Por Fernando Martínez Heredia
Estoy muy impresionado por la presencia 
del marxismo en el tema que me piden ustedes. Las palabras “cultura” y 
“revolución” forman parte del lenguaje corriente, pero el marxismo ha 
estado casi ausente en Cuba durante mucho tiempo. Es una señal muy 
importante, a mi juicio, que ustedes lo incluyan en sus búsquedas. 
Hablaré poco de marxismo en esta intervención, pero en realidad en casi 
toda ella estaré apelando al marxismo, o en diálogo con él.
Es imprescindible conocer y manejar 
conceptualmente las nociones de revolución, cultura y marxismo, con dos 
fines básicos, por lo menos: que la conciencia pueda recuperar terrenos
 que hemos perdido y se vuelva más capaz ante los retos actuales;y 
trabajar concretamente con esos conceptos y con los valores a los que 
ellos pueden ser referidos, tanto en el campo específico que nos toca en
 cada sector como en las dimensiones más generales de la sociedad, las 
cuales es ineludible abordar y conocer. Hoy es cuestión de vida o muerte
 para la Revolución que nosotros aprendamos a pensar, situarnos, valorar
 y asumir criterios propios; a comprender el movimiento en su conjunto, 
como pedía Carlos Marx en el Manifiesto Comunista. El compañero Raúl planteó la necesidad de articular y desarrollar un pensamiento propio en su discurso del día 1º en Santiago, reclamo que resulta providencial para nuestro tema.
Debo ser selectivo, aludir a cuestiones 
que debería exponer en detalle, e incluso ser parcial y omiso. Mi 
propósito es instigarlos a que sostengamos un diálogo a partir de esta 
intervención, y alentarlos a que estudien cada vez más. Por las 
características del asunto que nos reúne resulta imprescindible incluir 
la dimensión histórica en el análisis; por consiguiente, abordaré 
elementos que considero esenciales del proceso iniciado en 1959, aunque,
 como es natural, la actualidad tendrá un lugar principal en nuestro 
encuentro. Solo insisto en que debemos apoderarnos de la historia del 
proceso de este medio siglo –que, desgraciadamente, es muy poco 
conocida–, porque sin ella no se puede pensar bien el presente ni 
proyectar bien el futuro.
Después de 1945, el capitalismo mundial 
se vio precisado a realizar cambios y reajustes realmente importantes en
 su sistema, que se vieron facilitados por el predominio a escala 
mundial de Estados Unidos en el seno del capitalismo. Su naturaleza, 
historia, medios y modos de actuar eran más aptos para la nueva 
transformación que los de los poderes europeos, además de no cargar con 
el pesado fardo histórico del viejo colonialismo, ni el más reciente del
 fascismo. Es fundamental para nuestro tema tener en cuenta uno de esos 
cambios: el gran proceso de democratización de los consumos culturales 
que emprendió el capitalismo, un instrumento que ha tenido un valor 
grande y creciente en las reformulaciones de su hegemonía. Por su parte,
 los demás países independientes que se modernizaban y los nuevos 
Estados que se constituían a partir de la terminación de los sistemas 
coloniales se encontraron ante dos necesidades muy difíciles de separar:
 asumir una cultura que tenía una tendencia cada vez más 
universalizante, a la vez que defenderse de los efectos desarmantes 
sobre las culturas propias y de dominio extranjero que aquella portaba. 
Sin olvidar la gama extraordinaria de especificidades e identidades que 
albergan estos países –que en numerosos casos u oportunidades se ha 
vuelto decisiva–, resolver bien ese desafío ha seguido siendo crucial 
hasta el día de hoy.
También después de 1945 sucedieron 
revoluciones de liberación nacional profundas y consecuentes en varios 
países del que comenzaban a llamar Tercer Mundo, las cuales animaron la 
formación de un nuevo campo ideológico revolucionario e influyeron en un
 arco afroasiático de posiciones políticas que aspiraban a ser 
independientes de la influencia de las grandes potencias.
El socialismo y el marxismo habían 
sufrido un estancamiento en su centro mundial, desde el trágico final 
del proceso revolucionario bolchevique en la Unión Soviética durante los
 años treinta. Pero aquel país emergió triunfante de la prueba mortal de
 la Segunda Guerra Mundial, y su peso decisivo en la victoria sobre el 
fascismo alemán le aportó un inmenso prestigio, potencialmente 
extensible al socialismo. Sucedió entonces un segundo desencuentro 
funesto para la universalización del socialismo revolucionario marxista 
en el siglo XX, entre lo que podía ser su motor e influencia principales
 y los movimientos y las ideas de liberación de los pueblos del mundo 
que el capitalismo había sojuzgado.[2]
 Después de 1953, la URSS no logró ir más allá en cuanto a cambios que 
algunos reajustes en su sistema, en el del campo que había constituido 
con varios países europeos y en el conjunto de organizaciones políticas 
que lideraba a escala mundial. Pero se convirtió en el rival geopolítico
 mundial de Estados Unidos, y en ese carácter constituyó un factor 
favorable para el llamado Tercer Mundo, en formas y medidas diversas.
La incapacidad de continuar desarrollando
 una nueva cultura, diferente y no solamente opuesta al capitalismo, 
tarea ciclópea iniciada por la Revolución bolchevique, y la apelación 
cada vez mayor a elementos de la cultura del capitalismo, fueron 
decisivas en el proceso histórico de la Unión Soviética. Todo el que 
pretenda situarse bien como socialista en la actualidad está obligado a 
estudiar aquel proceso.
Menciono al menos que desde los años 
veinte las experiencias de resistencias, rebeldías y organizaciones 
habían producido intentos prácticos y cuerpos de ideas dirigidos al 
desarrollo del socialismo y el marxismo desde las realidades, las 
necesidades y los proyectos del mundo colonizado y neocolonizado. Su 
conjunto configura un acervo cultural revolucionario tan valioso como 
poco difundido y apreciado.
El triunfo de la Revolución cubana fue un
 evento formidable. En medio del Occidente burgués, al pie mismo de 
Estados Unidos, un pequeño país inauguró los famosos años sesenta en 
enero de 1959. Sus noticias, sus fotos, sus imágenes, conmovieron a 
América Latina y se expandieron por el mundo. El dirigente máximo del 
movimiento insurreccional y de la guerra revolucionaria, Fidel Castro, 
se convirtió en el líder supremo de la Revolución, conductor y 
radicalizador del proceso, educador político principal, artífice y 
símbolo de la unidad de los revolucionarios y del pueblo, y uno de los 
líderes políticos protagonistas en la escena internacional.
Para ilustrar lo que significó la 
Revolución en cuanto a cambios culturales en una multitud de terrenos, 
transformaciones que habían sido inconcebibles hasta aquel momento, me 
detengo un momento en el año 1961.
Aquel año es tan famoso y recordado por 
la campaña de alfabetización como por la batalla de Girón. La primera 
fue la vía para la multiplicación de los actores capacitados en el 
proceso de la Revolución: una masa enorme se apoderó de la palabra 
escrita y la esgrimió como una conquista de la sociedad liberada, se 
transformaron los datos esenciales de una parte enorme de la actividad 
cultural y de comunicación, y una primera generación de jovencitos tuvo 
su gesta revolucionaria posterior a 1958. La segunda fue la puesta en 
práctica del armamento general del pueblo que había preconizado Marx 
como requisito de las revoluciones proletarias, en una apoteosis de 
sangre y victoria que confirmó la capacidad de defenderse de la 
Revolución, bautizó al socialismo cubano y legitimó a las Milicias como 
su principal organización de masas.
En 1961 se hicieron palpables los 
desgarramientos que implicaba aquel proceso descomunal. Cincuenta y 
siete mil personas se marcharon por el aeropuerto de La Habana hacia 
Estados Unidos entre junio y agosto, mientras la disyuntiva heroica se 
expresaba en formas personales y familiares de rechazos y abandonos, o 
de nuevas razones de uniones más íntimas y fuertes. Entre los momentos 
estelares y los avatares cotidianos se desarrollaba una familia nueva, 
hermosa y enorme: la de las compañeras y los compañeros. Al mismo 
tiempo, se plasmaba una nueva unidad nacional que llegó a excluir de la 
condición de cubano a quienes se marchaban del país, y se emprendía 
–quizás demasiado pronto– un intento de organización política de la 
Revolución, fallido porque pretendió parecerse demasiado a la que regía 
en el campo europeo de la URSS.
La cubana fue una revolución socialista 
de liberación nacional, un tipo de revolución que no aparecía en el alud
 de textos de marxismo que llegaba a Cuba en esos años. Ese carácter le 
fue dado por la praxis consciente y organizada, primero de una minoría 
combatiente que se ganó el apoyo popular, y a partir del triunfo, de 
cientos de miles de personas que se concientizaban y organizaban, y de 
un consenso popular muy activo y muy decidido. De ese modo, la 
Revolución rompió una y otra vez los límites de lo posible, y creó 
nuevas realidades. Por consiguiente, el hecho mismo de la Revolución, su
 fuerza y su pervivencia, no se explicaban por un requisito fijado por 
aquellos textos tan normativos: la obligada correspondencia entre las 
fuerzas productivas y las relaciones de producción; más bien lo 
contradecían. Unir la liberación nacional y el socialismo fue un gran 
logro revolucionario que Cuba le aportó a la cultura del siglo XX, 
después de tantas décadas de intentos usualmente frustrados, discusiones
 estériles y conflictos que más de una vez llegaron a ser trágicos. El 
concepto de pueblo sirvió para comprender las luchas de clases y 
patrióticas que se necesitaban, y la acción del pueblo demostró su 
exactitud sobre el terreno.
En una sociedad con realidades y 
conciencia social referidas a lo mercantil y al dinero desde su primera 
gran expansión económica hace más de doscientos años, la política 
práctica y la conciencia política habían sido sumamente desarrolladas 
desde las revoluciones por la independencia –que violentaron el curso 
esperable de la evolución económica– y durante toda la época de la 
república burguesa neocolonial.  En la etapa de los veinte años previos a
 la insurrección –la segunda república–, la sociedad civil y las 
dimensiones política e ideológica, con sus  soluciones 
cívico-electorales para los problemas esenciales del país, sus 
organizaciones y su libertad de expresión, tenían mucho más desarrollo y
 expectativas que la formación económica burguesa neocolonizada. El 
resultado era un callejón sin salida.
