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lunes, 30 de diciembre de 2019

De puentes a muros: enseñanzas a cinco años del 17D

Foto: Radio Reloj
Tomado de La Jiribilla. Revista de Cultura Cubana
Por Hassan Pérez Casabona

El miércoles 17 de diciembre del 2014 una noticia viajó a la velocidad de la luz por todo el orbe: los presidentes de Cuba y Estados Unidos anunciaban el comienzo público del proceso conducente al restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países. De igual manera, el mandatario cubano Raúl Castro informó del regreso a la Patria de Gerardo Hernández, Ramón Labañino y Antonio Guerrero, quienes permanecían en cárceles estadounidenses. Se completaba así la presencia de los Cinco Héroes en suelo antillano, haciendo realidad la sentencia de Fidel en la Tribuna Abierta del Cotorro, el sábado 23 de junio del 2001, en la cual afirmó: “Solo les digo una cosa. Volverán”.

El impacto de esos acontecimientos, trabajar en pos de nexos diplomáticos (Estados Unidos rompió relaciones con Cuba el 3 de enero de 1961, en el epílogo del presidente republicano Dwight Ike Eisenhower) y la liberación de los Cinco, sobrepasó con creces la geografía hemisférica. Con relación al primero de ellos, en líneas generales, se recibió con agrado, no obstante las alertas de innumerables voces, en múltiples latitudes, acerca de lo complejo que ello resultaría. Una pregunta echó a andar casi con igual celeridad: ¿Es posible sostener relaciones “normales” con Estados Unidos?
Lo cierto es que, más allá de las evidencias a lo largo del tiempo que expresan elocuentemente que el poderoso vecino no ha tenido, en estricto rigor, vínculos normales con prácticamente ninguna nación desde su surgimiento como Estado moderno —bastaría solo mencionar la manera en que espía y presiona a sus aliados— se encontró la manera de avanzar, durante los 25 meses finales de la administración de Barack Obama, en diversos campos.
Prevaleció entonces el diálogo respetuoso en calidad de iguales. Ello constituyó en sí mismo un hecho inédito, dada las enormes asimetrías económicas y demográficas entre Cuba y Estados Unidos y, sobre todo, a partir de la consabida predilección de la élite de las barras y estrellas por desempeñar un papel hegemónico universal. El uso de los canales diplomáticos y el diseño de una metodología diversa de interacción (a través de un organigrama de trabajo cuidadosamente elaborado) hicieron posible que se obtuvieran resultados tangibles, mutuamente ventajosos, en áreas de particular significación incluso para toda la región.
Aquí está, si se quiere, la mayor enseñanza de ese período, la cual, además, echa por la borda uno de los axiomas más acendrados desde los sectores retrógrados: sí es posible hallar formas, espacios y ámbitos de cooperación —aun en medio de un conflicto que, por las esencias de su origen y naturaleza histórica, es poco probable desaparezca algún día— que beneficien a los dos pueblos.
Entre el 1ro. de julio del 2015 y el 19 de enero del 2017 (horas antes de la llegada al Despacho Oval de Donald Trump) se firmaron 23 acuerdos, arreglos y memorándums de entendimiento, de variado corte. Ese número es prácticamente el triple de todo lo que se alcanzó entre las dos naciones desde el triunfo revolucionario hasta dicho momento.
Lo mismo en lo relacionado con cuestiones medioambientales, de lucha contra el narcotráfico y la trata de personas, o en temáticas migratorias y educacionales, se consiguieron dividendos de utilidad, los cuales presagiaban la arrancada por un sendero promisorio de más hondo calado.
Es importante hacer énfasis en que no se trató (como se empeñaron en presentar varias figuras en Florida) de una dádiva hacia Cuba. Lo alcanzado no fue regalo o concesión de ninguna de las partes, sino la concreción de un proceso arduo compuesto por varias fases (desde identificar los renglones potenciales hasta involucrar a numerosos expertos) en el cual se tuvo la disposición de superar los escollos, encontrando formas creadoras y originales para la comunicación y resolución de las diferencias.
Es esta otra de las grandes definiciones que emergieron de esa etapa: para marchar hacia una relación cualitativa superior, de la que broten acuerdos concretos, se necesita voluntad política de ambas partes. En honor a la verdad, las autoridades cubanas expresaron, desde el mismo momento de la ruptura unilateral de Eisenhower, que existía la posibilidad de dialogar con Estados Unidos, siempre que ello no comprometiera la soberanía de la Isla antillana.
Esa posición se reiteró, de manera pública y privada, a las sucesivas administraciones estadounidenses. Salvo contados momentos en que hubo, en alguna medida, progresos concretos, como en la etapa de Jimmy Carter y Bill Clinton, ese llamado halló oídos sordos en la clase política dirigente estadounidense, empecinada en fomentar mecanismos de agresión, chantaje y coerción, cuyo propósito fuera el derribo de la Revolución cubana.
Esto no desconoce —es útil consignarlo— que el propio Obama reconociera que también perseguía los mismos fines ancestrales de la política de Estados Unidos hacia Cuba, aunque consideraba que para ello era necesario poner en práctica otros instrumentos. En el enfoque del primer presidente de su país con origen afroamericano, esa convicción no excluía propiciar conversaciones fluidas en diversas esferas. Para Obama, por el contrario, era deseado estimular los intercambios, en el mayor número de ámbitos, como vía efectiva de lograr que los valores estadounidenses (que no tienen parangón, según su idea) se adentraran en cualquier resquicio de la sociedad cubana.
De este lado se aceptó el reto, a sabiendas de que se trataba de un desafío de enorme complejidad, ante el cual el mayor antídoto era la obra educacional y cultural desplegada por la Revolución. Hubo así una actitud consecuente con la idea de Fidel, expuesta desde los albores, al plantearle al pueblo que “la Revolución no te dice cree, te dice lee”.
Trump y la arremetida contra Cuba
Donald Trump, antes de su “inauguración” presidencial, el 20 de enero del 2017, dio muestras de que en un grado no despreciable podría ralentizar o, peor aún, desarticular y derribar lo construido por Obama no solo con Cuba. No sin razón se remarca por especialistas, de diverso signo ideológico, su obsesión por “desmontar” los pilares fundamentales sobre los que Obama construyó la parte sustantiva de su legado como mandatario. Desde el tema de la reforma de salud, en el plano doméstico, hasta lo concerniente al caso cubano y el acuerdo nuclear con Irán, en materia internacional, recibieron con especial énfasis la embestida de Trump.
Cuba, por su parte, le otorgó durante varios meses el beneficio de la duda. Fue una postura, con basamento real, a todas luces inteligente y equilibrada. No soslayemos que un atributo distintivo del comportamiento del actual inquilino de la Casa Blanca es su constante oscilación retórica, en la inmensa mayoría de los temas.
Este comportamiento fáctico pendular trumpista no implica que no represente a sectores muy sólidos, y portadores de poderío real, o que no posea él mismo, desde su condición de presidente, una idea clara sobre cómo proceder, en función de llevar adelante los objetivos estratégicos de los que es portador. En otras palabras: Trump, más allá de sus excentricidades y megalomanía, no es ningún neófito, ni anda extraviado e improvisando.
A la larga, el vaticinio de muchos se hizo realidad: Trump, y los diversos equipos de los que se rodeó (este es otro renglón que merece estudio, su incapacidad para el “team-work” y la necesidad perenne de sobresalir por cualquier vía, incluyendo la destitución de funcionarios de alto rango) no cuentan con la voluntad política para continuar, y ampliar, los horizontes explorados por su predecesor.
El descarrilamiento operado por él hacia Cuba tiene más de una etapa. Cada una de ellas debe ser estudiada con detenimiento. Desde el anuncio de revisión de la política, de febrero del 2017, pasando por el Memorándum Presidencial del 16 de junio del propio año, o la “fabricación” de los “incidentes sónicos”, que degeneraron en “ataques acústicos”, algo que la comunidad científica internacional desestimó desde la algarabía inicial hasta la arremetida de este 2019.
No debe pasar inadvertido en los análisis que, contrario a lo que puede suponerse cuando se trata de la mayor potencia global (con el 39 por ciento del gasto militar del planeta), esta requirió de la invención y promoción de un pretexto —no puede interpretarse de otra forma que no sea muestra de debilidad— para intentar legitimar su proceder en el enfriamiento con Cuba.
