Por Atilio Borón.
En un día como hoy, pero hace 69 años, se cometía un acto de una 
barbarie inusitada por su mortal eficacia y su descomunal escala destructiva: la ciudad japonesa de Hiroshima era literalmente barrida de
 la faz de la tierra por una bomba atómica arrojada por el Enola Gay, un
 bombardero B-29 de los Estados Unidos.
En apenas un instante unas 80 mil personas de las 350 mil que vivían 
en esa ciudad fueron calcinadas y reducidas a cenizas al ser impactadas 
por un vendaval radioactivo de más de 2 mil grados de temperatura. Al 
cabo de unos pocos años se sumarían entre 50 y 80 mil nuevas víctimas, 
aparte de quienes sobrevivieron con terribles quemaduras y lesiones de 
todo tipo y los nacidos con insanables deformaciones que les marcarían 
toda su vida.
En un alarde de sadismo sin precedentes el 
presidente Harry Truman ordenaría un segundo bombardeo atómico, esta vez
 sobre Nagasaki, otra ciudad indefensa al igual que la anterior, 
exterminando otras 73 mil personas en menos de un segundo. El recuento 
total de las víctimas que murieron a causa de los dos bombardeos –tanto 
los que perecieron en el acto como quienes fallecieron con 
posterioridad- llegaba, en el año 2008, a poco más de 400 mil personas. 
El relato oficial estadounidense es que el bombardeo atómico precipitó 
la rendición incondicional de Japón y puso fin a la Segunda Guerra 
Mundial, ahorrando así miles de vidas de soldados norteamericanos. Pero 
la historia es diferente. 
En realidad este brutal genocidio fue un cruel 
escarmiento porque política y militarmente Japón ya estaba derrotado y 
su capitulación final era cuestión de días. Derrotado en el Pacífico por
 Estados Unidos, las tropas soviéticas estaban prestas para invadir a 
Japón desde Manchuria y sus defensas serían rebasadas con facilitad.
Su suerte estaba echada. Pero esa certidumbre no 
contaba porque lo que Washington buscaba, aún al precio de perpetrar un 
horrendo crimen de guerra, era demostrar al mundo quien era la nueva 
potencia hegemónica del planeta y quien, gracias a su monopolio nuclear,
 estaba llamada a establecer un “orden mundial” (en realidad, un 
escandaloso desorden) congruente con sus intereses, y a cualquier 
precio.
Los bombardeos atómicos sobre las dos ciudades 
japonesas fue una suerte de sacrificio iniciático de la nueva era, 
concebido para enviar un potente mensaje para propios (principalmente 
sus aliados británicos y franceses) y ajenos, como sus ocasionales 
adversarios alemanes y japoneses, pero sobre todo para la Unión 
Soviética toda vez que la inesperada llegada del Ejército Rojo a Berlín 
contenía funestos desafíos para el nuevo orden imperial de la posguerra.
Si para que este mensaje fuera comprendido era 
preciso aniquilar a centenares de miles de personas indefensas se 
procedería sin remordimiento alguno, como lo proclamarían orgullosamente
 hasta el final de sus  miserables  vidas los tripulantes del B-29 que 
destruyó Hiroshima. Afortunadamente el monopolio nuclear en manos de 
Washington duró apenas unos años, y el chantaje atómico quedó 
neutralizado por el “equilibrio del terror”. Pero la pesadilla desatada 
con semejantes actos de barbarie habría de perdurar para siempre.
La prensa del establishment acompañó las mentiras 
oficiales justificatorias de la barbarie cometida aquel 6 de Agosto. Un 
artículo del New York Times, publicado el 13 de Septiembre de 1945, 
decía en su título que no había rastros de radioactividad en Hiroshima. 
Obedecía ciega e irresponsablemente a la censura impuesta por el 
Pentágono que prohibía hablar de radiación y decía, en cambio, que las 
víctimas japonesas murieron por el estallido de la bomba.
Fue la primera gran mentira de las muchas que hubo 
sobre el tema. Sin ir más lejos hoy se acusa a Irán de estar empeñado en
 la fabricación de armamento nuclear mientras se oculta la denuncia 
hecha por un científico israelí, Mordechai Vanunu, cuando en 1986 reveló
 al mundo que con la ayuda de Estados Unidos su país estaba construyendo
 un arsenal de más de 100 ojivas nucleares, más letales que las 
arrojadas sobre las dos ciudades del Japón. Wanunu fue secuestrado en 
Roma, condenado por un tribunal en Jerusalén a una pena de 18 años de 
cárcel acusado de traición y espionaje.
Pese a haber cumplido su sentencia (con 11 años y 
medios en celda de confinamiento solitario) y sin haber nuevos cargos en
 su contra las autoridades israelíes se rehúsan a otorgarle un pasaporte
 y le impiden salir de Israel.  ¿Su crimen? Alertar al mundo sobre la 
posibilidad que un horror como el de Hiroshima y Nagasaki pueda 
desatarse en Oriente Medio. Por supuesto, la prensa “seria” ha decretado
 la muerte civil de Wanunu hace muchos años.   
Como bien recuerda Noam Chomsky, con el fulminante 
asesinato en masa de varios centenares de miles de personas se cierra 
una época y da comienzo a otra, más ominosa. Según el lingüista “si 
alguna especie de extraterrestres fueran a compilar una historia del 
Homo Sapiens ellos podrían dividir el calendario en dos eras: AAN (antes
 de las armas nucleares) y DAN (después de las armas nucleares).
Esta última se abrió el 6 de Agosto de 1945, el 
primer día de la cuenta regresiva de lo que podría ser el inglorioso 
final de esta extraña especie, cuya inteligencia le permitió descubrir 
los medios efectivos para su propia destrucción pero -como lo sugiere la
 evidencia- no la capacidad intelectual y moral para controlar sus 
peores instintos.
”Todavía hay esperanzas, pero no deja de ser 
preocupante el silencio con que ha transcurrido este nuevo aniversario 
de la atrocidad perpetrada en Hiroshima, sobre todo a la luz de la que 
en estos días hemos visto en Gaza por un estado que dispone de un 
formidable arsenal atómico y cuyos gobernantes han dado sobradas pruebas
 de una espeluznante inescrupulosidad moral. 






No hay comentarios:
Publicar un comentario