La revolución liberó al país del poder de
 la burguesía y del imperialismo norteamericano, de hecho y en la 
dimensión de la hegemonía, mediante el recurso a desatar y multiplicar 
una y otra vez las fuerzas del pueblo y del poder revolucionario. 
Implantó la justicia social a fondo, sin temor y sin fronteras, y 
sometió a sucesivas destrucciones la división de la sociedad entre 
élites y masas. A una escala y profundidad que no se habían soñado, se 
fueron creando una nueva conciencia y una nueva educación política. El 
cambio de la actitud ante el consumo  –que era inducida y reforzada por 
extraordinarios aparatos de publicidad y marketing– fue realmente
 ejemplar. Cambió inclusive el sentido de los tiempos, cuando el 
presente se pobló de una multitud de acontecimientos, el pasado fue 
requerido para que apoyara a la lucha revolucionaria y revisado, y el 
futuro dejó de tener plazos cortos y efímeros para las mayorías, y se 
convirtió en un proyecto liberador muy trascendente que exigía, 
estimulaba y justificaba, digno de la entrega de los que no les 
alcanzaría la vida para verlo realizado.
La Revolución tuvo que emprender y llevar
 a cabo modernizaciones colosales en innumerables aspectos de la vida de
 las personas, las relaciones sociales y las instituciones, primero por 
perentorios actos de justicia, pero pronto, como consecuencia de las 
mismas expectativas que iba creando en una población que crecía sin 
cesar en capacidades y necesidades. Pero para ser realmente socialista 
debía emprender al mismo tiempo la crítica del carácter burgués de la 
modernidad y de las relaciones y contradicciones que existen entre 
civilización y liberación. Fidel y el Che supieron comprender, actuar y 
divulgar en ese terreno complejo pero vital, y le abrieron un cauce 
formidable al radicalismo revolucionario que había planteado tan 
tempranamente José Martí. La primera revolución socialista autóctona de 
Occidente supo enfrentarse a todos los colonialismos.
La gigantesca transformación creó la 
necesidad de un pensamiento trascendente, razón mucho más válida que la 
asunción del socialismo para comprender el súbito predicamento que 
alcanzó la filosofía marxista en Cuba. Lo que vengo planteando –y otras 
cuestiones que no menciono– levantaba desafíos nunca vistos antes al 
pensamiento y exigía la construcción de una filosofía de la Revolución 
cubana. Agrego solamente dos requisitos tremendos que confrontó desde el
 inicio el proceso de transición socialista: actuar, en lo fundamental, 
yendo más allá de la supuesta “etapa del desarrollo” en que se 
encontraba el país; y revolucionar una y otra vez las condiciones 
generales de la sociedad, las relaciones e instituciones principales, la
 actuación revolucionaria y la propia organización social. Estas dos 
necesidades siguen siendo condicionantes de la transición socialista 
hasta la actualidad. La plena conciencia de ellas, y su expresión 
pública, caracterizó a la dirección revolucionaria. Por ejemplo, el Che 
dijo: “hemos sustituido la lucha viva de las clases por el poder del 
Estado en nombre del pueblo”. Concibió a la Revolución como un puesto de
 mando sobre una economía con apellido, puesta al servicio de los 
trabajadores y el pueblo al mismo tiempo que dirigida al desarrollo del 
país y a su defensa.
En la Cuba de los años sesenta existía la
 conciencia de que aquellas profundas transformaciones serían al mismo 
tiempo la premisa para desplegar procesos de liberaciones cada vez más 
profundas y abarcadoras, capaces de subvertir hasta sus propias 
creaciones previas, en busca de nuevas personas, una nueva sociedad y 
una nueva cultura. La Revolución franqueó el acceso a un formidable 
avance de la conciencia que sería suicida olvidar: la certeza de que 
todas las sociedades que llaman modernas funcionan garantizando la 
reproducción general de las condiciones de existencia de la dominación 
de clase y la dominación nacional, y que ellas han sido y son 
suficientemente competentes y hábiles para reabsorber y reapropiarse 
procesos que durante una época fueron  revolucionarios.
Después de las nacionalizaciones masivas y
 la batalla de Girón quedó claro y expreso que Cuba era socialista, pero
 al mismo tiempo se desplegaron serias diferencias y algunos conflictos 
dentro del campo de la Revolución, acerca de cuestiones fundamentales de
 la comprensión del socialismo. Todo el pensamiento existente en 1959, 
cuya riqueza, amplitud y diversidad es conveniente no olvidar, 
resultaba, sin embargo, insuficiente desde sus propios principios para 
enfrentar los nuevos retos. Por cierto, en condiciones muy diferentes, 
estamos hoy ante una insuficiencia análoga.
