue posible en la manera que lo desearon los 
autonomistas, dada la terquedad española y los intereses económicos que 
se ponían en juego,[3]
 la aspiración y lucha legal autonomista tenía como meta convertir a 
Cuba en una región especial con intereses y leyes propias; pero 
representada siempre por su madre patria: la nación española. La mayoría
 de los autonomistas, en su imaginario, solo apreciaban esta región 
especial española, y no una nación que emergía buscando su realización 
fuera de los contornos coloniales. Para ellos, Cuba no estaba madura 
para la independencia y el pueblo antillano no tenía capacidad para 
sostenerse individualmente en caso de romperse la “vital unidad 
nacional”. Por tal motivo, defendieron con patriotismo la primera 
alternativa, mientras que la segunda, no pasó de ser una idea pavorosa a
 la cual había que combatir denodadamente. La opción política autonómica
 se oponía, tanto a la tozudez española, como a la insurrección armada 
mambisa, colocándose así en el medio de dos fuegos encontrados, pero a 
la hora del estallido revolucionario, optaban por plegarse, en 
definitiva, a quien era en realidad su más cruento y verdadero rival: el
 colonialismo español. El propio Rafael Montoro dejó claro en uno de sus
 discursos, hasta donde llegaban sus anhelos políticos:
“La política local, en Cuba, no encierra 
peligros para la nacionalidad española, como no los encierra para la 
nacionalidad británica en sus libres y prósperas colonias. La 
nacionalidad española, como ha demostrado elocuentemente el señor Govín,
 es presunción necesaria y base verdaderamente inconmovible de la 
política local,….”[4]
La principal limitante de estos autores 
españoles, es que al empeñarse en la búsqueda de los nobles aspectos del
 autonomismo, para contraponerlos a las valoraciones tradicionales del 
tema en historiografía cubana revolucionaria, obvian que Cuba 
autonómica, como ambicionaban sus partidarios, significaba únicamente la
 continuación reformada de la coyunda colonial. Descartan que ya no solo
 la distancia y los intereses económicos separaban a España
 y Cuba, sino también una grieta espiritual insalvable resultado de la 
epopeya del 68, y que la ideología mambisa había devenido en 
autoconciencia de las masas oprimidas y baluarte de la identidad 
nacional. Olvidan que nuevos contornos nacionales habían surgido en la 
manigua durante la Guerra Grande, marcando la psiquis social de los 
cubanos y el orgullo nacional, y que la independencia no era para aquel 
tiempo un “capricho pasajero, sino un sentimiento natural y profundo que
 se trasmitía con la sangre de generación en generación”.[5]
 En suma, era imposible pensar en una perpetuidad armónica cuando las 
autoridades españolas e incluso algunos sectores de su población, veían 
únicamente a la Isla como una de sus posesiones ultramarinas, de la cual
 se obtenían significativos beneficios económicos, y por tanto, había 
que seguir explotando sin misericordia. Es absurdo pensar que el pueblo 
cubano, pueblo en sí y para sí después de la Guerra de los Diez Años, no
 aspirara a sacudirse radicalmente de un yugo tan asfixiante. 
Consiguientemente, no era posible defender el orden colonial reformado, 
sin negar la nacionalidad. Para ver nacer definitivamente al estado 
nacional cubano, libre y soberano, la única vía probada y posible estaba
 en dirigirse con vigor a la raíz del problema, y este se hallaba, a 
todas luces, en el colonialismo español, pero no podía extirparse con 
utópicos remedios intermedios y líricos, sino con soluciones radicales. José Martí  entendió perfectamente esta realidad que no vieron los autonomistas: “Rudo como es el refrán de los esclavos de Luisiana –escribió en 1892-,
 es toda una lección de Estado, y pudiera ser el lema de una revolución:
 “Con recortarle las orejas a un mulo, no se le hace caballo (…) Ni 
dentro de la ley, ni dentro de su esperanza agonizante, ni dentro de su 
composición real, podría más el partido autonomista, ni insinúa más, que
 reconocer la ineficiencia de impetrar de España, con la sumisión que 
convida al desdén, una suma de libertades incompatibles con el carácter,
 los hábitos y las necesidades de la política española”. [6]
A diferencia de las investigaciones de 
los historiadores españoles sobre el autonomismo, en los trabajos 
publicados en el exterior de varios opositores del sistema socialista 
cubano, resaltan más sus posicionamientos políticos, que sus 
razonamientos históricos. Algunos de ellos, han dedicado sus líneas en 
artículos y libros para exaltar el ideal autonomista como la opción que,
 de haberse materializado, hubiera resuelto los problemas de la Isla, al
 tiempo que catalogan a esta corriente como la fórmula que encarnaba 
realmente el sentimiento nacional y no un independentismo supuestamente 
inventado. En las exposiciones de estos “ideólogos”, también subyace el 
designio de loar el espíritu moderado, pausado y gradual de los 
autonomistas como el que debiera sustituir, en la Cuba contemporánea, el
 espíritu revolucionario que nos legaron los mambises. También, puede 
encontrarse en sus trabajos sobre el tema, la idea de la culpabilidad 
del independentismo del fiasco autonómico. Al mismo tiempo, otras 
figuras de la misma estirpe, pero mucho más reaccionarios, han volcado 
su mirada hacia el autonomismo, para ejemplificando sus fracasos 
históricos, condenar los métodos pacíficos, civilistas y evolutivos, 
estimulando el uso de la violencia y el terrorismo para lograr un 
“cambio de régimen” en Cuba.
