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| Foto: Jorge Luis González | 
(Versiones Taquigráficas-Consejo de Estado)
Querido General Presidente Raúl Castro Ruz;
Queridos compañeros Gerardo, Antonio, Ramón, Fernando y René;
Queridos compañeras y compañeros;
Cubanas y cubanos:
Un día como hoy, como se ha dicho, hace 120 años comenzó el 
levantamiento del pueblo cubano para alcanzar su definitiva y total 
independencia. El amor a esa libertad, a esa soberanía, a esa esperanza,
 se inició mucho tiempo atrás, quizás desde el instante mismo en que 
empezó a formarse lo que llamamos comúnmente la identidad. Los que 
llegaron de distintas latitudes de Europa, ya de la España conquistadora
 o del África, o los vestigios de las comunidades indígenas, en trance 
de extinción pero sobrevivientes, unieron sus sangres para formar algo 
que José Martí llamaría en palabras emotivas “dulcísimo misterio”.
El concepto de cubano viene del nombre de nuestra isla, Cuba. Nunca 
pudo ser cambiado, prevaleció por sobre el intento de darle otros 
nombres, otras atribuciones. El nombre, sonoro y breve, quedó prendido 
en el corazón de los que lo escucharon por vez primera.  Más allá del 
mar azul del Caribe, que se descubre desde la orilla de nuestras playas o
 desde el aire, Cuba aparece con la forma tan hermosa con que a las 
puertas del golfo de México establece la isla su presencia y su 
naturaleza.
En realidad nunca nos llamamos isleños, a pesar de que no es una, 
sino muchas islas las que conforman nuestra realidad. En el seno de 
ellas fueron surgiendo, a lo largo de los años, percepciones donde todo 
lo anterior que traía el conquistador o el conquistado como memoria fue 
cediendo lugar a algo diferente, que surgió en la manera de construir, 
que siendo igual o pareciéndolo era distinta. Surgió en el horizonte de 
la poesía, del canto campesino, de la voz de los poetas de más vuelo. 
Surgió también, tempranamente, en el pensamiento de los más inquietos, 
entre los que comenzaron a llamarse criollos.
Entonces éramos solamente un país. El país es un espacio. La patria 
comenzó a ser un sueño, una aspiración, y la nación, un derecho por el 
que había que luchar, una nación con leyes, una nación que sería 
depositaria y respetuosa de su propia cultura, una nación que sabría ir
 al futuro desde el pasado.
Allá en su retiro, muy cerca de Cuba, adonde quiso ir a morir ante la
 imposibilidad de llegar a ella, el presbítero Félix Varela exclamaba: 
“No hay patria sin virtud ni virtud con impiedad”. Pero, además, los 
últimos que le vieron afirman que les dijo: “Ofrezco todos mis 
sufrimientos y sacrificios por Cuba”.
Ese mismo sentimiento llevó a Heredia, en el padecimiento de su 
destierro, a sembrar en el alma cubana el espíritu de una patria, y eso 
alentó a los primeros que se rebelaron y encontraron que no había 
fronteras que cruzar más que el océano, que la lucha en última instancia
 sería aquí; que contra el cepo, el látigo, la discriminación, la 
humillación y la negación propia de la humanidad surgiría un día de 
redención y de libertad.
José Martí, autor del intento y del fundamento de la unidad de la 
nación cubana, creyó firmemente que no venía nuestra América ni de 
Rousseau ni de Washington, venía de sí misma. Al mismo tiempo, en la 
medida en que aún muy joven fue madurando su pensamiento, se acercó más a
 esa sufriente raíz de los orígenes: a Guaicaipuro, a Hatuey, a Guarina,
 a Caonabo, a todos los que enfrentaron el saber, como ha afirmado un 
pensador latinoamericano, que un determinado día y en una determinada 
hora nos habíamos enterado de que, primero, éramos indios; segundo, que 
nuestras teologías y nuestras ideas del bien o del mal eran distintas; 
que debíamos soberanía a un rey distante y que todo debía ser cambiado.