Había que poner el pensamiento a la 
altura de los hechos, de los problemas y de los proyectos, porque él 
debía ser un auxiliar imprescindible, un adelantado y un 
prefigurador.      Sucedió entonces una colosal batalla de las ideas, 
que después fue sometida en su mayor parte al olvido y que está 
regresando, en buen momento, para ayudarnos a comprender bien de dónde 
venimos, qué somos y adónde podemos ir. El democratismo de los años 
cuarenta y cincuenta, que había contribuido mucho a formar ciudadanos 
más capaces y exigentes, no pudo encontrar su lugar en medio de la 
tormenta revolucionaria. El socialismo del campo soviético no podía 
servirle al propósito liberador; el hecho de ser la URSS el principal 
aliado que tuvimos y el entusiasmo con que nos abalanzamos sobre el 
marxismo más bien fueron factores de confusión y perjuicio en los 
terrenos de la política y del pensamiento. La teoría de Marx, Engels y 
Lenin había sido reducida por el llamado comunismo a una ideología 
autoritaria destinada sobre todo a legitimar, obedecer, clasificar y 
juzgar.
Necesitábamos un marxismo creador y 
abierto, debatidor, que supiera asumir el anticolonialismo más radical, 
el internacionalismo en vez de la razón de Estado, un verdadero 
antimperialismo y la transformación sin fronteras de la persona y la 
sociedad socialista, como premisas militantes de un trabajo intelectual 
que fuera celoso de su autonomía y esencialmente crítico. Un marxismo 
que no se creyera el único pensamiento admisible, ni el juez de los 
demás.
“Pensar con cabeza propia”, entonces, no 
era una frase, sino una necesidad perentoria. Pero se trataba de un 
propósito muy difícil, porque el colonialismo mental resulta el más 
reacio a reconocerse, porta la enfermedad de la soberbia y la creencia 
en la civilización y la razón como entes superiores e inapelables. La 
educación sistemática convencional, y una gran parte de la que se 
adquiere por medios propios, es una formación para convertirse en un 
colonizado. Asume formas groseras y formas sutiles. Hay modernizaciones 
que parecen aportar autonomía, cuando en realidad solamente “ponen al 
día” los sistemas de dominación. La colonización de las personas 
sobrevive a la terminación de la colonización territorial y logra 
perdurar después del cese de la dominación neocolonial. Es una oscura 
revancha, que un día se despoja de sus disfraces y pasa a reinar.
Sin embargo, la revolución verdadera todo
 lo puede, y en aquellos años se reunieron las grandes modernizaciones y
 el ansia de aprender con el cuestionamiento de las normas y las 
verdades establecidas, la entrega completa y la militancia abnegada con 
la actitud libertaria y la actuación rebelde, la polémica y el disenso 
dentro de la Revolución. En todo caso, estaba claro que el pensamiento 
determinante también tendría que ser nuevo. Por otra parte, para pensar 
con cabeza propia hay que tener instrumentos. Por eso, leer era una 
fiebre. Junto a las obras y las palabras de cubanos, una gran cantidad 
de textos y autores de otros países se consumían o se perseguían.
Es cierto que el dogma y el catecismo, el
 marxismo como un talismán o como una propiedad privada, seguían vivos y
 activos, y que cumplían funciones muy diversas, que iban desde darles 
confianza y seguridad en la victoria futura del socialismo y el 
comunismo a muchos revolucionarios hasta la de encadenar y empobrecer el
 pensamiento, imponer autoritarismos y neutralizar voluntades, bloquear 
iniciativas, crear sospechas, condenar los desacuerdos y, en el terreno 
intelectual, animar la erudición vacía, la intolerancia y las citas de 
autoridad. Pero esa doctrina había retrocedido mucho y había perdido 
legitimidad.
Quiero destacar que existía entonces un 
gran número de trabajos marxistas latinoamericanos muy valiosos, y 
seguían apareciendo sin cesar. Entre ellos hubo obras que aportaron 
mucho, y como marco de esa producción existía entre nosotros y en el 
continente un ambiente social, político y cultural en el que las 
nociones marxistas, o las que se le atribuían al marxismo, tenían un 
amplio espacio de aceptación o de manejo. Los que tenían conocimientos 
de esa teoría o estaban adquiriéndolos buscaban, leían y discutían con 
entusiasmo a autores marxistas europeos, asiáticos y norteamericanos, 
pero con ánimo de volverse más capaces de utilizar el marxismo frente a 
sus propios problemas y de formular mejor sus propios proyectos y sus 
estrategias. La mayoría de los jóvenes no conoce la inmensa riqueza de 
la obra intelectual latinoamericana del tercer cuarto del siglo XX: se 
les ha privado de ella. Su rescate puede ayudar mucho a que sea posible 
enfrentar con éxito los desafíos actuales.
La que considero segunda etapa de la 
Revolución en el poder –de inicios de los años setenta al inicio de los 
noventa– fue sumamente contradictoria. Por una parte, registró grandes 
avances en la redistribución de la riqueza, el consumo personal y la 
calidad de la vida, con salarios reales superiores a los nominales, 
servicios de educación, salud y otros universales y gratuitos, y un gran
 desarrollo de la seguridad social. El nivel educacional experimentó un 
salto gigantesco, quizás único en el mundo para un intervalo tan corto, y
 una gran parte de la población tuvo a su alcance grandes oportunidades 
de ascenso, aunque la movilidad social fue algo menor que en los años 
sesenta. Se lograron las mayores producciones azucareras de toda la 
historia del país, con un nivel alto de mecanización de la cosecha. El 
internacionalismo, gran formador de altruismo y escuela superior de 
socialismo, se expandió y llegó a ser de masas. Pero, por otra parte, 
Cuba estableció una sujeción económica a la URSS como gran exportadora 
de azúcar crudo y níquel e importadora de alimentos, petróleo, vehículos
 y equipos, fórmula que aseguró el presente pero cerró puertas a la 
autosuficiencia alimentaria y a un desarrollo económico autónomo, a 
pesar del gran crecimiento de profesionales, técnicos y trabajadores 
calificados.