En lo que coinciden estos exponentes es 
en su manipulación política en torno a la temática autonomista. Se 
percibe con facilidad en algunos de ellos sus ansias revisionistas de la
 historia oficial cubana, con el propósito bien marcado de subvertir las
 bases más firmes y sensibles de nuestra historia nacional, como un 
camino oportuno para desmontar las posturas políticas actuales de la 
mayoría de los cubanos. Saben que nuestra historia gloriosa, donde las 
reformas no tuvieron cabida y las soluciones verdaderas vinieron de la 
lid redentora, es sustentación ideológica de la lucha del pueblo cubano 
en el presente y en el porvenir, por tal motivo, han dirigido hacia ahí 
sus dardos venenosos. Algunos han sido más sutiles, otros más 
descabellados, pero ninguno ha tenido sinceras intenciones de hurgar en 
nuestro pasado, todo lo contrario, de ahí, las innumerables aberraciones
 o dislates que se pueden encontrar en los trabajos que han publicado.
Entre los cubanoestadounidenses que se 
han dedicado a la defensa apostólica del autonomismo cubano y al ataque a
 la Revolución, podemos encontrar a Rafael E. Tarragó (bibliotecario 
iberoamericanista de la Wilson Library en la Universidad de Minnesota, 
EE.UU). Su obra, Experiencias Políticas de los Cubanos en la Cuba Española 1512-1898
 (Barcelona, s.a), es un intento fallido por desvirtuar algunos aspectos
 de la Historia de Cuba. Desde la introducción de este libro podemos 
percibir estos propósitos insidiosos. Tarragó aboga por la idea de que 
los historiadores cubanos son incapaces de analizar imparcialmente su 
historia, ya que según él, fueron los independentistas cubanos quienes 
hundieron la salida autonómica, al apoyar la invasión estadounidense en 
1898.[7]
 No se percata, o no lo quiere reconocer, dada su intención de manipular
 la Historia cubana, que la autonomía era ya una idea retardataria 
después de haber acontecido la Guerra Grande. Estallido revolucionario 
que se produjo, entre otros motivos, porque España se encargó de 
enterrar, entre 1866 y 1867, la posibilidad de reformas, ratificando el 
carácter opresivo y obsoleto de su política colonial. Y si el 
autonomismo pudo resurgir e incluso existir como partido político, como 
nunca había sido posible en las anteriores etapas reformistas, fue una 
consecuencia del alcance de la lucha independentista del 68, que hizo 
sacudir al colonialismo español en la Isla y este tuvo que acceder a 
ciertos acomodos. Por tal razón, aunque nunca lo reconocieron de esa 
manera, los reformistas que se unieron al Partido Autonomista en 1878, 
debieron su existencia al independentismo cubano, pues de no haberse 
alzado los cubanos en armas, jamás hubieran conocido la legalidad.
Así se repitió durante la farsa de 1898, 
pues la metrópoli solo mudaba su terca y expoliadora política, cuando la
 llama le quemaba los pies. Para aquel entonces, al vigoroso fuego de la
 Revolución se le unieron las insistentes presiones estadounidenses 
exigiendo reformas, enmascarando sus verdaderas intenciones de 
apoderarse de la Isla, lo que llevó al gobierno español, a 
regañadientes, a conceder la “autonomía” a Cuba.
Tarragó también sostiene, que los 
autonomistas “abogaron por la temprana supresión del sistema del 
patronato y la abolición completa de la esclavitud de los negros 
decretada en 1886”.[8]
 En este caso, Tarragó falsea la historia, porque debió haber apuntado 
que inicialmente los autonomistas, por razones económicas, fueron más 
conservadores incluso que el propio Partido Unión Constitucional, al 
pedir la abolición gradual y con indemnización de la esclavitud y la 
implantación del patronato.
Llega al extremo Tarragó, al señalar que 
Martí y la guerra del 95 impidieron las reformas y, por tanto, fueron 
los máximos causantes de la crisis que llevó a la intervención 
estadounidense en Cuba.[9]
 Al obviar que EE.UU estaba decidido a intervenir en la Isla para 
apoderarse de la misma, con autonomía o sin ella, Tarragó desconoce que 
los intereses expansionistas de esa nación con relación a la “Perla de 
las Antillas” se remontaban a mucho antes de 1898 y que la exigencia de 
reformas a España fue solo una táctica coyuntural en busca de un 
objetivo mayor. De cualquier forma, encontrarían siempre una 
justificación para entrometerse en la contienda cubano-española y 
satisfacer sus ansias imperiales.
Un artículo de Tarragó que apareció el 17 de marzo del 2003, en El Nuevo Herald
 de Miami, es otro de sus intentos por atacar el legado histórico de 
Cuba. En el mismo asevera que las reformas de Abarzuza habían hecho 
innecesaria la guerra de Martí en 1895. Según afirma, con total 
ignorancia, Cuba gozaba ya de todas las libertades civiles, y la guerra 
de Martí vino a destruirlo todo.[10]
 Cualquiera que haya leído un poco de Historia de Cuba, que no sea por 
el lomo del libro, se puede percatar con facilidad que estas tesis no 
están para nada sustentadas en la realidad histórica. La llamada fórmula
 Romero- Abarzuza, aprobada por unanimidad en las Cortes españolas el 13
 de febrero de 1895, en momentos en que la mayor parte de la población 
cubana, cansada ya de tantas afrentas de la metrópoli, se inclinaba por 
la concreción del estado nacional sin cortapisas, fue incluso más 
retrógrada que el proyecto presentado con anterioridad por el Ministro 
de Ultramar, Antonio Maura.[11]
 Esto se puede corroborar con facilidad al ver que dicha fórmula 
mantenía incólume la autoridad del Capitán General, que podía suspender a
 los integrantes del Consejo de Administración que se crearía en la 
Isla, a pesar de que la mitad de sus miembros fuesen elegidos. Entre las
 facultades del Consejo de Administración no estaría la de nombrar a los
 funcionarios administrativos, ni la de exigirles responsabilidades, por
 lo que la corrupción administrativa seguiría creciendo sin grandes 
contratiempos. Por añadidura, los presupuestos generales continuarían 
aprobándose en la Metrópoli, siempre en su beneficio y en detrimento de 
la colonia caribeña, que continuaría cargando con una enorme deuda y los
 aranceles que frenaban su desarrollo. Aunque en apariencia se decía que
 el Consejo de Administración asumía las funciones de Diputación Única, 
en la práctica no era así, quedando por tanto el poder insular 
fragmentado y dando pábulo al caciquismo, lo que obraba en favor de lo 
intereses de los grupos de presión peninsulares y la oligarquía 
españolista de la Isla, que se beneficiaban del statu quo entronizado.[12]
 Tampoco se materializaba la soñada división del mando civil y el 
militar. De haber hecho Tarragó un análisis exhaustivo de la fórmula 
Abarzuza, hubiera comprendido sin dificultad, que no representaba para 
nada los intereses de la nación cubana, y no llegó siquiera a cubrir las
 aspiraciones del Partido Autonomista, a pesar de que este, en evidente 
actitud oportunista, se adhirió a él, no sin fuertes discusiones en el 
seno de la Junta Central entre los que se conformaban con esta 
concesión, y los que abogaban por la total autonomía.
Pero en esa ocasión las reformas 
estuvieron gastadas para los cubanos; y así se demostró cuando solo once
 días después de aprobado este proyecto, estalló nuevamente la 
insurrección en la Isla, cobrando de inmediato una fuerza vertiginosa.
Está claro que después del Zanjón, Cuba 
siguió siendo una plaza sitiada regida por el Capitán General y por los 
siempre favorecidos integristas españoles. La fórmula Abarzuza, a todas 
luces, no revertía esa situación. De ahí que la guerra preparada durante
 muchos años,  bajo innumerables sacrificios y vicisitudes, por José 
Martí y otros patriotas, fuese tan necesaria.
