La desprestigiada Organización de Estados Americanos (OEA). Ministerio del imperialismo yanqui
Tomado de Instituto Superior de Relaciones Internacionales: PolíticaExterior.
Por Dr. C. Evelio Díaz Lezcano**
INTRODUCCIÓN
Recientemente el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, al inaugurar la 21 Conferencia de Cancilleres de la CELAC, realizó duras críticas a la OEA, calificando su actuación de servil y lacayuna, y propuso sustituirla por una nueva organización regional que propicie la igualdad soberana de todos los miembros y contribuya a su desarrollo. Las siguientes líneas pretenden mostrar, en apretada síntesis, algunas consideraciones sobre la evolución del llamado Sistema Interamericano, que demuestran la justeza de la postura del mandatario azteca.
DESARROLLO
Hacia fines del siglo XIX,
devenido ya en potencia imperialista, Estados Unidos promovieron el surgimiento
del llamado Sistema Interamericano, basado en un panamericanismo monroísta que
nada tenía que ver con las ideas de unidad continental profesadas por el
Libertador Simón Bolívar. Los verdaderos objetivos de tal panamericanismo
fueron denunciados oportuna y certeramente por José Martí, quien, avizorando el
peligro que se cernía sobre nuestros pueblos, señaló que había llegado para la
América española “la hora de declarar su segunda independencia”.1 Durante las primeras décadas de la
existencia del Panamericanismo, hasta mediados de los años 30 aproximadamente,
al mismo tiempo que se esforzaban por consolidar organizativa e ideológicamente
al movimiento, Estados Unidos logró subordinarlo a los fines regionales y
globales de su política. Como previera el Héroe Nacional cubano, muy pronto la
Unión Panamericana, con sede en Washington y regenteada por Estados Unidos, se
convirtió en un verdadero ministerio de colonias yanquis, según la acertada
expresión de Manuel Ugarte, destacado intelectual y político argentino.2
El poderoso vecino del Norte
utilizaba entonces el Panamericanismo como un instrumento para contrarrestar la
influencia de sus competidores europeos, sobre todo Inglaterra, en el
continente, como medio ideológico para justificar sus reiteradas intervenciones
en la política latinoamericana y también, aunque en menor medida de lo que lo
haría después, para luchar contra las fuerzas revolucionarias y progresistas de
la región.
Durante aquel período, un
grupo de países latinoamericanos trataba de conseguir que en las conferencias
panamericanas fueran afirmados los principios democráticos básicos de las
relaciones internacionales, oponiéndose a la práctica intervencionista de
Estados Unidos y a su interpretación de la Doctrina Monroe. Pero como
justamente señalan varios estudiosos del tema, esta tendencia, aunque
permanente, no fue un factor predominante en la evolución del Panamericanismo.
Lo anterior se explica no
solo por la gran superioridad económica y militar de Estados Unidos sobre sus
vecinos del sur, sino también por la falta de unidad entre los países
latinoamericanos, que a menudo les impedía formar un frente único para defender
sus intereses nacionales, así como por el hecho de que los gobiernos de América
Latina en buena medida actuaban bajo la influencia de los grupos oligárquicos
de la burguesía y de los terratenientes, vinculados estrechamente con los
monopolios norteamericanos.
Esta situación caracterizó
la evolución del Panamericanismo hasta la llegada de Franklin Delano Roosevelt
a la Casa Blanca. Con Roosevelt no cambió la esencia imperialista de la
política norteamericana hacia el subcontinente, pero se modificaron sustancialmente
los métodos y medios de su realización. Las frecuentes intervenciones y las
brutales presiones de Washington fueron sustituidas entonces por formas más
sutiles y encubiertas de dominación, que en muchos sentidos anticipaban ya al
neocolonialismo contemporáneo. Los objetivos de predominio norteamericano
debían lograrse ahora no mediante la imposición abierta y descarada, sino a
través de aparentes acuerdos de colaboración, dirigidos supuestamente a
cimentar una verdadera y efectiva solidaridad continental. Con este propósito,
la “buena vecindad” le asignó un importante papel al movimiento panamericano,
llamado a transformarse en un mecanismo mucho más ágil, eficiente y manejable
por Estados Unidos.