Se produjo una profunda burocratización 
de las instituciones y organizaciones de la Revolución, y la eliminación
 de los debates entre los revolucionarios. La ideología dominante en la 
URSS fue impuesta como el único y legítimo socialismo, y se copiaron 
parcialmente instituciones y políticas de aquel país. Como los rasgos 
esenciales del socialismo cubano se mantuvieron, el resultado fue 
híbrido y contradictorio. Un autoritarismo férreo se abatió sobre la 
dimensión ideológica y los medios de comunicación, sometidos a dura 
censura y a algo peor, la autocensura. El pensamiento social fue 
dogmatizado y empobrecido. Predominaron las ideas civilizatorias sobre 
las de liberación socialistas. Aunque las características positivas de 
la etapa les restaban importancia, aparecieron privilegios e intereses 
de grupos, doble moral, oportunismo o indiferencia, y otros males 
diversos.
Desde mediados de los años ochenta, Fidel
 lanzó una campaña política e ideológica llamada de “rectificación de 
errores y tendencias negativas”, que trató cumplir esas tareas, 
recuperar el proyecto original de la Revolución en las nuevas 
condiciones, profundizar el socialismo y enfrentar a tiempo la fase 
final, que nuestro líder preveía, de la URSS y el llamado campo 
socialista. Pronto se desencadenaron aquellos eventos tan desastrosos e 
indecorosos, pero no pudieron arrastrar consigo a la Revolución cubana, 
que demostró así su especificidad y sus cualidades. La maestría y la 
firmeza del líder y la abnegación y la sabiduría política del pueblo, 
unidos, impidieron la caída del socialismo cubano. Sin embargo, resultó 
inevitable la abrumadora crisis económica y de la calidad de la vida de 
los primeros años noventa, que precipitó el final de la segunda etapa de
 la Revolución en el poder y cambió los datos principales de la 
situación.
La gran acumulación cultural 
revolucionaria propia ha seguido siendo decisiva para el sistema cubano 
hasta hoy, aunque en buena parte lo es de otro modo. Pero en una medida 
muy grande y creciente, somos hijos de estos últimos veinte años.
Desde el inicio de la gran crisis la 
forma de gobierno tuvo que concentrar más el poder, y lo esencial de la 
política fue la cohesión firme entre ese poder y la mayoría del pueblo, 
que lo identificaba como el defensor del sistema de justicia social y 
transición socialista, y de la soberanía nacional. Así fue de hecho, 
pero no se desató una lucha ideológica que enfrentara el desprestigio 
mundial al que se estaba sometiendo al socialismo y reivindicara el 
socialismo cubano, y aunque pudieron expresarse públicamente criterios 
revolucionarios diferenciados, no se alentaron los debates que tanto 
necesitaba la nueva situación. Porque desde esos primeros años noventa 
se pusieron en marcha importantes transformaciones de la vida, las 
relaciones sociales y las conciencias dentro de la sociedad cubana, que 
han erosionado una buena parte de la manera de vivir que conquistó el 
socialismo en Cuba, y de las representaciones y valores que le 
correspondían. Esos cambios han sido paulatinos durante más de veinte 
años, hasta hoy.
La ofensiva de Fidel al inicio del siglo 
XXI pretendió frenar desigualdades y reforzar al socialismo. Sin 
embargo, tuvo la insuficiencia grave de abandonar prácticamente la 
apelación a una divulgación política e ideológica que relacionara las 
medidas que se tomaban con las características socialistas que 
conservaba la mayor parte de la vida social y con la necesidad de 
defender y desarrollar el socialismo. Dejó de existir un pensamiento 
estructurado que operara como fundamentación del socialismo en Cuba y, 
por consiguiente, se vieron perjudicadas las prácticas relacionadas con 
él en la política, la educación, los medios, la divulgación, la vida 
cotidiana. Esas dos ausencias se han ido instalando en la cultura 
cubana.
En la actualidad existe una gran franja 
cultural en el país que es ajena a la Revolución. Y dentro de la cultura
 cubana está instalado el rasgo constituido por una despolitización que 
al inicio –en los primeros noventa– contenía elementos de crítica 
política o de desilusión; después, ha buscado sus posturas y su 
legitimidad en la actividad individual, las profesiones, oficios y 
grupos de pertenencia, y también ha pretendido encontrar referentes en 
una supuesta tradición nacional, tornada aséptica y expurgado su enorme y
 tantas veces decisivo componente cívico y político. En el período 
reciente, la despolitización es asumida por sectores de población con 
naturalidad y sin explicaciones.
Esa posición privilegia los asuntos 
personales y las relaciones familiares y de pequeños grupos, y suele 
creerse ajena a las militancias y las contaminaciones políticas. En 
unos, expresa el cansancio o la falta de interés en lo político; en 
otros, los afanes de la vida del hombre económico, aunque también se 
combinan las motivaciones. No hace política, pero desempeña, sin duda, 
funciones políticas: en un campo aparentemente inocuo ayuda a socavar 
las bases espirituales y morales del socialismo en Cuba. Convive en 
paralelo con las convicciones políticas y las costumbres arraigadas 
durante el proceso iniciado en 1959, como conviven en paralelo en 
nuestra sociedad un enorme número de relaciones sociales, 
representaciones y valores socialistas y capitalistas, pero disimula 
como ninguno sus consecuencias antisocialistas y antirrevolucionarias. 
Podría llegar a formar parte de la formación de una ideología 
conservadora de clase media.
Es necesario conocer este proceso de 
despolitización, sus rasgos y sus tendencias, para actuar con eficiencia
 respecto a él. Por el componente reactivo que ha tenido, en relación 
con la politización extremada que rigió durante un largo período la vida
 del país –que podía llegar a ser agobiadora–, prefiero distinguir el 
apoliticismo respecto a otro proceso que en las últimas dos décadas ha 
registrado una expansión y un afianzamiento crecientes: la 
conservatización social. Esta última tiene análogas características y 
consecuencias respecto a lo político y al antisocialismo, pero parece 
ser aún más neutra que la despolitización, como la portadora de modas, 
comportamientos, satisfacciones y normas que tienen su referente en algo
 que porta el aura de lo intemporal. En suma, como una “vuelta a la 
normalidad” de la sociedad.
La conservatización compite por ser la 
rectora de los valores y del buen gusto, de la imagen social y de los 
criterios, del juicio que cada quien se forme acerca de sí y de los 
demás, de la concepción del mundo y de la vida en nuestra sociedad. Este
 cáncer es pariente cercano de otro mal que nos corroe, de apariencia 
más moderna: el enorme consumo de productos culturales norteamericanos. 
En 2011 escribí un texto acerca del enfrentamiento crucial que vive el 
mundo, en el que incluía, como es imprescindible, la guerra cultural 
mundial, estrategia principal del imperialismo en ese conflicto. 
Permítanme hacer una larga cita de ese texto, en aras de nuestro 
objetivo:
Cuba no está fuera de 
esa guerra: somos un objetivo especial de ella, porque los expulsamos de
 aquí y hemos resistido con éxito al imperialismo durante más de medio 
siglo. Ellos quieren restaurar en Cuba el capitalismo neocolonizado, y 
para nosotros no hay opciones intermedias.
Una entre otras tareas 
sería trabajar contra las formas cotidianas en que se siembra, difunde y
 sedimenta ese control, sobre todo las que parecen ajenas a lo político o
 ideológico, e inofensivas. Por ejemplo, a través del consumo de un alud
 interminable de materiales se intenta norteamericanizar a cientos de 
millones en todo el planeta, en cuanto a las imágenes, las percepciones y
 los sentimientos. A veces tratan cuestiones políticas, con enfoques 
variados –aunque prima el conservatismo–, pero la proporción es ínfima 
en relación con las cuestiones no políticas. Lo decisivo es familiarizar
 y acostumbrar a compartir con simpatía las situaciones, el sentido 
común, los valores, los trajines diarios, los modelos de conducta, la 
bandera, las aventuras de una multitud de héroes, las ideas, los 
artistas famosos, los policías, la vida entera y el espíritu de Estados 
Unidos. Sin vivir allá ni aspirar a una tarjeta verde. Es suicida quien 
cree que esto es solamente un entretenimiento inocente para pasar ratos 
amables.
¿Qué es noticia al 
servicio de la dominación, para qué, cómo se trabaja, cuánto dura? En 
este campo tan crucial para la ideología coexisten los análisis 
espléndidos o rigurosos de especialistas, que lo muestran o explican muy
 bien, con el tratamiento que suele darse en la práctica a la 
información y la consecuente formación de opinión pública. Se ven y se 
oyen materiales que constituyen propaganda imperialista acerca de los 
hechos que realizan contra los pueblos, sin hacerles ninguna crítica, o 
se repiten sus términos, como el que le llama “servicio internacional” a
 su ejército de ocupación de un país. No basta con hacer divulgación o 
propaganda antimperialistas, si ellas conviven con mensajes 
imperialistas y fórmulas confusionistas. (…)
No es posible ser 
ciego: están tratando de convertir en hechos naturales hasta sus mayores
 crímenes, en asunto de noticias sesgadas y empleo de palabras más o 
menos comedidas. Su apuesta es lograr que los activistas sociales y los 
intelectuales y artistas que son conscientes y se oponen queden solos y 
aislados en sus nichos, y sus productos sean consumos de minorías, 
mientras las mayorías conforman una corriente principal totalmente 
controlada por ellos. El apoliticismo y la conservatización de la vida 
social son fundamentales para el capitalismo actual.[3]
Es impresionante cuánto material que 
responde a esa campaña imperialista ocupa espacio en medios de 
comunicación que pertenecen al Estado cubano. Es vital crear conciencia 
acerca de esto, y sobre todo actuar en contra de algún modo que sea 
efectivo. En general, el mundo de lo político y el de lo apolítico están
 viviendo en paralelo, con escasos conflictos y aparentemente sin 
generar cambios en la situación. Como esto no genera confrontaciones, 
podría parecer innecesario que quien se sienta revolucionario vea con 
alarma lo que sucede y actúe en consecuencia. Ese sería un error muy 
grave. En realidad, esa calmada convivencia solo contribuye a reforzar 
un proceso sumamente peligroso de desarme ideológico que está en marcha 
en nuestro país.
A contrapelo de lo anterior, en estos 
últimos años se ha producido un positivo aumento de la politización en 
sectores amplios de población, que pone parcialmente en acción el nivel 
tan extraordinario de conciencia política que posee el pueblo cubano. 
Emergen sectores no pequeños de jóvenes politizados o con deseo de 
estarlo, que rechazan el capitalismo. Una parte de ellos podría ir 
integrando una nueva intelectualidad revolucionaria. Ha crecido bastante
 la expresión pública de criterios diferentes dentro del cauce del 
socialismo, pero la socialización de un pensamiento que trate las 
cuestiones esenciales sigue sin ponerse a la orden del día.
Mientras, se han emprendido 
transformaciones que pueden ser decisivas respecto a la existencia misma
 del socialismo cubano, al mismo tiempo que continúan tendencias que 
vienen del curso de las últimas dos décadas. Se han tomado y se toman 
medidas económicas muy importantes sin que haya discusión desde una u 
otra posición en economía política, porque no se invoca ninguna. Un 
pragmatismo descarnado es la regla, salpicado por algunas palabras que 
reiteran que lo que se hace es para el socialismo o en nombre de él. 
Existe un divorcio total entre las reflexiones críticas y las 
preocupaciones que expresan revolucionarios socialistas –entre los 
cuales hay cierto número de dirigentes–, por un lado, y por otro 
numerosas informaciones y trabajos de opinión que aparecen en medios que
 pertenecen al Estado, ciegos ante lo que les parece negativo o 
inconveniente, y aferrados a tópicos que ya no son y a otros que nunca 
fueron.
Una parte de los aparatos encargados de 
lo político, del Estado y de otras organizaciones e instituciones 
sociales, alberga numerosas deficiencias. Entre ellas están la 
indiferencia ante el deber de apoyar tanto las críticas justas como las 
iniciativas positivas de las personas conscientes, una inercia 
descomunal y el ocultamiento o la pasividad ante lo mal hecho. A muchos 
efectos, es como si hubiera dos países.
Cuba vive una pugna cultural crucial 
entre el capitalismo y el socialismo. Ella se libra de un modo pacífico 
que es ejemplar, pero lo que está en juego es la naturaleza del sistema y
 de la manera de vivir que han regido en este país desde 1959. Hoy 
tenemos enfrente dos riesgos: a) que no triunfe el socialismo; b) que en
 algún momento se rompan los equilibrios que rigen esa pugna.
El discurso del compañero Raúl el 1º de 
enero constituye también, a mi juicio, un llamado a que se plasme la 
ofensiva política socialista que es tan necesaria. El pueblo cubano ha 
ejercido la justicia social, la libertad, la solidaridad, el pensar con 
su propia cabeza, y se ha acostumbrado a hacerlo. A pesar de los 
enemigos, las insuficiencias y los errores, nos hemos vuelto más capaces
 de satisfacer las exigencias provenientes de las capacidades y los 
valores adquiridos por la humanidad durante el siglo XX que los pueblos 
de la mayor parte del mundo.
Para enfrentar con éxito la contienda 
cultural que está en curso me parece imprescindible hacer expresa, 
fortalecer y desarrollar la alianza entre un poder político que mantenga
 sus fuerzas y esté dispuesto a someterse a un proyecto socialista 
participativo que lo vaya convirtiendo en un poder popular, y la 
cultura, que es una dimensión descollante de la vida nacional y al mismo
 tiempo constituye un potencial capaz de ponerse en acto, si se trabaja 
en el campo cultural con una combinación de plan y de voluntad 
revolucionaria, y se eliminan serios obstáculos que confronta. Esa 
alianza sería una de las fuerzas principales en una batalla que tendrá 
dos objetivos: impedir que las personas y la sociedad sean sometidas a 
un modo de vida y de organización social de explotación, injusticias 
sociales y cesiones de soberanía; y volver capaces a las personas y la 
sociedad de desplegar sus cualidades y sus capacidades para defender y 
desarrollar una sociedad solidaria y socialista.
No será suficiente la crítica más atinada
 y profunda. Para ser viables y para triunfar estamos obligados a crear 
una nueva cultura diferente y superior a la del capitalismo. Que 
logremos ser “cultos y políticos” al mismo tiempo y en las mismas 
personas será un avance fundamental, porque mostrará que nos estamos 
dotando de facultades y potencialidades para triunfar en la más difícil 
de las pruebas que existen en el mundo actual. Será también indicio y 
anuncio de un tiempo que tendrá que venir, en el que la política no 
“atenderá” a la cultura, sino que será una de las formas de la cultura.
Tengamos conciencia política del momento 
histórico en que vivimos y lo que se juega en él. Cada día somos más y 
adquirimos más conciencia, en esta hora de Cuba, y podemos ir 
condensando nuestras ideas, sentimientos y prácticas en la formación de 
un bloque intergeneracional. Entre innumerables tanteos, puede ser que 
estemos participando en las primeras etapas de la puesta en marcha, 
desde muchos lugares diferentes, de lo que mañana llegará a ser un nuevo
 bloque histórico.
Unas palabras finales acerca del pensamiento y del marxismo, como les prometí al inicio.
Resulta obvio que en Cuba es necesario y 
urgente un pensamiento que sea idóneo para analizar en toda su 
complejidad la situación actual y las tendencias que pugnan en ella, los
 instrumentos, las estrategias y tácticas, el rumbo a seguir y el 
proyecto. Ese pensamiento es uno de los elementos indispensables para 
que se mantenga la manera de vivir que construimos con tantas creaciones
 y tantos esfuerzos y sacrificios, y lo haga del único modo que en 
última instancia le es posible al socialismo: mediante el despliegue de 
sus fuerzas propias y sus potencialidades, y la capacidad dialéctica de 
revolucionarse a sí mismo una y otra vez. Sería suicida suponer que un 
pragmatismo afortunado nos salvará: la sociedad socialista está obligada
 a ser intencionada, organizada y, si es posible, planeada. En la acera 
de enfrente, hasta el sentido común es burgués. Nosotros tenemos que 
combinar bien el realismo terco con la imaginación.
Necesitamos ser capaces de elaborar una 
economía política al servicio del socialismo para la Cuba actual y la 
previsible, y desarrollar en todos sus aspectos un pensamiento social 
crítico y aportador, capaz de participar con eficacia en la decisiva 
batalla cultural que se está librando. Ese pensamiento tendrá que ser 
socialista, es decir, superior a la mera reproducción esperable de la 
vida social, y si sabe utilizar el marxismo tendrá a su favor el 
instrumento más avanzado con que puede pensarse la liberación humana y 
social.
Entre el final de los años ochenta y los 
primeros noventa, el tiempo del proceso de rectificación, la gran crisis
 económica y el desprestigio mundial del socialismo, no solo naufragó en
 Cuba el mal llamado marxismo-leninismo: se produjo un alejamiento 
bastante generalizado de todo el marxismo. La historia de las dos 
décadas siguientes ha registrado una gran diversidad en ese campo. 
Minorías sumamente valiosas y esforzadas han estudiado, hecho docencia, 
expuesto, utilizado y publicado marxismo, en una labor de rescate y 
desarrollo muy difícil, porque en la mayor parte del sistema de 
enseñanza y de la divulgación que hacen algunos medios tiene en su 
contra el conservatismo, la rutina o la inercia, esta última un mal 
nacional actual que ya es comparable al burocratismo en su alcance 
nefasto. El marxismo ha recibido muy escasa atención en el trabajo, el 
lenguaje y los medios políticos e ideológicos, y seguramente le ha 
parecido de mal gusto mencionarlo a los que no se arriesgan a nada que 
no se les oriente o les parezca aprobado previamente, y a las víctimas o
 los seguidores de la avalancha de productos culturales que padecemos, 
propagadores del modo de vida, los sentimientos, los valores y los 
pensamientos, de la cultura, en suma, del capitalismo.
Nos ha favorecido mucho el soplo de aire 
fresco en el terreno teórico que acompañó a la rectificación y al 
desastre, y el ambiente de permisividad en ese campo que se implantó a 
continuación. Pero ahora que cada vez lo necesitaremos más, no podemos 
cometer el error de asumir cualquier cosa que se presente como marxismo.
 Me extendí un poco al caracterizar aquel tiempo del pensamiento en que 
fue necesario y se logró asumir una filosofía para la Revolución cubana,
 porque hoy se vuelve necesario repetir aquel logro, y nada que sea 
menor nos servirá. Como sucede siempre, tendrá que ser muy creativo y 
muy abierto y receptivo a las opiniones diversas, pero será de otro 
modo, enfrentará otros problemas, utilizará otros instrumentos, 
elaborará nuevas tesis y desempeñará papeles mayores que los de entonces
 en la elaboración cultural de un socialismo que considerará al del 
siglo XX como un socialismo primitivo. Si alcanzo a verlo, me sentiré 
muy feliz.
[1] El 10 de enero de 2014 hablé sobre el tema del título en el espacio Catalejo,
 de la Unión de Periodistas de Cuba, a un grupo numeroso de miembros, 
presididos por Antonio Moltó. Estoy muy agradecido por los criterios y 
las preguntas tan valiosos vertidos por los participantes, y las 
gentilezas y el espíritu fraternal de aquella tarde. Redacté y agregué 
algunos párrafos a mis palabras, en modesta retribución a los que 
trabajan tanto, conscientes de la importancia que tienen sus tareas para
 nuestra sociedad..
[2] El primero sucedió en los años veinte-treinta, en los tiempos de la Internacional Comunista.
[3] Fernando Martínez Heredia: “Contra el capitalismo”, 1º de septiembre de 2011. Fue publicado en medios digitales.
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