Pero los mal intencionados planteamientos
 de Tarragó, se quedaron muy por detrás en comparación con los 
esgrimidos por Hugo.J. Byrne, lo que demuestra el grado en que ha sido 
politizado el reformismo decimonónico cubano. En una conferencia en la 
Universidad de California, que llevó por título “El Autonomismo del 
siglo XXI”,[13] este cubanoestadounidense, sostiene que los “disidentes”[14]
 cubanos o los nuevos autonomistas del siglo XXI como los califica, 
están tan equivocados como lo estuvieron los defensores de la evolución 
del siglo XIX cubano en su lucha legal y pacífica frente a la metrópoli 
española. Para Byrne, estos nuevos autonomistas cuentan con menos cartas
 de triunfo que sus antecesores, pues  se oponen “al poder absoluto y 
totalitario del estado cubano”. Así, utilizando una de las farsas más 
burdas que han empleado los calumniadores del sistema político de la 
Isla, Byrne no está haciendo otra cosa que incitar a la lucha violenta y
 terrorista contra el sistema socialista de la Isla, sustentándose en la
 historia del fracaso del Partido Autonomista y sus métodos pacíficos, 
como un elemento histórico similar a los que emplean los “disidentes” 
cubanos en el presente. La adscripción de Byrne a los métodos violentos y
 terroristas se vislumbra cuando termina, nada más y nada menos que su 
conferencia, citando unas palabras del terrorista confeso Luis Posada Carriles,[15]
 pronunciadas en la Florida el 13 de abril del 2005, donde llamaba a la 
implementación de estos recursos en la cruzada contra la Revolución 
Cubana.[16]
 Y seguidamente llega al colmo en sus ofensas a la Historia de Cuba y a 
sus principales próceres, al citar unas ideas de José Martí, totalmente 
descontextualizadas.[17]
Estos desatinados juicios, para nada que 
ver con la historia, se repiten en los que quieren sustentarse en el 
autonomismo, de una forma u otra, para enfrentar la Cuba revolucionaria.
El canadiense J.C.M. Ogelsby es otro de 
los exponentes más sobresaliente dentro de este nuevo grupo de 
alabarderos del autonomismo cubano. Este autor, en uno de sus trabajos, 
analiza el autonomismo cubano en relación con la fijación que este tuvo 
respecto del modelo de autonomía colonial del Canadá. Sostiene la 
legitimación nacional de los autonomistas, y los considera forjadores de
 la conciencia nacional, pero los presupuestos de los que parte le 
llevan a sostener que el independentismo era un movimiento minoritario, y
 que la república cubana fue fundada con la ayuda de los E.E.UU sobre 
las masas de los cubanos autonomistas y apolíticos. Si el autor hubiera 
revisado los documentos que se conservan en las Bibliotecas y Archivos 
Cubanos, se hubiera percatado con facilidad que esa tesis no se acerca 
en nada a la realidad, pues las propias actas de la Junta Central del 
Partido Autonomista, nos reflejan que una vez reiniciada la lucha 
independentista en 1895, el sentimiento autonomista era muy minoritario,
 pues la mayoría del pueblo cubano se encontraba ya, de una forma u 
otra, al lado de la insurrección libertadora. Asimismo, no se puede 
soslayar que el triunfo de la revolución emancipadora fue mediatizado 
por los EE.UU,
 que intervino en la guerra con el fin de coronar los planes 
expansionistas que perseguía desde otrora, y la república que se 
instauró, subyugada al imperio del Norte, no fue en verdad el sueño de 
los cubanos que vertieron su sangre en la manigua.
Los razonamientos de Ogeslby pasan por 
exculpar al autonomismo y culpar a España en su política colonial. Pero 
los autonomistas también erraron. Aunque la mayoría eran brillantes 
intelectuales, no comprendieron que la opción política que defendieron 
durante años, era imposible bajo la tutela española.
Parte Ogeslby de supuestos inaceptables 
como que el cubano era un hombre de mentalidad colonial, y por ello la 
autonomía y los autonomistas encarnaban su voluntad política. Como 
demostración de un total  desconocimiento de la Historia de Cuba, 
Ogeslby llega a decir que los autonomistas querían formar una sociedad 
multirracial y libre, concluyendo que Cuba no pudo ser esa nación libre 
bajo España, pero cumplió bajo la dominación de los EE.UU durante los 
años republicanos, la aspiración de Montoro de que se subordinara a una 
potencia extranjera, y que irónicamente el gobierno cubano después de 
1959 hizo exactamente lo que Giberga pensaba, que Cuba en la época de la
 independencia, debía buscar la alianza con la más poderosa nación de 
Europa (URSS), para contrabalancear a los Estados Unidos. En su 
criterio, no habiendo tenido oportunidad la Mayor de las Antillas “de
 evolucionar hacia fuera de su sensibilidad colonial, los cubanos se 
encontraron atrapados en una tradición revolucionaria que 
paradójicamente parecía ser absolutamente colonial”.[18]
 No hay dudas de que estas extrapolaciones insensatas, reflejan las 
posiciones antagónicas del autor frente al proceso revolucionario cubano
 actual.