Sin embargo, más allá del dolor y el sufrimiento de aquellas primeras
 comunidades, que soportaron la mordida de los lebreles, el hierro de 
las cadenas y el fuego, como Hatuey, en Yara, donde vivía por los siglos
 la tradición de que en tiempos de tribulación o de esperanza un fuego 
misterioso se encendía en la noche iluminando el monte, Cuba fue 
forjándose, fue haciéndose y fue, desde lo que Martí juzga “la inocencia
 culpable” de un patriciado que, obteniendo su riqueza de la esclavitud,
 comenzó sin embargo a darse cuenta de que ya sus hijos no 
necesariamente pensaban como ellos, que necesitaban ardorosamente un 
cambio y que ese cambio pasaba por una autentificación de su identidad.
Cada pueblo nombrado, o cada una de las siete primeras ciudades, excepto tres, llevaron la impronta del lar indígena.
Así, Santa María del Puerto del Príncipe sobre el Camagüey, San 
Salvador sobre el Bayamo, La Habana sobre las huellas de Habaguanex, y 
así cada uno de los rincones y lugares repetían en la toponimia del 
suelo una presencia más antigua que empezaba a convertirse ya solo en 
una arqueología. O confundida con la sangre del conquistador dio a luz, 
como ha señalado el que fuera ilustre diputado de nuestra Asamblea, 
Cintio Vitier, el primer maestro, Miguel Velázquez que allá en Santiago 
de Cuba, donde tiene un modesto monumento, hablaba de que era tierra 
dominada y como de señorío.  Un sentido de rebeldía antiguo vino desde 
abajo, y ese sentimiento rebelde se fue convirtiendo en más fuerte en la
 medida en que la esperanza de cualquier cambio político, fundado en la 
consideración del conquistador sobre el conquistado, era prácticamente 
imposible.
A la sublevación de los esclavos que primero llevaron los nombres de 
su lugar de origen:  Juan Congo, Antonio Carabalí, Miguel Fula; sucedió 
el apellido que en la pila recibieron de sus amos: Morales, Armenteros,
 Cárdenas y así de esa gran cofusión y amalgama indo-hispano-africana, 
fue surgiendo nuestra identidad orgullosamente mestiza de la sangre y de
 la cultura.
Se hizo pronto realidad en la música, como lo fue en la poesía; era 
diferente en el paisaje tan distinto a las áridas pero hermosas tierras 
de Castilla, o la brumosa Galicia o Asturias, o las Islas Canarias… era 
otra cosa.  Y para los propios africanos la tierra tenía sus misterios: 
ciertos árboles les recordaban los suyos, algunos que consideraban 
sagrados fueron objeto de sus cultos. Y muy pronto fue naciendo, 
lentamente, lentamente, lentamente, una aspiración que fue convirtiendo 
el país en el sueño de una patria.
A los grandes precursores, a los que murieron con la esperanza de construirla, debe Cuba todavía sentidos homenajes.
Y como decía hace unas horas un juicioso historiador: la historia de nuestras luchas todavía, a pesar de todo lo que está escrito, está por escribirse. Faltan muchas biografías, muchos heroísmos, muchos silencios, muchas lágrimas que nadie enjugó que deben ser cantadas por los poetas, como pedía José Martí a José Joaquín Palma, cuando le decía a su ilustre amigo, biógrafo de Céspedes, bayamés de cuna: “Lloren los trovadores republicanos sobre la cuna apuntalada de sus repúblicas de gérmenes podridos; lloren los bardos de los pueblos viejos sobre los cetros despedazados, los monumentos derruidos, la perdida virtud, el desaliento aterrador: el delito de haber sabido ser esclavo, se paga siéndolo mucho tiempo todavía”.
Y luego dirá: “Nosotros tenemos héroes que eternizar, heroínas que enaltecer, admirables pujanzas que encomiar: tenemos agraviada a la legión gloriosa de nuestros mártires que nos pide, quejosa de nosotros, sus trenos y sus himnos”.
Y los que se anticiparon y se conjuraron, estuvieron dispuestos a perderlo todo, a sacrificarlo todo.
Ya a principios del siglo XIX la América parecía haber resuelto el 
problema y una inquietud profunda sacudía de una u otra parte el 
continente. Valientes pensadores explicaron los derechos de una América 
independiente, y algunos líderes se atrevieron a de-safiar el poder y a 
morir como Gual y España en una plaza de Caracas, siendo ejecutados 
antes de que llegara la hora.
Exactamente en Cuba, en el silencio de las logias, trabajaron 
“Frasquito” Agüero y otros para hacer un texto constitucional de una 
república ideal, utópica y futura. Los años pasaron y al parecer para 
muchos, unido a la trata esclavista, el destino de Cuba pasaba 
necesariamente por ser una estrella más de la unión del sur de Estados 
Unidos, algunos invocaban hasta la providencia divina para asegurarlo.  
Sin embargo, otros creían todo lo contrario:  Cuba no debe esperar más 
que solidaridad; pero nuestro problema debemos resolverlo nosotros 
mismos, y esa solución, invocada ya por Varela y enseñada por Luz en su 
escuela, como educador y formador de una juventud rebelde, adquirió 
dimensión en lo que él llamó “el sol del mundo moral” que caerían reyes e
 imperios, pero que jamás caería del pecho humano.
Mucho debe Cuba a Luz, y Martí afirma que lloró dos veces, por Luz y por Lincoln, dice, sin haber conocido a Luz ni a Lincoln. Luego, del segundo, dice que supo, y aconsejado por un mal político y por un mal hombre, quiso lanzar sobre Cuba toda la hez del Sur derrotado.
Sin embargo, venidos de allá?? de América, donde habían 
presenciado el gran debate en el Sur y el Norte, no pocos cubanos 
quisieron luchar también por la libertad de su patria.  En Cuba el 
movimiento de búsqueda de la anexión a la nación norteamericana se fue 
debilitando en la medida en que el Sur iba siendo derrotado. Otros 
creían que era posible un camino: reformas, reformas y solo reformas. La
 aspiración a una concesión política, más que a una conquista política.
De esa ardua batalla entre dos corrientes surgió una victoriosa que se empezó a manifestar en distintos puntos del occidente, el centro y el oriente.
Ya en 1851, en una plaza de Camagüey, Joaquín de Agüero era 
ejecutado. Se dice que un joven, un adolescente fue llevado al dramático
 escenario de su ejecución y que mojó en su sangre su pañuelo; sería el 
que algunos llamarían: Bayardo y otros El Mayor, el letrado, el poderoso
 defensor de las ideas políticas y sociales, el que sería Mayor General 
del Ejército Libertador y líder del pensamiento abolicionista en 
Camagüey.
Mientras, en Oriente, más allá de Jobabo se reunían una y otra vez, y
 así lo hicieron por penúltima vez en lo que llamaron la Convención de 
Tirsán, en un lugar nombrado San Miguel del Rompe. Allí se escuchó la 
voz del más inquieto, del hombre de pequeña estatura, de grande y 
variado talento, abogado que había recorrido el mundo, buen jinete, 
jugador, afortunado, amante del amor y los placeres de la vida, pero 
dispuesto a renunciar a todo clamó por un levantamiento sin esperar más.
Otros con más riqueza, pero con no menos determinación aspiraban a un
 nuevo periodo de zafra para reunir con qué hacer la batalla definitiva,
 y sin embargo un juramento surgió de todos los conjurados:  Si esta 
conspiración es descubierta, el primero al que intenten apresar, se 
levantará.
La madrugada del 9 al 10 de octubre Céspedes, en el patio de su 
ingenio La Demajagua, con apenas 37 hombres, a la vista del Golfo de 
Guacanayabo y contemplando en el horizonte la sierra magnífica, se 
dirigió a aquellos compañeros suyos proclamando no solamente la 
necesidad de luchar y arrebatar las armas del adversario, único camino 
posible, sino lanzando un tizón encendido sobre una isla esclavista.  
Sus propios esclavos serían libres y tendrían el derecho a luchar por su
 libertad y por su patria.
El concepto de patria se había unido a la ambición por una nación y 
en una fecha venturosa tomaron la primera de las ciudades orientales. 