No resulta casual entonces
que, hacia mediados de los años 30, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial,
la diplomacia de Washington pusiera rumbo a la conversión del Sistema
Interamericano en una especie de pacto o alianza político-militar. Esto dio
inicio a una nueva etapa en el desarrollo del Panamericanismo, la cual estuvo
caracterizada fundamentalmente por los esfuerzos norteamericanos con vistas a
crear la base jurídica para la formación del referido bloque. Estados Unidos
justificó su política, primero, con la lucha contra las potencias del Eje y la
defensa colectiva del Nuevo Mundo, y después, con la necesidad de preservar al
hemisferio de la nociva influencia del “comunismo internacional”.
De tal manera, en un proceso
que tuvo su punto de partida en las conferencias de Buenos Aires (1936) y Lima
(1938), se prolongó durante la guerra, en las reuniones de consulta de Panamá
(1939), La Habana (1940) y Río de Janeiro (1942), y culminó entre 1945 y 1948,
en las conferencias de Chapultepec, Río de Janeiro y Bogotá, el viejo Sistema
Interamericano se transformó definitivamente en una organización
político-militar, encabezada por Estados Unidos y al servicio de sus intereses.
En su nueva versión, el
Sistema Interamericano quedó integrado por un numeroso grupo de organismos e
instituciones de carácter militar, político, económico y social, vinculados en
mayor o menor medida a la Organización de Estados Americanos (OEA), que constituye
el eslabón clave de dicho sistema. La relación quedó establecida por medio de
la Carta de dicha Organizacion, aprobada en la Conferencia de Bogotá (1948).
Como sede de la OEA y de casi todas las instituciones del complejo sistema
regional fue designada la capital de Estados Unidos, país que aporta la mayor
contribución financiera para el sostenimiento de las mismas. Además, al
gobierno norteamericano se le concedió de forma permanente la Secretaría
Adjunta (ejecutiva) de la OEA y la presidencia de otras importantes
organizaciones.
Pretendiendo recoger una
vieja aspiración latinoamericana, la Carta de la OEA suscribió importantes
principios de la vida internacional, como son la igualdad soberana de todos los
estados, la autodeterminación de los pueblos, la no intervención y otros.3 Pero la efectividad de estos postulados
quedó prácticamente anulada al reconocerse a la llamada democracia
representativa como única forma de gobierno posible para el continente. Lo
mismo puede decirse en cuanto a la Resolución XXXII “Sobre la defensa de la
democracia”, aprobada también en Bogotá, que declaró al socialismo incompatible
con los postulados del Sistema Interamericano y asignó a la nueva agrupación la
tarea de combatirlo, impregnándola del espíritu de la “guerra fría” y el
anticomunismo.
Estas circunstancias
motivaron la posterior incapacidad del sistema para encarnar los problemas de
la región desde una posición independiente y promover una política de verdadera
cooperación y justicia internacional, revelándose siempre como un mecanismo
parcializado, ajeno a los intereses de los pueblos latinoamericanos y de
espaldas al progreso histórico.
La reestructuración del
sistema regional se ajustó, en lo fundamental, al esquema trazado por Estados
Unidos. Desunida y mucho más dependiente del Norte que antes de la guerra,
Latinoamérica cedió, sin muchos reparos, a las pretensiones de su vecino,
esperando con ello obtener mejores términos de colaboración. Como ha señalado
el mexicano Alonso Aguilar Monteverde, América Latina ofreció solidaridad
política a cambio de promesas de ayuda económica.4
Los años 50 representaron
otro importante momento en la vida del Panamericanismo. En aquel periodo de la
llamada “guerra fría clásica”, Estados Unidos utilizó ampliamente las
instituciones panamericanas y logró con su ayuda unificar la política de
América Latina en función de su estrategia global, no obstante la existencia de
algunas discrepancias y choques de intereses. Muestras elocuentes de lo
anterior fueron la actitud asumida por el bloque latinoamericano en la ONU,
donde por lo general integraba la mayoría mecánica de Estados Unidos en la
Asamblea General, así como el papel desempeñado por las instituciones
panamericanas en ocasión de guerra de Corea, que promovió una mayor integración
de América Latina a la política guerrerista de Washington. Las resoluciones de
la Cuarta Reunión de Consulta, auspiciada por Estados Unidos con el pretexto de
la agresión comunista a Corea del Sur, fortalecieron la orientación
reaccionaria del sistema regional y el dominio norteamericano sobre el mismo,
al propio tiempo que revelaron el verdadero alcance del Tratado Interamericano
de Asistencia Recíproca (TIAR), al extenderse el principio de solidaridad
continental a un conflicto que se desarrollaba fuera del hemisferio.