El cubano residente en México, Rafael Rojas, [19]se ha sumado desde ya hace algunos años, a los enaltecedores de la corriente autonómica cubana del siglo XIX. En su libro, José Martí: la invención de Cuba
 (Colibrí, Madrid, 2000), el autor sustenta la hipótesis de que Martí se
 dedicó a crear una nación cívico-republicana, una tradición, un 
imaginario articulado por la epopeya de la Guerra de los Diez Años, que 
devino en la desactivación del mensaje aristocrático de los patricios 
blancos. Así el Apóstol, según Rojas, a través de sus discursos frente 
al auditorio cubano de la emigración y sus escritos en Patria, 
fue “creando los mitos, los héroes, pero también las efemérides 
patrióticas, el ceremonial cívico y hasta los símbolos nacionales y los 
emblemas políticos de su República”.[20]
 En su criterio, Martí inventó una nación moderna que contemplaba la 
comunidad negra dentro del espacio nacional y donde solo se exaltaban 
las virtudes morales del pueblo cubano, pero una nación, que no tenía 
nada que ver con la que existía en la práctica, y que se sustentaba en 
el imaginario de la aristocracia blanca, en donde era discriminado el 
negro criollo. Está claro que, para Rojas, la real nacionalidad cubana 
estaba representada por los autonomistas aristócratas blancos. Sin 
embargo, qué respuesta daría Rojas a las siguientes preguntas: ¿por qué 
la mayoría del pueblo cubano optó por la liberación nacional y no por 
los remedios recomendados por los patricios blancos autonomistas? ¿por 
qué no se detuvo la insurrección redentora de 1895, sino que su fuerza 
se hizo más evidente a pesar de las intensa propaganda autonomista que 
la caracterizaba, como guerra de razas? ¿por qué de solo pisar tierra 
cubana el general negro Antonio Maceo, pudo contar con la incorporación 
espontánea cientos de hombres dispuestos a luchar por la independencia 
de Cuba bajo sus órdenes? ¿cómo es posible que la mayoría de los cubanos
 abrazaran la causa de Martí organizada fundamentalmente en la 
emigración y no la de los autonomistas que habían gozado de la ventaja 
de desplegar su labor en el interior de la Isla desde 1878? Las 
respuestas a estas simples interrogantes demuestran que la nación cubana
 por la que abogaba Martí en la segunda mitad del siglo XIX, no fue una 
invención fortuita, sino el legado espiritual y el sentimiento 
mayoritario del país, no se trataba de una cuestión de atmósfera, sino 
de subsuelo. La abolición de la esclavitud y la lucha por la integración
 racial de todos los componentes de la sociedad cubana, fue cimentada 
por la ideología independentista desde el 10 de octubre de 1868, al 
poner Céspedes en libertad a sus esclavos, cuando la Constitución de 
Guáimaro declaró en su artículo 24 la libertad de todos los habitantes 
de la Isla sin distinción del color de su piel, y en diciembre de 1870, 
al reafirmarse la abolición de la esclavitud en todas sus formas por 
circular del ejecutivo. Los sectores más populares, entre los que se 
encontraban los negros y mulatos, asumieron al paso de  los años, la 
vanguardia revolucionaria de la Guerra Grande que originariamente 
perteneció a los terratenientes centro-orientales, lo cual trajo como 
consecuencia la radicalización de la lucha. Esta tuvo como colofón la 
Protesta de Baraguá; en la cual Maceo, con su decisión de continuar el 
combate, devino la máxima representación de la nación,  y  le dio 
continuidad a la idea de libertad y abolición.
Al contrario de los criterios defendidos 
muy sutilmente por Rojas, que van a las raíces más ancladas de nuestra 
Historia Nacional, podría señalarse que la autonomía una vez concluida 
la Guerra de los Diez Años, fue la invención de un imaginario no 
representativo de la mayoría del pueblo cubano, de ahí su imposibilidad 
de convertirse en una opción viable para Cuba. Ello explica el porqué a 
pesar de que sus exponentes actuaron en el interior de la Isla, a 
diferencia de Martí que lo hizo en la emigración, no pudieron  jamás 
ganarse el sentimiento mayoritario del país. Martí no fue el inventor de
 una Cuba inexistente, sino el más lúcido representante de la nación 
cubana fraguada en la manigua. Nación que había encontrado su basamento 
jurídico en Guáimaro y que fuera reconocida nos solo por muchos cubanos 
sino también por varios países latinoamericanos. Por si fuera poco, la 
grandeza del Apóstol también radicó en lograr nuclear todos los 
elementos necesarios para alcanzar la plasmación definitiva de esta 
nacionalidad en efervescencia. Martí no hizo otra cosa que desarrollar, 
inflamar e iluminar las ideas independentistas y de integración racial, 
que ya existían como parte inseparable de la nación cubana.