Dicho modus operandi no es nuevo desde aquel lado. Piénsese, por solo citar unos ejemplos, en el Maine, Pearl Harbor, el Golfo de Tonkín o, más reciente, en las supuestas armas de destrucción masiva en Irak. Lo importante en cada caso, en realidad, fue lanzar una bola de nieve, cortina de humo, o como quiera que la llamemos, para desatar acciones en provecho de fuerzas poderosas que, tras bambalinas o no, necesitaban de un detonante de persuasión popular para desatarse con toda intensidad. Una vez montada la opereta, como en el caso actual con Cuba, lo importante no es probar su veracidad, sino dejar sentada en la mente de millones que existe una especie de “fantasma” que justifica el comportamiento que eligió la élite en el poder. No en balde Henry Kissinger declaraba sin impudicia, en el mejor estilo de Goebels, que “no nos interesan las realidades, sino las percepciones”.
Hay que apuntar que, en este caso, más parecido a una saga televisiva de ciencia ficción de poca monta, el pretexto sirvió para consumar el andamiaje ulterior de reducción del personal diplomático estadounidense en La Habana, la expulsión de 15 funcionarios cubanos en Washington, y el resto de las sanciones implementadas contra nuestro país. 
Asimismo debe subrayarse que, aun con el aval de importantes académicos de varias naciones contra dicha entelequia, no se organizó, desde los Estados Unidos, una movilización en la prensa ni en otros espacios contra este proceder perverso. Esto último, quedarse paralizados en no poca medida (más allá de los sectores donde sí hubo rechazo), sin denunciar con amplitud la manera en que esas medidas perjudican a no pocos sectores empresariales de ese país, es algo que, desafortunadamente, ha ocurrido con relación a la andanada de medidas adoptadas por Trump. Ni siquiera las compañías de cruceros y las aerolíneas, que vieron eliminadas o reducidas de manera drástica sus operaciones (y que durante el tiempo en que funcionó el acercamiento obtuvieron jugosas ganancias) elaboraron una estrategia abarcadora y efectiva, en pos de demostrar que esas decisiones los perjudicaban en grado superlativo.
El 2019, sin embargo, reservó no solo una avalancha de penalizaciones (si se contabiliza el total de las medidas aplicadas por Trump, desde el 2017, ascienden a una treintena) y el recrudecimiento del bloqueo, con la implementación añadida del Título III de la Ley Helms-Burton (contrario a la idea de que se presentarían cientos de miles de demandas, solo han ocurrido 20) sino la incorporación singular de una tema sobre el que nunca antes —desde la victoria del presidente Hugo Chávez el 6 de diciembre de 1998, que lo instaló semanas más tarde, exactamente a partir del 2 de febrero de 1999, en el Palacio de Miraflores—, se vertebró una madeja de acusaciones tan sórdida como efectiva en cuanto a difuminar dicho mensaje negativo en la gran prensa internacional. Me refiero a la relación entre Cuba y Venezuela.
Lo significativo, en el año que está a punto de concluir, es que se imbricara las acciones concretas de la descomposición contra la Mayor de las Antillas, dentro de una narrativa hemisférica, en la cual los vínculos de esta nación caribeña con la Revolución Bolivariana pasaron a desempeñar rol protagónico.
Esta es quizás una de las contribuciones más “notorias” de su mandato (confieso que es difícil darle la autoría en cualquier rubro a un hombre que miente de manera patológica sobre todo, y que a diario quiebra los récords de asumir como suyas ideas que no le pertenecen), plagar de mentiras los nexos de cooperación entre Venezuela y Cuba, para articular así un despliegue integral de persecución contra ambos procesos revolucionarios. El apoyo incondicional al fantoche de Guaidó (no olvidar las afirmaciones reiteradas de Mike Pompeo de que “estaban todas las opciones sobre la mesa”) pretendió acabar de cuajo con el chavismo, al tiempo de que estaban convencidos de que ello significaría un golpe demoledor, del cual no podrían reponerse, en especial Cuba y Nicaragua.
Todo ello como parte del envalentonamiento imperial hacia América Latina y el Caribe, cebado a partir de la llegada de la derecha al gobierno en distintas naciones, o del resurgir de las fuerzas golpistas, como es el caso de Bolivia; si bien los actores en el caso andino-amazónico, aunque inspirados en la vieja usanza de la Operación Cóndor, se enhebraron en una dimensión que trasciende el componente militar.
En esta línea hay otro “aporte” de la andanada anticubana: presentar a la colaboración médica como esclavos de un sistema que se dedica a la trata de personas, de un lado, en la misma medida en que se asegura su composición no tiene que ver con galenos, enfermeros y personal paramédico, sino con militares y cuerpos de inteligencia.