Esa primera ciudad fue Bayamo, que después entregaron a las llamas en el
 momento en que todo parecía perdido.  A las puertas de las casas de los
 conjurados o de los jóvenes más comprometidos llegaron los primeros 
guerrilleros solicitando pan y armas.  En San Luis uno tocó a la puerta 
de Marcos y de Mariana, la insigne Mariana —este año es el bicentenario 
de su nacimiento—. Poderosa madre de una nación que en ese momento pone a
 sus hijos de rodillas y les hace jurar, ante el Cristo que toma de la 
pared del aposento, que lucharán hasta morir por su patria, juramento 
que se cumplió para casi todos.
Años de lucha y de sacrificio.  Ninguna historia, ni española ni 
cubana, ha logrado hablar en toda su magnitud de lo que sufrió la 
familia, el niño, la mujer cubana, el campesino cubano.  Peleábamos 
contra un ejército aguerrido y batallador, que venía de vindicar sus 
querellas en la península, en las largas guerras carlistas y ahora, en 
Cuba, por decenas de miles enfrentaban el levantamiento de los cubanos. 
 Ya habían surgido entre nosotros guerrilleros temibles.  Ante el temor 
de la toma inexorable de Bayamo, esperó con un puñado de hombres 
escogidos, en un punto llamado las Ventas de Casanova, un guerrero 
dominicano acostumbrado a combatir en la guerra de restauración de su 
propia patria y contra el invasor extranjero; allí demostró que esa 
arma, usada hasta ahora para vindicaciones de honor o cortar caña, sería
 la más importante en la lucha.  Todavía se conserva en un museo en la 
península, una carabina cortada de un solo golpe por un machetazo fiero;
 tal fue el combate que duró segundos, que duró momentos, lo que 
permitió dar cuenta al enemigo de que había nacido un adversario, hijo 
de su sangre, que sería capaz de luchar por su libertad y alcanzarla.
Bayamo fue incendiada como una nueva Numancia y eso les anunció el 
futuro y el destino.  Ya en 1853, en una humilde casa de la calle Paula,
 hijo de español y de española, había nacido José Martí.  En ese mismo 
año muere el Padre Varela, en San Agustín de la Florida, y muere Domingo
 del Monte, en Barcelona, dos poderosos pensadores se extinguen.  Pero 
más me interesa el primero; el segundo, hombre de gusto, literato, 
diseñador de vida social y pensador agudo.  El primero, revolucionario 
integral, que opta por la abolición de la esclavitud, por el 
reconocimiento de la independencia americana, que se convierte en 
defensor de los pobres, que publica su periódico y lo envía a Cuba.
Sus discípulos le lloraron, pero nadie sabía entonces que en la 
propia pila bautismal en que había sido bautizado José Julián, había 
sido también bautizado el Padre Varela.  Cuando desapareció uno, nació 
el otro.
Y ese joven llamado a un poderoso destino es el que hoy evocamos, al 
conmemorar la hazaña de la unidad de la nación que él hizo nacer de la 
desesperación por el fracaso del magno esfuerzo después de tanto 
sacrificio; él, que leyó con amargura lo que ocurrió en los Mangos de 
Baraguá y escribió al General Antonio que tenía ante sí una de las 
páginas más hermosas de la historia de Cuba; él, que sintió como propio 
el honor de todo el pueblo y las lágrimas de ese pueblo; él, que sufrió 
las reconvenciones en su hogar; él, que llegó a tener una relación tan 
intensa y profunda con un padre, que siendo soldado y español, alcanzó a
 entender, al verlo herido y llagado, prisionero y enflaquecido, que su 
destino era otro, quizás diseñado en su hermoso poema Abdala, cuando 
presenta el duelo entre el yugo y la estrella y pide lo uno y lo otro, y
 está convencido, como afirma, de que esa estrella ilumina y mata.