Rojas también se ha manifestado como 
exaltador del autonomismo cubano en numerosos artículos, uno de ellos  
“Un Libro Que Faltaba”, publicado en la revista Encuentro,[21] es
 todo un elogio y la adhesión a los criterios vertidos por los autores 
españoles Bizcarrondo y Elorza en su obra sobre el autonomismo cubano, y
 que hemos expuesto y analizado anteriormente. Esto es así, hasta que 
entra en contradicción con el epílogo del libro donde se plantea que la 
supervivencia del autonomismo vino de la adaptación conservadora que 
asumieron sus representantes durante la República. Rojas discrepa con 
Bizcarrondo y Elorza, pues para él, en aquel tiempo, todos los 
autonomistas compartían las mismas ideas liberales, republicanas y 
democráticas de los separatistas y anexionistas. Al tratar de 
fundamentar estos criterios Rojas sostiene que según el terreno 
soberanista que diferencia a un conservador de un liberal, “Zayas y 
Fernández de Castro votaron contra la Enmienda Platt en el Congreso 
Constituyente de 1901”[22] por lo que no serían conservadores.
Para contradecirlo basta con recordar que
 la mayoría de los autonomistas siguieron un camino conservador, entre 
ellos, quien había sido su ideólogo fundamental: Rafael Montoro, 
inicialmente militante del Partido Moderado junto a Estrada Palma, y 
posteriormente adscrito al Partido Conservador y candidato a la 
vicepresidencia con el general Mario García Menocal. Por otro lado, 
Rojas comete un error por ignorancia histórica, al plantear que Zayas y 
Fernández de Castro votaron contra la Enmienda Platt en el Congreso 
Constituyente de 1901. Puede ser que su dislate haya versado en 
confundir a los  ex autonomistas, Francisco de Zayas y Rafael Fernández 
de Castro con Alfredo Zayas y el general José Fernández de Castro, los 
dos primeros no participaron en la Constituyente de 1901. En caso de 
haber estado refiriéndose a los dos últimos habría que aclararle a Rojas
 que, Alfredo Zayas militó un tiempo en el autonomismo, pero durante la 
guerra del 95 se había pasado al independentismo, y que José Fernández 
de Castro, General del Ejército Libertador, siempre perteneció a las 
filas separatistas. En definitiva, el único ex autonomista que participó
 en la Constituyente de 1901 fue Eliseo Giberga y votó a favor de la 
Enmienda Platt.
Ante tantas insidias y venenos contra 
nuestro preciado legado, la historia verdadera del autonomismo 
decimonónico cubano habla por si sola. Es cierto que los autonomistas 
ocuparon un espacio significativo en la segunda mitad del siglo XIX, que
 sus aportes en la literatura, en la filosofía, en la crítica estética, 
en el arte de la oratoria y en la lucha cívica llegan hasta nuestros 
días y merecen serias investigaciones. También, que el Partido 
Autonomista no fue una organización homogénea, y que en él militaron 
conjuntamente, en determinadas coyunturas, patriotas y enemigos de Cuba.
 Tampoco se puede desconocer que durante los años de reposo turbulento 
su labor política, que incluía fuertes críticas a los vicios del 
colonialismo español, contribuyó a exacerbar la conciencia nacional 
cubana. Nada de esto es desestimado.
Sin embargo, los autonomistas no 
estuvieron jamás dentro de la vanguardia patriótica cubana, ni en el 
lugar que los enemigos de la revolución quieren atribuirle en la 
Historia de Cuba. Los autonomistas tuvieron suficiente tiempo e 
inteligencia para haber rectificado sus errores y ocupado un puesto más 
encomiable en nuestra historia. Sus posiciones de clase, su ofuscada 
mentalidad proespañola, sus concepciones filosóficas donde predominaba 
el positivismo spenceriano, y por tanto, su adscripción a los métodos 
pacíficos, evolutivos y pausados, su férrea desconfianza en la capacidad
 de los cubanos para regir individualmente su destino, y su ojeriza 
hacia los sectores populares donde se encontraban los iletrados, los 
negros y los mulatos, fueron algunos de los elementos que llevaron a 
estos hombres de verbo luminoso y vasta cultura a sus posicionamientos 
errados y a sus continuos fracasos.
Nada lograron frente a la tozudez 
española, no percibieron que todas las migajas o variaciones de la 
política metropolitana producida en la Isla a partir de 1878, no fue 
otra cosa que el corolario del peligro latente que representaba otra 
revolución irredentista, que no dejaba de mostrar sus destellos 
resurgentes. No se percataron, incluso, que el propio partido desde el 
que desplegaban su proselitismo era uno de los mayores logros de la 
lucha redentora del 68. Por si fuera poco, la venda que cegaba sus ojos 
no les permitió  comprender que fueron siempre figuras decorativas, pues
 España los vejaba, ignoraba todos sus reclamos, los tildaba de 
independentistas, los mandaba a las mazmorras de Ceuta y Chafarinas, y 
hacía vencer a los integristas en las elecciones, utilizando todo tipo 
de fraudes y subterfugios. Hasta tal punto fueron autómatas que, en 
enero de 1898, después de instaurado el ensayo histriónico de autonomía 
en la Isla, Segismundo Moret, Ministro de Ultramar, para evitar 
cualquier confusión al respecto, le comunicó en telegrama al recién 
nombrado Capitán General de la Isla, Ramón Blanco, que los secretarios 
de despacho del gobierno autonómico eran meros auxiliares suyos, y que 
él constituía la única autoridad.[23]
 A pesar de todos estos ultrajes que duraron años, los autonomistas de 
manera equívoca, en vez de cambiar de actitud ante la tácita insolencia 
de la metrópoli y convencerse de la inviabilidad de su lucha, optaron 
por enfrentarse de manera resuelta a la independencia, la cual 
consideraban la más terrible de las soluciones, así pagaron los 
autonomistas al ideal que les había dado vida. Llegaron al colmo en sus 
agravios a los independentistas cubanos, al celebrar la muerte de 
Antonio Maceo, calificar de racistas a sus seguidores y apoyar al 
sanguinario Valeriano Weyler.