Aunque saben muy bien que la ejecutoria de Cuba en esta esfera es sencillamente fenomenal (avalada por los resultados concretos en más de 150 naciones, desde la apertura de esta práctica humanista, a inicios de la década del 60 de la centuria anterior en Argelia, el mayor de ellos salvar la vida de una cifra superior a los 6 millones de personas) no escatiman esfuerzos, y recursos, en atacar estos programas que, además de su elevadísimo componente social en favor de los sectores más pobres de las naciones donde se presta, representa una fuente importante de ingresos para la economía cubana.
Las informaciones solicitadas por las embajadas estadounidenses en Ciudad de Guatemala y Quito, a los respectivos gobiernos, sobre el funcionamiento de las Brigadas Médicas de Cuba, y las imágenes de los vehículos del personal diplomático yanqui en La Paz, junto a los cuerpos policiales golpistas —actuando esa misión diplomática como gestora intelectual de varias de las detenciones contra miembros del contingente de la salud antillano, distribuido en los nueve departamentos de Bolivia—, hablan a las claras del nivel de prioridad conferido a golpear a la colaboración médica por parte del ejecutivo norteamericano.
Cultura, ciencia, deporte y el daño a los intercambios
El deterioro experimentado no deja plano a salvo. En materia cultural, una de las grandes posibilidades de desarrollar intercambios de la más amplia y enriquecedora gama, también se sienten los vientos gélidos. Trump, a la postre, fue solo una ilusión, pareció abrir una ventana, cuando se propició, entre mayo y junio del 2018, la presencia de una amplísima delegación antillana, de unos 400 profesionales (poco menos de la mitad de ellos residentes en otras latitudes) en el Festival de las Artes que tuvo lugar en el Kennedy Center, de Washington.
En perspectiva, al menos dos factores permiten explicar que este evento se materializara. El primero, el hecho de que los ejecutivos de esa institución (una de las más prestigiosas en toda la Unión, considerada por muchos la más completa en cuanto a la promoción integral de las artes) trabajaron con seriedad con sus contrapartes cubanas durante casi tres años, es decir desde la etapa final de Obama. El segundo, es que no se había producido aún la aceleración desenfrenada del desmontaje de las relaciones con Cuba, que se impondría en los meses subsiguientes.
Aquella fiesta en la capital estadounidense —con las presentaciones lo mismo del Ballet Nacional de Cuba, con su prima ballerina assoluta Alicia Alonso, que la joven y laureada compañía danzaría Mal Paso, o el tren de la música cubana, Los Van Van—, puso sobre el tapete el caudal fabuloso con que cuenta el archipiélago, en cuanto a recursos humanos de excelencia formados en estos 60 años (reitero que casi la mitad de quienes conformaron la comitiva residen en otras naciones, pero salieron a los escenarios unidos a sus colegas que viven en Cuba, en un demostración hermosa de lo que significa la Patria), en la misma medida que las oportunidades ilimitadas de acercamiento, que están pendientes de concretar en este terreno, con artistas e instituciones estadounidenses.
Otro tanto ocurrió cuando La Habana fue escogida como sede del Día Mundial del Jazz. Fue un regalo la presencia aquí de Morgan Freeman, Will Smith y muchos más, junto a Chucho Valdés y tantas luminarias egresadas del potente sistema de escuelas de arte, diseminadas por todo el país.
En el ámbito académico se sintieron igualmente los efectos del huracán devastador. Por solo citar un acápite, si en el 2016 participaron más de 250 expertos cubanos en el congreso de la Latin America Studies Association (LASA), celebrado en Nueva York (foro que concedió un premio especial a Josefina Vidal y Roberta Jacobson, por el papel desplegado en aras del restablecimiento de relaciones) apenas poco más de una docena de profesores y académicos pudieron asistir a la edición efectuada en el 2019, en Boston, al denegársele las visas a centenares de ponentes que residen en Cuba, escogidos por los organizadores para participar en la cita. Es válido resaltar que se trata de la mayor organización de su tipo a nivel mundial, con la cual Cuba coopera, acudiendo además a sus congresos desde finales de la década del 70.
