Por Higinio Polo
Cuando Barack Obama inició su presidencia, en 2009, buena parte de la 
población norteamericana pensó que llegaban tiempos nuevos para su país.
 No era para menos: el primer presidente negro, elegido en medio de una 
oleada de entusiasmo popular, prometía cambiar el país, acabar con el 
nefasto legado de su predecesor, e iniciar una nueva política exterior 
que pusiese fin a las sangrientas aventuras de Bush. Más de cuatro años 
después, las esperanza suscitadas por Obama se han revelado ilusorias. 
 Tras haber incumplido la mayoría de sus compromisos durante su primer 
mandato, en este primer año del segundo, Washington ha presentado a los 
nuevos colaboradores del presidente norteamericano como la prueba de que
 Obama está dispuesto a dar un vigoroso giro a la política exterior: 
Susan Rice, nombrada consejera de Seguridad Nacional; y Samantha Power, 
como embajadora en la ONU, son la nueva referencia; de quienes la Casa 
Blanca resaltó su trayectoria como defensoras de los derechos humanos. 
Sin olvidar el nombramiento de John Kerry como sustituto de Hillary 
Clinton en el Departamento de Estado, de quien se destacó su lejana 
oposición a la guerra de Vietnam, y el de Chuck Hagel, responsable del 
Pentágono, que fue presentado como un severo crítico a la guerra de 
Iraq. Sin embargo, tanto Power como Rice insistieron en la conveniencia 
de que Washington se implicase en la agresión a Libia, y nada indica que
 Kerry y Hagel vayan a defender una política exterior de su país basada 
en la colaboración, en la negociación para resolver los conflictos, y en
 la renuncia al uso de la fuerza. Al contrario: Estados Unidos ya 
prepara su nueva intervención en Siria, aunque sea por actores 
interpuestos, escaldados como están por los fracasos en Iraq y 
Afganistán, y deseosos de una retirada parcial de Oriente Medio para 
centrarse en Asia y la cuenca del Pacífico, donde China consolida su 
crecimiento.
 No hay motivos para el optimismo. Más de cuatro 
años después, Estados Unidos se ha convertido en un Estado policial, con
 los ciudadanos vigilados y controlados por decisión de su gobierno, en 
cualquier lugar del mundo, a través de un programa clandestino, PRISM, 
organizado por la Agencia Nacional de Seguridad, NSA. Fue creado en 
2007, bajo Bush, pero Obama ha mantenido ese y otros programas de 
espionaje, e incluso ha aumentado los recursos y las iniciativas para 
extender sus tentáculos por todo el mundo. Como hiciera Bush con la 
excusa del combate al terrorismo, Obama aprueba que los organismos de 
espionaje norteamericanos controlen correos electrónicos, lugares 
visitados en Internet por los ciudadanos, llamadas telefónicas, 
conversaciones en redes sociales, cuentas de correo, tráfico de pagos 
con tarjetas de crédito, archivos y datos almacenados, lugares desde 
donde se envían mensajes o se contacta con otra persona, de tal forma 
que las más mínimas acciones de un ciudadano son vigiladas por un poder 
antidemocrático (porque no tiene derecho a ese espionaje feroz) que 
escapa a todo control. Eso está siendo la presidencia de Obama.
 
Todo lo que supuestamente criticaba Obama cuando era candidato a la Casa
 Blanca, ha sido mantenido, e incluso aumentado, durante su mandato, 
hasta el punto de que el programa de espionaje norteamericano es el más 
ambicioso que jamás ha sido impulsado en el mundo. Aquella 
transparencia, legitimidad, esperanza, todo el conjunto de bellas 
palabras que Obama transmitió al mundo; el énfasis en los derechos 
humanos, la limitación o incluso renuncia al uso de la fuerza, y la 
opción por unas relaciones internacionales basadas en la cooperación con
 las otras grandes potencias (sobre todo, China y Rusia) y no en la 
agresividad y en las intervenciones militares, se ha revelado como una 
completa impostura moral, sin que sirvan de excusa las “limitaciones del
 poder”.