Mas la obstinación de la metrópoli fue 
tan aguda como la de los propios autonomistas que permanecieron dóciles a
 sus pies, hasta el último hombre y la última peseta proveniente de 
España. Esto fue así, pese a que el sentimiento del país se inclinaba a 
la ruptura definitiva, y que la historia misma había demostrado que no 
había otra salida, ya que eran muchos los intereses que España y los 
grupos peninsulares y sectores oligárquicos en la Isla salvaguardaban, y
 que jamás aceptarían poner en manos de los cubanos, ni siquiera 
compartirlos con ellos.
Finalmente, es acertado decir que si la 
ideología revolucionaria ha empañado en alguna medida la visión sobre el
 fenómeno autonomista en los estudios cubanos, obviando una serie de 
matices positivos que aportó dicha corriente,[24]
 la no revolucionaria de ciertos enemigos de nuestro proceso los ha 
dejado ciegos, llevándolos incluso a la entelequia y la mentira. Los 
historiadores cubanos hemos partido siempre del impulso por acercarnos 
lo más posible a la verdad histórica, mientras que la mayoría de autores
 adversarios de la Revolución Cubana que hemos analizado, han tenido 
como principal acicate la construcción de ficciones históricas, que 
fundamenten sus posicionamientos políticos y atenten contra la memoria 
colectiva del pueblo cubano, con el ánimo de subvertir la Revolución 
desde sus propias raíces.
17 de enero de 2014 (Publicado en Dialogar, dialogar)
(Ponencia presentada en el XXI Congreso Nacional de Historia. Provincia La Habana).
 Notas
 [1] Citado por Inés Roldán de Montaud en su artículo “Los Partidos 
Políticos Cubanos de la Época Colonial en la Historiografía Reciente” 
en: Visitando la Isla. Temas de Historia de Cuba, Madrid, Editorial Ahila, 2002, p.37.
[2] Ver Marta Bizcarrondo y Antonio Elorza, Cuba/España. El dilema autonomista 1878-1898, Madrid, Editorial Colibrí, 2001, p. 17-18.
[3]
 La concesión de la autonomía constituía la afectación directa del 
negocio colonial mediante el cual España expoliaba las riquezas de la 
Isla, y actuaría también en menoscabo de los sectores y grupos 
peninsulares que se beneficiaban, tanto en la metrópoli como en la 
colonia, de statu quo entronizado. Para más información puede verse María del Carmen Barcia, Elites y grupos de presión en Cuba 1868-1898, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1998.
[4] Rafael Montoro, Discurso Pronunciado en la Junta Magna del Partido el 1ro de abril de 1882 en: El Ideal Autonomista, La Habana, Editorial Cuba, 1936, p. 31.
[5] Rafael María Merchán, Cuba: justificación de sus guerras de independencia, La Habana, Imprenta Nacional de Cuba, 1961, p.180.
[6] José Martí: “La agitación autonomista”, Patria, New York, 1892, en: Ob.Cit., t.1. p.332-333
[7] Rafael E. Tarragó, Experiencias Políticas de los Cubanos en la Cuba Española: 1512-1898, Barcelona, Puvill Libros, S.A, (s.a), p.10.
[8] Ver: Ibídem, p.78.
[9] Ver: Ibídem, p.100.
[10]  Rafael E. Tarragó, “Los autonomistas y la Guerra de Martí”, Nuevo Herald, Miami, 17 de marzo del 2003.
[11]
 En los primeros meses de su mandato como Ministro de Ultramar, Antonio 
Maura elaboró su Proyecto de Ley Reformando el Gobierno y Administración
 Civil de las Islas de Cuba y Puerto Rico, que fue presentado en las 
Cortes, el 5 de junio de 1893, bajo la forma de seis bases. Partía éste 
de un extenso preámbulo que resaltaba los vicios del sistema 
administrativo que regía en las Antillas y la forma en que esto limitaba
 la prosperidad de las islas. Planteaba establecer una Diputación 
Provincial única, integrada por 18 miembros elegibles por 4 años y un 
Consejo de Administración que tendría carácter consultivo y estaría 
integrado por 24 individuos, 15 elegibles y 9 nominados por el gobierno.