El deporte, por su lado, tampoco fue la excepción. En diciembre del 2018, tras varios años de negociaciones, se firmó un acuerdo entre la Major League Baseball (MLB, por sus siglas en inglés) y la Federación Cubana de Béisbol. El respaldo aquí y allá fue unánime. Se generaba la posibilidad de ordenar una relación, lo cual haría factible la presencia en el circuito beisbolero de más calidad global, sin renunciar a sus vínculos con Cuba, de los talentosos jugadores que en las últimas décadas se han visto obligados a ello, en el afán de jugar dentro de la Gran Carpa.
Esa disposición verdaderamente criminal (imaginemos por un momento que Lionel Messi no pueda vestir el uniforme albiceleste porque juega en el Barҫa, o Marc Gasol no sería campeón mundial de baloncesto con España, en la cita de este 2019 en China, porque semanas antes ganó el título de la NBA con los Raptors de Toronto) privó a centenares de jugadores cubanos de vivir en su país, junto a su familia y, al mismo tiempo, representar a su terruño en el Clásico Mundial y otros eventos.
Sin que sea en modo alguno casual, los únicos que se opusieron al histórico entendimiento entre las entidades atléticas de las dos naciones fueron Marco Rubio y sus seguidores. En abril del 2019, en el vórtice del ataque —y como parte de medidas concertadas que incluirían en distintos momentos, entre muchas, la limitación del envío de remesas o la persecución a las navieras encargadas de trasladar combustible a Cuba— la administración prohibió a la MLB que continuara con el entendimiento alcanzado.
Era otro golpe a una cuestión de mucha sensibilidad para los cubanos, especialmente en un campo que define buena parte de nuestra nacionalidad, y en el cual sentamos cátedra durante décadas, con victorias resonantes en cuanto torneo internacional se organizaba. El drenaje de talentos, sufrido con especial fuerza desde el otoño del 2002 —a partir de la deserción en México del estelar lanzador José Ariel Contreras—, es la causa de más impacto en la carencia de resultados para la pelota cubana durante el período reciente. El vueltabajero, por cierto, campeón olímpico con la camiseta de las cuatro letras en Atlanta 1996, fue pieza clave en la victoria alcanzada en el 2005 por los Medias Blancas de Chicago, en la mal llamada Serie Mundial, en lo que devino el primer título para ese elenco en 87 años, tras una sequía que se extendía desde 1917.
Obama, no es ocioso decirlo, es un fiel admirador del equipo perteneciente al lado sur de la Ciudad de los Vientos, simpatía que siempre se encargó de hacer notar. Esa preferencia la ratificó hace unos años, ante el fallecimiento del emblemático jugador matancero Orestes Miñoso, también ícono de los White Sox, y cuya figura es exaltada con una estatua en el estadio de esa novena. Miñoso, quien debutó en las Mayores en 1949, fue una celebridad donde quiera que jugó, en tanto se convirtió también en referente elevado de la etapa que se inició a partir de eliminar la segregación racial en las Grandes Ligas, tras la llegada de Jackie Robinson a los Dodgers de Brooklyn, el 15 de abril de 1947.
¿El perro o la cola, quiénes son los responsables de la embestida?
En este guion de sanciones es obvio que se encuentra la influencia de figuras de su administración con enfoques verdaderamente tóxicos (por decirlo de la manera más refinada) hacia cualquier resquicio de diálogo con países con sistema político independiente. El ensañamiento contra Cuba, en particular, se agudiza bajo la mirada de hombres como el senador Marco Rubio y Mauricio Claver-Carone, a cargo de los Asuntos del Hemisferio Occidental, en el Consejo de Seguridad Nacional.
Ahora bien, el proceso de formulación de políticas, y la ejecución de las mismas mediante los más variados instrumentos, es un asunto en el cual los Estados, aunque no son los únicos actores, continúan desplegando papel protagónico. Dicho de otra manera: la política imperialista de Estados Unidos hacia Cuba se concibe, diseña y lleva adelante por las máximas personalidades e instituciones de ese país, desde la perspectiva de los intereses de la clase dominante en el poder. Ello no excluye la menor o mayor participación que en determinado momento desempeñen (como en el presente, o antes, por ejemplo, durante la administración de Ronald Reagan, entre 1981 y 1989, con su engendro de la Fundación Nacional Cubano Americana) diversos personajes y agrupaciones.
No se trata de simplificaciones y reduccionismos, sino de establecer las jerarquizaciones adecuadas con relación a cada variable o actor. Ello, más allá de ser una cuestión metodológica imprescindible para el análisis de cualquier temática, resulta vital para evadir lugares comunes, e impedir ser obnubilados por el factor coyuntural.
