Por Luis Hernández Serrano
Aunque nunca Martí dejó un documento oficial que pueda 
llamarse testamento, las cartas que escribió en los 55 días antes de 
caer en combate el 19 de mayo de 1895 en Dos Ríos, tenían ese carácter.
Las redactó en su último viaje, cuando pudo realizar al fin su anhelo
 más acariciado: volver a Cuba con las armas en la mano para pelear por 
su independencia.
Al hacerlo pensó seguramente en la real posibilidad de morir, en una 
cotidianidad heroica que nunca sintió con tanta intensidad. La emoción 
lo asediaba por distintas vías, pero no impidió que su lucidez se 
afilara.
Esas cartas del Apóstol fueron consideradas como «testamentos» por 
sus previsiones de futuro, como si se sintiera obligado a dejar por 
escrito puntos esenciales de su pensamiento para cuando ya no pudiera 
tener presencia física activa entre nosotros.
Así lo estimó el equipo de investigadores del Centro de Estudios 
Martianos, encabezado por el doctor Pedro Pablo Rodríguez e integrado, 
además, por los también Doctores Ana María Álvarez, Juan José Ortega y 
Salvador Arias, autores todos del libro Testamentos de José Martí. Edición crítica, publicado por la editorial Ciencias Sociales en 2004.
Estremecedoras cartas-testamento, de escueta claridad, nos acercan 
más a la intimidad humana del Maestro y a su voluntad revolucionaria. 
Contienen la intención de perpetuar legados esenciales, en una síntesis 
de sus ideas y afectos.
En su presentación, Salvador Arias dice que Federico de Onís, en 
1953, comentó que el Apóstol «es más válido y más rico en los diarios y 
cartas que en los discursos y los ensayos».
Por eso el escritor y gran martiano Juan Marinello —ya desaparecido— 
vio esas misivas como «una porción esencial en la extensa selva» de su 
producción literaria. El poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar las
 evaluó «entre las más sobrecogedoras que se han escrito nunca», y la 
también escritora y poeta Fina García Marruz se preguntó: «¿Qué hay en 
sus cartas que no hallamos en ningún epistolario, por ilustre que sea?».
En las calificadas como «testamento familiar», escribió Martí, el 
lunes 25 de marzo de 1895, a su madre Leonor Pérez Cabrera, desde 
Montecristi: «Yo sin cesar pienso en Ud. (…) nací de Ud. con una vida 
que ama el sacrificio (…) el deber de un hombre está allí donde es más 
útil (…) jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza (…)».
 Y a su hijo, José Francisco Martí Zayas-Bazán, le escribió, el lunes 
1ro. de abril, desde el mismo sitio: «Salgo para Cuba (…) si desaparezco
 en el camino, recibirás con esta carta la leontina que usó tu padre. Sé
 justo».
A María Mantilla Miyares (visto como «testamento pedagógico») le 
confesó, desde Cabo Haitiano, el martes 9 de abril: «Enseñar es crecer 
(…) tengo la vida a un lado de la mesa, y la muerte en otro, y un pueblo
 a las espaldas (…) sobre tu pecho, ahí estaré enterrado yo si muero 
donde no lo sepan los hombres».
En el considerado «testamento literario», del lunes 1ro. de abril, 
dirigido al abogado cubano Gonzalo de Quesada y Aróstegui, su secretario
 personal, le recomienda qué hacer con sus obras, periódicos y libros de
 consulta: «Entre en la selva y no cargue con rama que no tenga frutos 
(…) servir es mi manera de hablar».
Como «testamento antillanista» se califica la carta escrita a su 
amigo y también abogado, el dominicano Federico Henríquez Carvajal, el 
25 de marzo, desde Montecristi, diciéndole: «Las Antillas libres 
salvarán la independencia de nuestra América (…) Yo alzaré el mundo. 
Pero mi único deseo será pegarme allí, al último tronco, al último 
peleador: morir callado. Para mí, ya es hora».
Y en el «testamento político», en carta inconclusa escrita el sábado 
18 de mayo, desde el Campamento de Dos Ríos, le comenta a otro de sus 
grandes amigos, igualmente abogado, el mexicano Manuel Antonio Mercado 
de la Paz: «Viví en el monstruo y le conozco sus entrañas —y mi honda es
 la de David (…) Esto es de muerte o vida y no cabe errar (…)» en la 
tarea de «impedir (…) que los Estados Unidos (…) caigan (…) sobre 
nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy y haré, es para eso 
(…) sé desaparecer, pero no desaparecería mi pensamiento».
Según Salvador Arias, el mismo Martí confesaría, en medio de lo que 
llamó «la ternura del peligro»1 y «a pesar de una premura tan penosa, 
que me saca la pluma de las manos (…)2, que «en los montes se habla 
poco, y se ama mucho (…) El alma crece y se suaviza en el desinterés y 
en el peligro»3. Y declaró: «Me siento puro y leve, y siento en mí algo 
como la paz de un niño».4
Bibliografía: (1) Epistolario martiano en cinco tomos. Tomo V, página 156, del Centro de Estudios Martianos y la Editorial de Ciencias Sociales. (2) Idem, página 94. (3) Idem, página 165. (4) Idem, página 192.

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