 El Gobernador General sería el encargado de ejecutar las decisiones de 
la diputación y poseería el derecho al veto, aunque para utilizarlo 
debía someter, previamente, su proposición al Ministerio de Ultramar a 
través del Consejo de Administración. Finalmente, este proyecto no fue 
discutido ni aprobado en las Cortes Españolas, en este desenlace jugó un
 papel fundamental  el grupo de presión financiero. Ver: María del 
Carmen Barcia, Elites y grupos de presión en Cuba 1868-1898, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1998.
[12] Ibídem, p. 173-178.
[13] Con este título publicó dicha conferencia la revista contrarrevolucionaria Guaracabuya. (http: //www. amigospais-guaracabuya.org/)
[14]
 Mercenarios pagados por el Gobierno de EE.UU y por los grupos y 
organizaciones contrarrevolucionarias establecidos en ese país, 
fundamentalmente en la Florida.
[15]
 Connotado terrorista. Prófugo de la justicia cubana y venezolana por 
perpetuar la voladura de un avión de cubana de aviación el 6 de octubre 
de 1876, donde perdieron la vida 73 personas.
[16]
 “Nuestra estrategia es luchar sin descanso. Los invito a Uds.  dentro y
 fuera de la Patria, para que juntos libremos esta cruzada por la 
libertad, asegurándoles que los fusiles asesinos de los torturadores de 
la Seguridad del Estado, serán insuficientes para impedir las ansias de 
libertad, de un pueblo que ha sabido una y mil veces enfrentar la 
opresión y derrotarla”.
[17]
 “Es lícito y honroso aborrecer la violencia, y predicar contra ella, 
mientras haya modo visible y racional de obtener sin violencia las 
justicia indispensable al bienestar del hombre; pero cuando se está 
convencido de que por la diferencia inevitable de los caracteres, por 
los intereses irreconciliables y distintos, por la adversidad, honda 
como el mar, de mente política y aspiraciones, no hay modo pacífico 
suficiente para obtener siquiera derechos mínimos en un pueblo donde 
estalla ya, en nueva plenitud de capacidad sofocada, o es ciego quien 
sostiene contra la verdad hirviente el modo pacífico: o es desleal a su 
pueblo quien no lo ve y se empeña en proclamarlo”.
[18] Luis Miguel García Mora, “Del Zanjón a Baire: A propósito de un balance historiográfico sobre el autonomismo cubano” en: Revista Ibero Americana Pragnesia. Suplementum 7/1995, p.38.
[19]
 Actualmente se desempeña como investigador y profesor del CIDE (Centro 
de Investigación y Docencia Económica) en Ciudad México y es codirector 
de la revista Encuentro que se publica en España.
[20] Rafael Rojas, José Martí: la invención de Cuba, Madrid, Editorial Colibrí, (s.a), p. 132-133.
[21] Internet.arch 1.cubaencuentro.com/pdfs/21-22/21 re 247.pdf.
[22] Ibídem.
[23] “Telegrama enviado por Segismundo Moret a Ramón Blanco”, Madrid, 5 de enero de 1898, Archivo Personal de Rolando Rodríguez.
[24]
 Para la mayor parte de la historiografía cubana revolucionaria, por 
razones lógicas, lo más interesante ha sido demostrar el papel 
antinacional, racista, antipatriótico e inviable del autonomismo. Ver: 
Jorge Ibarra, Ideología Mambisa, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1985, Ramón de Armas… (et.al), Los partidos políticos burgueses en Cuba neocolonial (1899-1952), La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1985, Diana Abad Muñoz, De la Guerra Grande al Partido Revolucionario Cubano, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1995 y Mildred de la Torre, El autonomismo en Cuba 1878-1898,
 La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1997. Sin embargo, la 
producción historiográfica cubana más reciente ha brindado nuevos 
juicios, privilegiando algunos matices positivos del autonomismo 
desdeñados por las aportaciones anteriores. Ver: Oscar Loyola Vega, “La 
alternativa histórica de un 98 no consumado” en Revista Temas no 12-13, 
María del Carmen Barcia Zequeira, Una Sociedad en Crisis, La Habana, Finales del Siglo XIX, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2000, Yoel Cordoví Núñez, Liberalismo, crisis e independencia en Cuba, 1880-1904,
 La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2003 y Alejandro Sebazco 
Pernas, “José Martí y el Autonomismo: Dos Alternativas de la Nación 
Cubana” en Perfiles de la Nación, La Habana, Editorial de Ciencias 
Sociales, 2004, t.1.
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