Exilio, Centroamérica, la América del Sur, los cubanos dispersos, las
 acusaciones recíprocas, finalmente España, los Estados Unidos. Allí 
vivió 14 años, y fue, como han afirmado sus cronistas, el cubano que más
 entendió en su tiempo aquella nación. Admiró las virtudes de Emerson, 
las del padre Flanagan. Admiró la obra colosal de la construcción del 
puente de Brooklyn. Asistió puntualmente a las conferencias de Oscar 
Wilde, a las exposiciones de teatro; enamorose candorosamente de la 
hermosa bailarina española Charito Otero. Pero más que todo, se dio 
cuenta del gran fenómeno que en aquella nación se forjaba y que, como 
había afirmado Bolívar en un momento de extraordinaria lucidez, parece 
llamada por la providencia a colmar a la América Latina de pobreza y 
miseria en nombre de la libertad.  Se dio cuenta de que si en 1868 nada 
pudieron esperar, de que, a pesar de que allí siempre existieron, 
existen y existirán amigos poderosos de Cuba, hubo una dicotomía entre 
el sentimiento de los amigos y la voluntad de un Estado que siempre 
quiso de una manera manifiesta impedir la realización de una 
independencia que creyó inoportuna. Creyó más bien en el cumplimiento de
 una doctrina trazada por uno de sus políticos, que planteaba que 
solamente extendiendo la mano en el momento de la madurez de la fruta, 
esta caería sencillamente en sus palmas.
No obstante todo ello, pasó de ser el orador de última fila, al 
primero. Cada acto del 10 de Octubre, cada conmemoración cubana, el 
horroroso recuerdo del 27 de Noviembre, terrible suceso que le 
sorprendió en España, vuelve todos los años a llevar al orador a la 
tribuna y a unir lo que estaba desunido.  Y de mil octavillas surgió un 
periódico, Patria, y de mil discursos surgió una orientación política, y
 de mil disposiciones y pequeñas organizaciones soñó con la creación de 
un partido político para dirigir una guerra de liberación nacional, 
anticipándose al concepto de que es imposible hacer una revolución sin 
una teoría revolucionaria.  Su teoría no era otra que nuestra historia, 
nuestro sacrificio, nuestro esfuerzo. Éramos una nación en ciernes, de 
derecho, pero no de hecho.
Llamado a poner empatía en la discordia, unió a Gómez y a Maceo. Es 
inocultable que después del fracaso de 1884 y del encontronazo de Nueva 
York, ya no había posibilidad de una amistad fecunda para iniciar un 
nuevo proceso.  Hoy diríamos:  no hay condiciones objetivas.  Sin 
embargo, Maceo, en Costa Rica, preparaba a su contingente. Preparaba 
Gómez, en la soledad de Montecristi, en República Dominicana, o cuando 
antes se encontraron en la construcción del canal de Panamá amigos 
dispuestos a ayudar, a dar amparo, a ofrecer techo y pan a los emigrados
 que por todas partes soñaban y querían su patria. Y de esa forma surgió
 la organización un 10 de abril, que es un día crítico en la historia de
 Cuba, el día de la gloriosa Asamblea Constituyente de Guáimaro, donde 
nació la utopía democrática del pueblo cubano; pero donde también se le 
puso plomo a las alas de la revolución, donde se pensó que era posible 
hacer una república de leyes cuando no éramos dueños más que del espacio
 que pisaban los campamentos y los caballos de los libertadores. En 
medio de esa realidad, un 10 de abril hace nacer su creación más 
completa: el partido político, un partido unitario que convocaría al 
pueblo cubano a una guerra que él consideró inevitable y, después, 
necesaria.
Inevitable, porque en sus sentimientos nobles, generosos, en su 
íntima y profunda convicción él había reclamado en su famoso Manifiesto a
 la República Española, que no le pediría lo imposible, pero le pedía lo
 posible:  los derechos conculcados de Cuba, la representación de Cuba, 
el derecho de estudiar, de interpretar, de conocer que éramos 
diferentes.  Nada de esto fue escuchado, solamente muchos solidarios en 
España y en otras partes del mundo creían en la causa de Cuba.
Ahora todo sería más difícil: había un alto desarrollo de la 
tecnología militar, una situación nueva en el continente americano, las 
repúblicas sufrían los padecimientos de sus propias divisiones cuando 
habían dejado intactos trono y altar después del esfuerzo inmenso de la 
primera batalla.
Recordaban aún las dolorosas palabras de Bolívar en Santa Marta: “He 
arado en el mar”; la tristeza de San Martín al regresar y encontrar su 
país dividido; la pena de O’Higgins al morir en Lima, apartado de su 
tierra amada; el dolor tremendo de Francisco de Morazán al verse 
capturado y ejecutado por sus propios compañeros, y aún pesaba aquella 
maldición casi bíblica que había lanzado Miranda, cuando el gran 
precursor al ser entregado prisionero a las puertas de una nave 
española, que lo llevará a una prisión perpetua y definitiva, al 
reconocer los que cometen aquel parricidio, responde:  “Bochinche y solo
 bochinche es lo que saben hacer ustedes”.
Por sobre toda esa historia se levantó Martí, era  vasta y grande su 
cultura como ha señalado uno de sus biógrafos, subía y bajaba escaleras 
como quien no tenía pulmones, su voz era clara y nítida, su poder de 
convencimiento grande. Era, al mismo tiempo, un escritor incansable, 
cuya hermosa letra inicial se había transformado prácticamente en 
líneas inteligibles solo para los paleógrafos.  Faltaba tiempo, le 
faltaba tiempo.
Cuando todo estuvo preparado y dispuesto, cuando creyó que todo 
estaba organizado, cuando había logrado visitar a Mariana Grajales en 
Jamaica, que ya ciega le acaricia la cabeza y prácticamente con este 
gesto noble y de rodillas envía un abrazo fraterno al hijo que tanto 
amaba, a la madre que nunca pudo ver su patria libre; cuando ya separado
 de todo bien personal, lejos su esposa, apartado de su hijo, muerto su 
padre, dispersos sus amigos, se le vio pobre en Estados Unidos, 
trabajando en el invierno ganando el pan, fundando la Liga para educar a
 los negros cubanos, que bajo la orientación de Rafael Serra se reunían y
 le llamaban, con cariño y con devoción, Maestro y Apóstol. ¡Qué torpeza
 tratar de despojarlo de un título tan importante, Apóstol:  el que 
lleva la palabra, el que trasmite un mensaje nuevo y ese fue su mensaje!
Cuando en el puerto de Fernandina se perdieron las naves creyó 
enloquecer, pero transformándose de José Martí en Orestes, que fue 
siempre el seudónimo de sus escritos y su seudónimo político, viajó de 
inmediato a la República Dominicana para buscar al general Gómez en 
Montecristi, en aquella casa donde en breves días, el 25 de marzo, se 
cumplirán también 120 años de la firma del poderoso Manifiesto llamando a
 las armas al pueblo cubano, a los españoles que nada debían de temer si
 respetaban la patria que había de fundarse.  Hubo discordias, no se 
lograba entender qué estaba ocurriendo.  Hoy es fácil para nosotros 
hacerlo a través de un teléfono, de un mensaje; entonces solamente era 
el telégrafo con su lenguaje críptico el que anunciaba que la hora había
 llegado.
Maceo había estado años antes en Cuba y conocía el estado político 
del país, y en este momento, vacilaba en poder salir hacia Cuba, porque 
no sabía qué estaba pasando en Estados Unidos y el dinero que se ofrecía
 para fletar una nave y llegar sanos y salvos no aparecía.
Gómez estaba igualmente pobre en Santo Domingo, apenas unos centavos
 para poder tomar esa determinación, y otros patriotas esperando en 
distintos lugares, y en Cuba mucha gente avisada en Oriente, en el 
Occidente, en Matanzas.  De pronto el General dio la orden: “Es 
necesario el alzamiento”, y Martí no vaciló en enviar el telegrama, que 
su amigo recoge en la estación de la Western Union en la calle Obispo, 
en La Habana Vieja: “Giros agotados”, lo cual significaba que se había 
agotado el tiempo. Era la noche del 24 de febrero; el Capitán General 
tenía la convicción y las informaciones de que se tramaba realmente un 
movimiento.
Algunos dirigentes fueron capturados en La Habana. Juan Gualberto 
Gómez, comprometido con su hermano y amigo José Martí, se fue a 
Matanzas, a Ibarra, en busca del ingenio Vellocino de Oro donde había 
nacido, para levantarse con un grupo de compañeros y cumplir su palabra.