Todavía más claro, la presión que los Rubio, Díaz-Balart, Claver-Carone y compañía puedan ejercer (para nada despreciable en estos tiempos) no exonera al establishment estadounidense (entendido este como la articulación orgánica entre los diversos poderes y fuerzas que conforman el sistema imperial desde diversas dimensiones) de su responsabilidad en la toma de decisiones con respecto a Cuba, o cualquier otra nación. Como alguna vez escribí, no se puede perder jamás el encuadre de quien es el perro y quien su cola, por muy nefastos que parezcan los movimientos de esta parte del cuerpo del can. Paralelismos aparte, es importante que no se desdibujen las esencias, máxime en situación de crisis integral, como la que viene atravesando desde hace décadas la gigantesca nación.
En otra dirección, cuando existió la voluntad política al más alto nivel, en época de Obama, ninguna de esas figuras floridanas o dispersas en otros lares fue capaz de contener lo que se propuso el ejecutivo, más allá de las críticas interminables que desataran contra las mismas. En uno y otro caso, tanto durante el desempeño de Obama como en el de Trump, lo verdaderamente proteico que se impuso fue la visión que ellos, y sus equipos de gobierno, identificaron como la óptima en aras de consumar sus intereses.
Dicho prisma no se genera desde Miami, en el caso cubano, ni en San Diego o Los Ángeles, sobre las cuestiones mexicanas. Su factura nace del corazón mismo del poderío imperial (que tiene en la Casa Blanca su símbolo más alto) y responde a una articulación que aunque resulta ajustable, en cuanto a los métodos a utilizar, es coherente con relación a los objetivos estratégicos de la élite política dominante, los cuales tienen una data bicentenaria, y parten de considerar a esta región como su traspatio. Ello se traduce en controlar y subordinar nuestros destinos a las aspiraciones de ese conglomerado norteño. Lo que no esté alineado con esa concepción, independientemente de su raíz ideológica, en última instancia es vilipendiado por Washington, utilizando para ello todas las formas y recursos a su alcance.
¿Qué esperar para el futuro…?
En un panorama tan complejo, donde es evidente que apenas funcionan los canales oficiales entre ambos gobiernos, y en el cual cada semana se aplica una nueva medida para hostigar a Cuba, es previsible suponer se incremente la escalada de hostilidad desencadenada por Estados Unidos. De igual manera, que se incrementen las acciones encaminadas a la ruptura de relaciones diplomáticas. Sobre esto último, con todo tino, se han encargado las autoridades de la cancillería cubana de precisar que es algo que no se desea, pero para lo cual se está preparado. Ese escenario resultaría aún más perjudicial, desde todos los ángulos.
Hay que considerar, por otro lado, que tanto el proceso de impeachment contra Trump, como el desarrollo de la contienda presidencial hacia noviembre del 2020, actuarán como telón de fondo de innegable peso, en múltiples direcciones. Hay que recordar además que situaciones tan graves a lo interno de Estados Unidos, históricamente suelen desatar acciones muy cuestionables en el marco internacional, con el objetivo de desviar la atención, y que lo que acontezca allende sus mares funcione como válvula de escape, ante lo incierto de lo que sucede dentro de sus fronteras.
El quinquenio transcurrido desde el impactante 17D, en el 2014, deja claro que es posible avanzar mediante el diálogo y la cooperación (como sucedió en la recta final de Obama), y que Cuba no aceptará presiones de ninguna clase, ni mucho menos comprometerá su soberanía, en momentos en que se arrecia el ataque (etapa de Trump).
Ambos pueblos, en resumen, son los principales afectados con el derrumbe de la cooperación. Tender puentes, más allá de lo metafórico, es un desafío —no exento de riesgos— pero es la única manera de acortar distancias y conocer a quien se coloca del otro lado. Los muros, por su parte, personifican obstáculos mayúsculos para el entendimiento e interacción con lo diverso. La función de los puentes es incentivar la comunicación. La de los muros es precisamente la contraria.
Al final, y con independencia del tiempo que permanezca al frente de su gobierno Donald Trump, el único sendero posible hacia el futuro es aquel que estimule la coexistencia civilizada, centrándonos en todo lo que se puede avanzar, en medio de las profundas diferencias sobre disímiles temáticas entre los dos países. Los pueblos, a lo largo de la humanidad, nunca vacilaron en escoger los puentes. Es una lección que no debería ignorarse.

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