 El dilema entre la seguridad y la libertad ha sido 
utilizado por el gobierno de Obama para construir un verdadero estado 
policial. Mientras Estados Unidos se presenta, con consumada hipocresía,
 como el defensor de la libertad en el mundo, y planifica gigantescas 
campañas de acoso político a China por el supuesto espionaje electrónico
 impulsado por Pekín… el mundo comprueba ahora que es el gobierno de 
Washington quien mantiene desde hace años un masivo robo de información,
 quien espía desde hace años a China y otros países, quien realiza 
ataques y sabotajes informáticos, quien roba información privada, 
militar, industrial y diplomática.
 En su política exterior, 
también Obama ofrece al mundo mentira tras mentira. Presentado por la 
diplomacia de su país, y por gran parte de los medios de comunicación 
internacionales, como el presidente que iba a crear una nueva 
arquitectura internacional gracias a una política exterior que rompería 
con los usos de Bush, admirado incluso por la izquierda moderada 
europea, lo cierto es que ha mantenido en lo esencial el agresivo 
despliegue norteamericano en el mundo, sin cerrar las guerras de Iraq y 
Afganistán, dirigiendo su programa de asesinatos desde los drones
 en distintos países asiáticos y africanos, aumentando incluso la 
presión sobre China en Asia, desarrollando el sistema antimisiles 
dirigido contra Moscú, y, también, contra Pekín, diseñando un peligroso y
 aventurero programa de pruebas militares en las fronteras de Corea del 
Norte, y aceptando el programa de acoso contra Siria y Bachar al-Asad, 
que fue impulsado por países clientes como Arabia, Qatar e Israel.
 Ahora, el sospechoso pretexto (utilización de armas químicas) dado para
 intervenir abiertamente en la guerra civil siria, recuerda también a 
las mentiras de Bush y Powell sobre las “armas de destrucción masiva” de
 Iraq, que nunca se encontraron. Además, Obama no ha conseguido ni el 
más mínimo avance para resolver la dramática situación del pueblo 
palestino, sometido a la ocupación, a la tortura, a la usurpación de su 
tierra, a la vida en las prisiones a cielo abierto en que Tel-Aviv ha 
convertido a Gaza y Cisjordania. Todas las promesas han sino vanas: 
Guantánamo, el programa de asesinatos selectivos en todo el mundo (que 
Obama supervisa y autoriza personalmente), el aumento de ataques con drones
 (superior a los años de Bush), la suerte del soldado Manning, y el 
acoso a Assange, las revelaciones del empleado de la CIA, Snowden, y los
 programas contra China y Rusia, dan fe del fraude.
 Aun 
aceptando los matices y las diferencias con Bush, aun considerando las 
batallas internas que siempre se han mantenido en el gobierno 
norteamericano, lo cierto es que Obama no ha supuesto un cambio en la 
ambición estadounidense y en su obsesiva persecución del predominio 
mundial. Dick Cheney, Donald Rumsfeld y Colin Powell han quedado ligados
 para siempre a la criminal acción del gobierno Bush, pero Obama no ha 
traído nuevos tiempos. Ahora lo sabemos: la locura enunciada en 1984,
 la novela de Orwell, tantas veces presentada como una feroz denuncia de
 los sistemas socialistas, anunciaba, en realidad, el mundo del 
capitalismo contemporáneo, la destrucción de los derechos cívicos, la 
indefensión absoluta de los ciudadanos ante el poder. Todo eso, y la 
militarización creciente de la política exterior norteamericana, no 
augura unos tiempos distintos a los de Bush: los cambios de Obama se 
explican más por la pérdida de peso de la economía norteamericana, 
forzada también a los recortes del presupuesto militar, y a las 
consecuencias y fracasos cosechados en la agresiva década de Bush, junto
 a la reticencia de la población norteamericana a nuevas guerras de 
agresión, que a un nuevo espíritu. Los años de Obama están presididos 
por las mentiras, el fraude y la decepción.
Artículo traducido del original catalán: “Obama: mentides, frau i decepció”, publicado en Nou Treball. 

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