viernes, 11 de julio de 2025

La hipocresía de la sangre pura


Tomado de la cuenta X @Spanish_Revo 

Hay algo especialmente repugnante en quienes abanderan una política de exclusión que no podrían soportar si se aplicara con rigor. Vemos a Hermann Tertsch, a Rocío de Meer y a Ignacio Garriga, dirigentes de Vox, una formación que propone deportaciones masivas bajo el eufemismo siniestro de la "remigración". Y sin embargo, ellos mismos tienen orígenes extranjeros o familiares directos que, bajo sus propios criterios raciales o nacionalistas, podrían haber sido considerados sospechosos, indignos, expulsables.

La doble vara no es accidental. Es estructural. Es parte del fascismo: el poder para decidir quién merece quedarse y quién debe marcharse. Pero cuando esa potestad se la arrogan quienes no serían aceptados en su propio esquema, el esperpento roza el paroxismo. Garriga, hijo de padre africano. Tertsch, con ciudadanía austríaca. Smith, apellidado como un coronel británico de ultramar. Todos ellos son los rostros del nacionalismo excluyente. Todos ellos, en cualquier otro contexto histórico parecido al que desean imitar, estarían fuera del país que dicen querer proteger.

La “remigración” no es una política. Es una coartada para legitimar el odio. Una manera de dar forma legal al capricho de expulsar al diferente. Y aquí está el verdadero fondo del asunto: no se trata de extranjería, se trata de obediencia. No es el pasaporte lo que molesta, sino el desacuerdo. Lo extranjero no es el origen, sino la disidencia. Por eso Garriga puede mantenerse. Por eso Tertsch es tolerado. Porque no se trata de linaje, se trata de sumisión al discurso de guerra cultural de la extrema derecha.

La ultraderecha siempre ha sabido usar a peones con identidades contradictorias para enmascarar su racismo. Es una táctica vieja. Poner a mujeres a justificar el machismo. A migrantes, a defender la deportación. A homosexuales, a abominar del "lobby gay". La reacción se sirve de rostros amables o minoritarios para lavar su mensaje. Lo llamaron ‘tokenismo’, lo llamaron ‘diversidad estratégica’. Pero sigue siendo lo mismo: manipulación y traición a las propias raíces.

Hay que decirlo claro: la remigración es una forma contemporánea de limpieza étnica encubierta. Una amenaza colectiva disfrazada de orden administrativo. Y quienes la defienden desde dentro, como los mencionados, han elegido su bando a costa de su propia historia. No hay mayor violencia simbólica que negarse a uno mismo para sobrevivir políticamente.

Que nadie se engañe. Si mañana España fuera regida por un régimen puramente racialista como el que Vox insinúa, sus propios dirigentes serían los primeros en tener que justificar su existencia. Y no lo harían con argumentos, sino suplicando perdón, exhibiendo su lealtad, delatando a los demás. Porque eso es lo que hace el fascismo: construye una nación de delatores, no de ciudadanos.

Mientras tanto, lo importante no es su origen, sino su discurso. Y su discurso es el del odio, la mentira y la exclusión. Que nadie mire su pasaporte. Miremos su programa. Miremos lo que hacen. Y lo que hacen es devastador. Aunque lo hagan en castellano perfecto, aunque tengan nombres británicos o raíces austríacas. Aunque parezcan españoles por fuera, dentro llevan la semilla del totalitarismo más rancio.

No basta con señalar la contradicción. Hay que desmontar la estructura entera que permite que esa contradicción se convierta en poder institucional. Porque mientras discutimos sobre apellidos, ellos siguen construyendo su país ideal: sin memoria, sin mezcla, sin dignidad.

Y eso —eso sí— nunca lo reconocerán. Porque implicaría reconocerse también a ellos como extranjeros. Como intrusos. Como los otros.

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