Por Raúl Antonio Capote
Con la abdicación del rey Juan Carlos I y el consiguiente regocijo de los pocos elefantes que quedan en el mundo, subirá
 al trono de España un nuevo felipillo, con el nombre de Felipe VI, 
heredero de una monarquía que debe su restauración al fascismo, al 
franquismo y a un ejército que sólo ha ganado batallas contra su propio 
pueblo.
No cabe duda de que los felipillos que han gobernado España, desde Felipe I el Hermoso,
 tan hermoso y tan infiel que Juana la Loca, hija de los Reyes 
Católicos, se volvió más loca todavía al conocer su muerte, han dejado 
hondas huellas en la historia. Ambicioso y arrogante, el primer 
felipillo otorgó cargos y prebendas a sus consejeros flamencos quienes 
robaron a más no poder mientras él dedicaba su tiempo a desflorar 
doncellas. Lo corto de su reinado (poco más de dos meses) fue el 
resultado de sus excesos físicos de alcoba.
Felipe II el Prudente, 
contrajo matrimonio con su doble prima, María Manuela de Portugal, luego
 con su tía María Tudor, más tarde con Isabel de Valois, niña aún, a 
quien asesinó de acuerdo al Manifiesto de Guillermo de Orange, y, por 
último, con su sobrina Ana de Austria, de cuyo matrimonio nació el 
príncipe Felipe, futuro Felipe III, heredero del amplio espectro de genes psicopatológicos de la realeza española.
 El otro príncipe, su medio hermano, don Carlos, había heredado también 
los trastornos mentales de sus mayores, el famoso cirujano Vesalio hubo 
de practicarle la trepanación del cráneo y había muerto diez años antes 
encerrado en el Alcázar, acusado por su padre de traición.
Este rey, bajito de estatura, taciturno y
 vestido siempre de negro, fue tan prudente, tan prudente, que en un 
solo día mandó quemar en las hogueras de la Inquisición a más de 10,000 
personas acusadas de herejía.
Felipe III el Piadoso, 
hijo de Felipe II y de su sobrina Ana de Austria, no oculta su condición
 de imbécil ni en los retratos creados con el pincel halagador de los 
pintores de la corte, pues ni los grandes maestros podían disimular las 
taras de familia generadas por sucesivos matrimonios incestuosos. “Temo 
que me lo gobiernen” había dicho su padre y, en efecto, dejó el gobierno
 en manos de sus validos, privados y favoritos, a quienes permitió robar
 a saco abierto mientras él dedicaba todo su tiempo a la caza, al 
teatro, al baile y al juego. Este rey flojito era tan piadoso, tan 
piadoso, que expulsó sin piedad a los moriscos (más de 300,000) que 
habitaban en España quién sabe desde cuando.
Felipe IV el Grande, 
hijo de Felipe III y de su prima Margarita de Austria, lo único que 
tenía grande era el bigote tipo manubrio de bicicleta que le pintó Diego
 Velázquez. Durante su gobierno el reino perdió a Portugal y a las 
Provincias Unidas, y la Francia de Luis XIV pasó a ser la potencia 
hegemónica en Europa. Abúlico y frívolo, dejó el gobierno en manos de su
 valido, el conde-duque de Olivares y se dedicó, al igual que su padre, a
 los placeres de la vida.
Felipe V el Animoso, el 
de “Anda niño, anda, porque el cardenal lo manda”, cuya subida al trono 
provocó una sangrienta guerra europea de sucesión, recluido por 
deterioro mental y que andaba desnudo por el Pardo por temor a que le 
vistiesen con ropas envenenadas, nunca gobernó y dejó que sus mujeres 
gobernaran por él. Afrancesado, construyó los jardines de La Granja a 
imitación de Versalles adonde quiso siempre regresar y era tan animoso, 
pero tan animoso, que pasó la mayor parte de su vida en depresión 
profunda.
Al nuevo felipillo qué apodo le 
pondrán: ¿Felipe VI el Indeseado?, ¿el Parásito?, ¿el que ni pincha ni 
corta?, ¿la venganza del elefante? –No es posible saberlo, pero
 estoy seguro que el ingenio de los españoles le asignará el más 
apropiado. Y lo peor no son sus taras de familia sino su misión de 
garantizar que el pueblo español sufra sin rebelarse los ajustes económicos draconianos exigidos por las oligarquías financieras europeas.
Las guerras de sucesión ya no están de 
moda, pero cualquier cosa puede suceder cuando en Madrid, en Bilbao, en 
Barcelona o en cualquier lugar de España la masa de indignados toma las 
calles. Dar continuidad a la monarquía -corrupta por demás- es el mayor 
error estratégico que han cometido los oligarcas contra un pueblo que 
siente que es hora de guardar la corona –el más anacrónico de los 
objetos- en un museo.
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