Tomado de la cuenta X @Spanish_Revo
Hay algo especialmente repugnante en quienes abanderan una política de exclusión que no podrían soportar si se aplicara con rigor. Vemos a Hermann Tertsch, a Rocío de Meer y a Ignacio Garriga, dirigentes de Vox, una formación que propone deportaciones masivas bajo el eufemismo siniestro de la "remigración". Y sin embargo, ellos mismos tienen orígenes extranjeros o familiares directos que, bajo sus propios criterios raciales o nacionalistas, podrían haber sido considerados sospechosos, indignos, expulsables.
La doble vara no es accidental. Es estructural. Es parte del
fascismo: el poder para decidir quién merece quedarse y quién debe marcharse.
Pero cuando esa potestad se la arrogan quienes no serían aceptados en su propio
esquema, el esperpento roza el paroxismo. Garriga, hijo de padre africano.
Tertsch, con ciudadanía austríaca. Smith, apellidado como un coronel británico
de ultramar. Todos ellos son los rostros del nacionalismo excluyente. Todos
ellos, en cualquier otro contexto histórico parecido al que desean imitar,
estarían fuera del país que dicen querer proteger.
La “remigración” no es una política. Es una coartada para
legitimar el odio. Una manera de dar forma legal al capricho de expulsar al
diferente. Y aquí está el verdadero fondo del asunto: no se trata de
extranjería, se trata de obediencia. No es el pasaporte lo que molesta, sino el
desacuerdo. Lo extranjero no es el origen, sino la disidencia. Por eso Garriga
puede mantenerse. Por eso Tertsch es tolerado. Porque no se trata de linaje, se
trata de sumisión al discurso de guerra cultural de la extrema derecha.
La ultraderecha siempre ha sabido usar a peones con
identidades contradictorias para enmascarar su racismo. Es una táctica vieja.
Poner a mujeres a justificar el machismo. A migrantes, a defender la
deportación. A homosexuales, a abominar del "lobby gay". La reacción
se sirve de rostros amables o minoritarios para lavar su mensaje. Lo llamaron
‘tokenismo’, lo llamaron ‘diversidad estratégica’. Pero sigue siendo lo mismo:
manipulación y traición a las propias raíces.
Hay que decirlo claro: la remigración es una forma
contemporánea de limpieza étnica encubierta. Una amenaza colectiva disfrazada
de orden administrativo. Y quienes la defienden desde dentro, como los
mencionados, han elegido su bando a costa de su propia historia. No hay mayor
violencia simbólica que negarse a uno mismo para sobrevivir políticamente.
Que nadie se engañe. Si mañana España fuera regida por un
régimen puramente racialista como el que Vox insinúa, sus propios dirigentes
serían los primeros en tener que justificar su existencia. Y no lo harían con
argumentos, sino suplicando perdón, exhibiendo su lealtad, delatando a los
demás. Porque eso es lo que hace el fascismo: construye una nación de
delatores, no de ciudadanos.
Mientras tanto, lo importante no es su origen, sino su
discurso. Y su discurso es el del odio, la mentira y la exclusión. Que nadie
mire su pasaporte. Miremos su programa. Miremos lo que hacen. Y lo que hacen es
devastador. Aunque lo hagan en castellano perfecto, aunque tengan nombres
británicos o raíces austríacas. Aunque parezcan españoles por fuera, dentro
llevan la semilla del totalitarismo más rancio.
No basta con señalar la contradicción. Hay que desmontar la
estructura entera que permite que esa contradicción se convierta en poder
institucional. Porque mientras discutimos sobre apellidos, ellos siguen
construyendo su país ideal: sin memoria, sin mezcla, sin dignidad.
Y eso —eso sí— nunca lo reconocerán. Porque implicaría reconocerse también a ellos como extranjeros. Como intrusos. Como los otros.
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