Por Julio César Sánchez Guerra
No se trata del cuervo de Edgar Allan Poe, el pájaro que entra por la ventana a media noche, se posa sobre los hombros del busto de Palas Atenea, y luego lanza a un hombre triste la frase como una sentencia: «Nunca más». Tampoco es para hablar del cuervo que sostiene un queso, o la advertencia de «cría cuervos y te sacarán los ojos».
Esta es la historia de otro cuervo que aparece en una fábula de la literatura del noble pueblo saharaui, el mismo que resiste la sed colonial de los que le niegan su independencia: «Un cuervo quiso caminar con la elegancia del avestruz. A pesar de todos los intentos no lo consiguió. Pero al cuervo se le olvidó, de tanta imitación, su propio modo de andar. Al final, se quedó dando ridículos saltitos que no tenían nada que ver con su original forma de caminar ni tampoco con la del avestruz».
Esta experiencia la resumen nuestros abuelos con aquello de «el que imita fracasa»; para decirlo a la manera de Pierre Duculot: «Un árbol solo puede crecer si tiene raíces». Pero esas raíces no pueden ser ajenas.
El asunto nos devuelve una pregunta donde la cultura termina por definir nuestro propio modo de caminar: ¿Cómo es posible en un mundo globalizado defender la autoctonía que revela nuestro modo de ser cubanos? «Del espíritu a la piel nos llegará el color definitivo», había dicho Nicolás Guillén; pero, ¿otro espíritu ajeno a nuestra realidad puede adulterar nuestro color definitivo? ¿Abrirnos al mundo? Sí, pero sin evaporar el nuestro.
José Martí jamás dijo que «nuestro vino es agrio pero es nuestro vino». Tal deformación de la idea ha servido para justificar nuestras insuficiencias o sobredosis de empachos mentales. Es justamente en el ensayo Nuestra América donde afirma: «El vino, de plátano; y si sale agrio, es nuestro vino». La idea relaciona por un lado la autoctonía y por otra parte, el vino no tiene por qué salir agrio, pero si así fuera, es nuestro, como son nuestros los defectos y los errores.
Hoy en el mundo una corriente principal nos vende fetiches, pensamiento único, desmontaje de la memoria colectiva, modelos de consumo, posverdad que es otro nombre de la mentira, jueguitos digitales para matar, siempre desde una mirada etnocéntrica y racista… Ahora canalizan nuestras lágrimas con las mismas novelas y estimulan las pulsiones de viejos instintos.
Que nadie olvide ante los intentos de imitar lo que lesione nuestra cultura, aquella advertencia martiana lanzada desde el siglo XIX: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas». Tronco de la ceiba, cuya sombra, sin permiso, no se puede pisar; tronco de palmas que «son novias que esperan», tronco de Cuba.
No se trata de sacudirnos de lo que no es nuestro, sino de aquello que termina por quitar a nuestra cultura la elegancia de su andar, la música, la poesía, la gestualidad armada de cierta bulla para defender una verdad, también de la pelota que se eleva por el jardín central y rompe el doble seis en la mesa.
Vivamos nuestra cultura a paso cubano, sin el cuervo ni el avestruz; tal vez con algún zapato roto de tanta marcha, pero con los sueños intactos a pesar de los que se empeñan en sacarnos el alma y los ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario