Por
“¿Qué has hecho, maestro?”, escribió uno de los discípulos literarios
 de Martí al conocer de su muerte en combate. Aquel escritor no podía 
admitir que un intelectual del calibre del cubano, que un artista de las
 letras hubiese entregado su vida en un hecho de armas.
No era vanidad artística lo que dictó tal dolido reproche ante el 
triste suceso. Otros intelectuales cubanos e hispanoamericanos quedaron 
también consternados, tanto como muchos de los colaboradores de Martí en
 las tareas patrióticas de la emigración, quienes se lamentaron de su 
presencia en la manigua. No olvidemos que solo unas semanas antes del 
combate de Dos Ríos, cuando un periódico de Nueva York publicó que Martí
 se hallaba en Cuba, fue que Gómez y los jefes que le rodeaban 
preparando la salida de República Dominicana hacia nuestra isla 
aceptaron, tras su ardua y apasionada argumentación, que el Delegado 
embarcase con ellos.
Recordemos que momentos antes de recibir Martí los disparos fatales, 
el General en Jefe, mientras cargaba sobre la columna española empujado 
por el entusiasmo de su tropa, se sintió obligado a conminarle que no 
continuase en primera línea. Máximo Gómez quiso así resguardar al mejor 
de los amigos y al alma del levantamiento, como escribiría en la noche 
del aquel 19 de mayo en su diario de campaña.
No son quizá las mismas razones en todos los casos, pero no hay dudas
 de que las opiniones adversas a que Martí fuese a la guerra se 
sustentan, coincidentemente, en la apreciación de la excepcionalidad de 
su persona en sus diversas manifestaciones, en su altísimo valor para 
Cuba y nuestra América como escritor, como pensador, como dirigente 
político. En muchos patriotas se evidenció el criterio de que el 
verdadero lugar, el imprescindible momento de Martí era el de la 
república que se crearía tras el triunfo sobre la metrópoli, sin 
entender quizá que a aquella solo se arribaría si la revolución del 95 
navegaba exitosamente en el plano bélico y si marchaba sobre los rieles 
adecuados que conducirían hacia ese futuro deseado.
Hasta la tesis de que Martí cometió suicidio, de que buscó la muerte 
ex profeso, tan combatida con incontables y sólidos argumentos por los 
historiadores y la aplastante mayoría de sus estudiosos, parece a veces 
—a pesar de su absoluta falta de lógica— una manera de excusar su 
cabalgata hacia la pelea. Pensar que quiso inmolarse para impulsar a su 
pueblo a la pelea o para demostrar su entrega a la patria a quienes 
pudieran rechazarle, no deja de reconocer, de algún modo, su elevado 
sentido del patriotismo, por más que estoy plenamente convencido de que 
ese amor a Cuba no pasaba en él por regalar su existencia.
En primer lugar, porque son innumerables las muestras en sus escritos
 de su conciencia acerca de su propia significación nacional y 
continental —y hasta universal— dados sus profundos objetivos 
antimperialistas, de libertad social e individual, de perfeccionamiento 
humano, de contribuir al equilibrio del mundo y de mostrar la utilidad 
de la virtud.
No podía suicidarse, en segundo término, quien se planteó 
meridianamente, y desde su desembarco en Cuba trabajó para así lograrlo,
 la necesidad de darle una conducción política al movimiento armado. 
Está más que comprobado en la documentación que por entonces escribiera,
 que desde antes del 19 de mayo Martí se hallaba envuelto en la muy 
seria labor de organizar la asamblea de representantes de los patriotas 
sobre las armas para constituir una dirección política de la guerra, 
reunión en la cual depondría su autoridad como Delegado del Partido 
Revolucionario Cubano.
Y si algunos han dicho o insinuado que buscó la muerte porque estaba 
desengañado o cansado de la vida, de sus golpes y fracasos, obviamente 
no han entendido nada de lo escrito por él o, simplemente, no lo han 
leído, ni han revisado los juicios y testimonios de quienes le trataron y
 le conocieron. Tal conducta débil y cobarde no concuerda con la de la 
persona que demostró siempre y en todos los terrenos una fuerza de 
voluntad indomable.
Por eso, si ante las palabras de Gómez, seguramente dichas en medio 
del fragor del combate con toda la autoridad del General en Jefe, se 
apartó de la carga que este lideraba, es consecuente, muy consecuente, 
su conducta de volver al choque. El Delegado, ya Mayor General desde el 
15 de abril de 1895 designado por Gómez en consejo de jefes, ¿quedaría 
atrás, al margen de la lucha? ¿Semejante actitud era compatible con esas
 responsabilidades y con la costumbre mambisa de que los jefes 
combatiesen al frente de las tropas? ¿Regresar al campamento donde poco 
antes su palabra había enardecido a esos guerreros? ¿Para él era ello 
digno y honrado? ¿Quedarse quieto, al abrigo del campamento, lejos de 
los disparos, quien penó siempre por no haber peleado antes?
Lógica política, respeto por su condición de líder, sentido del deber
 y voluntad de completar con el bautismo de fuego la muestra de su 
patriotismo, vergüenza de cubano de ley, estoy completamente seguro que 
se unieron en los sentimientos del Maestro para intentar la vuelta al 
combate.
Si al presentarse ante los emigrados de Nueva York por vez primera en
 Steck Hall, el 24 de enero de 1880, proclamó la idea que titula este 
texto, en la carta de despedida a su madre, el 25 de marzo de 1895, le 
escribió: “El deber de un hombre está allí donde es más útil”. Cortaba 
así de antemano el juicio materno contrario siempre a su dedicación 
libertadora, y nos indica al mismo tiempo que sí consideró útil —y 
necesaria— su entrada en Cuba, en la guerra alzada por él.
Por eso, el 18 de mayo, en la carta inconclusa a Manuel Mercado, 
reconoce el peligro en que se encontraba de dar su vida por su país al 
igual que por su deber, y a la vez le explica al amigo cómo estaba 
cumpliendo ese deber desde su llegada a Cuba.
No sé si el impacto de las balas le dio tiempo a pensar. Sí me atrevo
 a asegurar que cabalgó aquel mediodía feliz, pleno, alegre como aquella
 fuerza mambisa que en su mayoría se estrenaba con aquel encuentro en 
las lides de la guerra, de aquella guerra que abría paso a la revolución
 de José Martí. Cumplía el deber, su deber, como hemos de hacer sin 
mirar de qué lado se vive mejor.
(*) Investigador del Centro de Estudios Martianos. Miembro de Número de la Academia de la Historia de Cuba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario