Tomado de La Jiribilla. Revista de Cultura Cubana.
Por Santiago Alba Rico.
Ningún ser humano vivió ese proceso geológico lentísimo de bullicio 
marino, emergencia de la tierra desde el fondo de las aguas, división y 
formación de los continentes, erupción de volcanes y solidificación de 
las montañas, que transformó poco a poco el planeta Tierra en un lugar 
apto para la vida. Pero no es verdad. Todos hemos asistido en la última 
década a una especie de aceleración geológica inesperada; todos hemos 
visto surgir una montaña, retroceder las olas, formarse un continente. 
Nadie podía prever que ocurriese en Venezuela
 ni que el activador de esta danza terrestre fuese ese joven y oscuro 
oficial que en 1992 se quebró el costado en una fracasada aventura 
quijotesca. Pero lo cierto es que si algo deben admitir incluso sus 
enemigos —que por eso lo combatieron sañudamente— es que Hugo Chávez y el pueblo venezolano han cambiado en 20 años el destino geológico de América Latina
 y la inercia de derrota de la izquierda mundial. Cuando la “pedagogía 
del terror” aplicada en el subcontinente americano durante la Guerra 
Fría parecía haber logrado sus objetivos, de manera que se podía 
permitir votar a los latinoamericanos con la seguridad de que iban a 
elegir al “candidato correcto”, la revolución democrática de 1998 en Venezuela volteó todas las relaciones de fuerza, contaminando su coraje —contagiando su salud— a toda la región. Hugo Chávez
 fue la victoria colectiva sobre un miedo de décadas, y hasta de siglos,
 como los bosques fueron una victoria sobre el frío mesozoico y el 
Himalaya una victoria sobre el diluvio de Tetis.
Los que hemos visitado Venezuela
 con regularidad en los últimos años sabemos que este inesperado salto 
geológico tiene que ver con un concepto cardinal prolongado años después
 por los pueblos árabes: dignidad. No se trata de algo que se pueda 
conseguir a fuerza de meditación o a través de la intervención de un 
sicólogo; ni con retóricas adulaciones populistas. La dignidad es una 
fuerza material demiúrgica, siderúrgica, que cambia, por eso, la propia 
orografía del terreno y que sube desde el suelo enraizando y 
embelleciendo los cuerpos: el derecho al voto, el derecho a las letras, 
el derecho a la salud y la vivienda, el descubrimiento socrático 
—mientras se saca del bolsillo la Constitución, y no un revolver, para 
discutir acaloradamente en la cola del mercado— de la propia capacidad 
para intervenir en la hechura material de la existencia y en el destino 
político de la nación. Este cambio geológico, cuya importancia a veces 
es difícil de medir desde Europa, lo resumía muy bien una mujer del 23 de Enero, uno de los barrios más pobres y más chavistas de Caracas: “¿Ciudadanos? Ni siquiera sabíamos que éramos seres humanos”.
Decenas de artículos en estos días destacan los logros sociales de 
Chávez y no voy a repetirlos aquí. Tampoco voy a insistir en los límites
 y errores de sus políticas, que demuestran, en todo caso, cuánto se 
puede meter la pata cuando no se obedece a los mercados y a los 
estadounidenses (¿qué error concreto podríamos criticar en Rajoy?). Y 
tampoco voy a repasar las mentiras de nuestra prensa, la desinformación 
sistemática de nuestros medios, las manipulaciones clasistas y racistas 
amañadas contra Venezuela,
 pues son también otra forma de medir la altura del Himalaya. Pero sí me
 gustaría recordar lo que una Europa cada vez menos democrática trata de
 ocultar a toda costa: que el proceso constituyente de Venezuela,
 con sus metástasis ecuatoriana y boliviana, con sus instituciones 
continentales, no solo configura un proyecto de soberanía regional sin 
precedentes sino que se toma en serio por primera vez, incluso 
“formalmente”, esa democracia que los occidentales publicitan con 
misiles y bombardeos en el exterior mientras se la recortan cada vez más
 a sus propios ciudadanos.
Alguien dirá que Chávez se muere en el peor momento, cuando los 
peligros son mayores, cuando más se le necesita. Pero, ¿cuál habría sido
 el bueno, el buen momento? Todos podemos morirnos en cualquier momento y
 ese momento será siempre uno de los momentos de una lucha siempre 
inconclusa. Chávez —hay que aceptarlo— nunca habría podido vivir tanto 
como viven los pueblos que lo parieron y que lo seguirán necesitando. Lo
 que hay que decir, más bien, es que Chávez surgió en el momento 
adecuado, desde el fondo marino, para configurar un nuevo continente, 
desviar la Patria Grande de su fatalismo histórico y reordenar, en 
apenas 14 años, un destino geológico que, en cualquier caso, necesitará 
aún muchos años para fertilizar los bosques y elevar las montañas. En 
este sentido, Hugo Chávez no tiene posible reemplazo. Hugo Chávez solo puede ser sustituido por el pueblo de Venezuela,
 cuya responsabilidad adquiere de pronto dimensiones planetarias. Desde 
ese mundo árabe que él no supo comprender bien, pero que no puede seguir
 mirándose en el espejo de la Europa fracasada y colonial y que por eso 
mismo, sumergido en la batalla, debe hugochavizarse y latinoamericanizarse;
 desde esa Europa fracasada y colonial al borde de su propio “caracazo”,
 drogada de narcisismo y tocada de muerte; desde todos los rincones de 
un planeta en zafarrancho de muerte, con dolor, con solidaridad, con 
esperanza, nos apoyamos hoy en el pueblo de Venezuela, sucesor del presidente Hugo Chávez, que se fue demasiado pronto como para no dejarnos inciertos y tristes pero que llegó a tiempo para dejarnos muchos y fuertes.
Chávez es hoy otro de los nombres de la ladera en la que nos mantenemos de pie.
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