En Santiago, Guillermo Moncada quiso morir cumpliendo su palabra, enfermo de tisis, pero en el campo de Cuba libre.
En Baire se levantaron, y en Bayate se alzó también Bartolomé Masó, y todo el mundo esperaba solamente la llegada de los líderes. Allá en España la conmoción fue grande, se había desmentido la propaganda autonomista, se había desmentido la propaganda anticubana de que todos eran sueños disparatados de un profeta enloquecido. Ahora solamente faltaba el arribo.
En admirable disciplina y en presencia de los generales y oficiales 
que estaban en Costa Rica, juraron Antonio y Flor aceptar las 
condiciones de viajar en las que el segundo le planteaba al primero, y 
así salieron hasta tomar la goleta Honor y arribar el 1ro. de abril a 
las costas de Cuba, en un punto del litoral baracoano: “Soy yo, Antonio 
Maceo, que he vuelto”, gritó en lo alto del camino, mientras fogoneaba 
con su arma a los guerrilleros de Baracoa. El 11 de abril, día glorioso y
 memorable, en Playitas de Cajobabo desembarcaban Máximo Gómez y José 
Martí.
Hace 20 años el Jefe de la Revolución me pidió contar esta historia. 
Con profunda emoción y como se sube a encender la llama en lo alto del 
cenotafio donde están los restos de los caídos, traté de cumplir mi 
deber. Confieso que ha sido un gran honor aquel y este que usted, 
General Presidente, hoy me ha conferido.
Pero algo más debo decir:  El hecho importante y trascendental es que
 entonces concluí mis palabras clamando porque se levantaran de las 
tumbas los muertos gloriosos del 10 de Octubre y del 24 de Febrero; 
clamé por los mártires, por las heroínas, por las cubanas que bordaron 
banderas pidiéndoles atravesarnos en el camino de un enemigo y 
adversario implacable que, todo parecía indicar, venía esta vez a 
cercenar de forma definitiva, jugando con los azares de la historia, el 
destino de Cuba; pero no fue posible.
Hoy, 20 años después, estamos aquí de pie, en una coyuntura 
diferente.  Nos hemos presentado con hidalguía bajo los mismos mangos 
orientales, para enfrentarnos con el caballeroso adversario que ofrece 
al menos detener por un tiempo la mano agresora y darnos la oportunidad 
de discutir lo que lógicamente será necesario debatir bastante.
Ahora más que nunca hace falta la unidad de la nación, ahora más que 
nunca la prenda más preciosa debe ser conservada.  La fortaleza que nos 
ha permitido llegar hasta aquí fue aquella que vi esa otra noche de 
abril en Playitas de Cajobabo cuando, convocados por el líder de la 
Revolución, llegamos a aquella hora oscura de la noche a la orilla de la
 playa.  Él llevaba la bandera cubana en el asta que le trajo uno de sus
 ayudantes, y entonces, entrando en el agua a la altura prácticamente 
del tobillo, se abrió de pronto en el cielo la luna blanca y movió la 
bandera de Cuba hacia el Sur, hacia el Norte, hacia el Este y hacia el 
Oeste, diciendo: ¡Aquí estamos!
Y aquí estamos hoy, ¡oh, patria amada!, ¡oh, bandera dulce, por la 
cual tantos lucharon! No importa que tú, Maestro generoso, te hayas ido 
tan pronto, aquel 19 de mayo, tuviste una profunda convicción, 
convicción profunda: “Yo sé desaparecer, pero mis ideas prevalecerán”.
Y esas ideas han prevalecido. Fueron las ideas que se defendieron en 
el proceso histórico del Moncada.  Fueron las que conquistaron a los 
muchachos que se reunían en la calle de Prado para escuchar la voz de 
aquel joven que había irrumpido en la universidad como un torbellino, y 
de quien me dijo una de sus hermanas: un día volvió a la casa y papá ya 
lo sabía:  “Vienes a buscar al chiquito”. El chiquito está aquí con 
nosotros, y el grande está con nosotros todavía.
¡Viva Cuba! (Ovación)

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