En el plano regional, una
tarea básica asignada por Estados Unidos a la OEA en este periodo fue la de
movilizar el mecanismo del Sistema Interamericano para enfrentar el movimiento
revolucionario y destruir los procesos democráticos surgidos al calor de la
guerra. Pretextando la lucha contra el comunismo y la defensa de la democracia
representativa, Washington estimuló una feroz persecución contra el movimiento
progresista del continente, conspiró contra los gobiernos democráticos y apoyó
férreas dictaduras como las de Batista, Trujillo, Somoza y Stroessner, entre
otras.
El papel desempeñado por la
OEA en este sentido se puso claramente de manifiesto en la X Conferencia
Interamericana de 1954, donde fue aprobada una titulada “Declaración de
solidaridad para la preservación de la integridad política de los Estados
Americanos contra la intervención del Comunismo Internacional”, que sería
utilizada enseguida por el gobierno norteamericano para justificar el
derrocamiento del régimen nacionalista guatemalteco de Jacobo Árbenz.
El triunfo de la Revolución
Cubana, el primero de enero de 1959, abrió una nueva etapa en la historia de
las relaciones interamericanas y, por consiguiente, en la evolución del
Panamericanismo, que entonces fue utilizado como nunca antes para enfrentar y
tratar de destruir un proceso revolucionario que demostraba en la práctica un
profundo carácter popular y una firme voluntad transformadora, y que devino en
ejemplo y alternativa para los pueblos latinoamericanos. En una lucha frontal
que se inició a mediados de 1959, en la reunión de cancilleres de Santiago de
Chile, y culminó en lo fundamental en la Conferencia de Washington, en julio de
1964, Estados Unidos logró incorporar a la mayoría de los gobiernos del
continente a su conjura contrarrevolucionaria, estableciéndose así el
aislamiento temporal de Cuba, que solo México se negó a acatar, en digna
actitud saludada por los pueblos de la región.
Las medidas anticubanas
acordadas en la OEA, violatorias todas de importantes postulados del derecho
internacional recogidos en las cartas de la ONU y de la propia OEA, además de
aumentar el desprestigio y agravar la crisis del sistema regional, sentaron un
precedente negativo para nuestros países, como lo vinieron a confirmar muy pronto
los acontecimientos dominicanos de 1965, que revelaron con dramática crudeza lo
que deparaba a América Latina su asociación con la política anticubana del
poderoso vecino. La invasión de la República Dominica, realizada en virtud de
la reaccionaria Doctrina Johnson y con el pretexto de evitar una nueva Cuba en
el hemisferio, generó honda preocupación e inquietud entre los gobiernos
latinoamericanos y la protesta de muchos de ellos. Y si Washington logró
finalmente el apoyo de la OEA a su aventura guerrerista, esta fue, en rigor, su
última victoria diplomática en el seno de la organización durante varios años,
porque a partir de ese momento se fue transformando rápidamente en escenario de
agudas controversias con Estados Unidos.
Comenzó entonces una importante
etapa en la vida del sistema regional, que estuvo caracterizada por un
progresivo fortalecimiento de las posiciones latinoamericanistas frente a la
ideología y la práctica del panamericanismo monroísta, que venía sirviendo de
base a la actuación de la OEA y de las demás instituciones del sistema. En
efecto, a fines del segundo lustro de los 60, en el contexto de una fuerte
tendencia de carácter nacionalista propiciada en buena medida por cambios
favorables en la correlación internacional de fuerzas y particularmente por el
descalabro de Estados Unidos en Vietnam y el correspondiente reflujo de su
influencia mundial, surgió un amplio movimiento entre los países
latinoamericanos, que proponían una profunda transformación de las bases
jurídicas, políticas y filosóficas del Sistema Interamericano, para hacerlo
menos utilizable por Estados Unidos y más afín con los intereses de América
Latina.
Las discusiones en torno a
este problema se prolongaron durante dos años y desembocaron en la aprobación
de un protocolo de reformas que entró en vigor en febrero de 1970. Sin embargo,
las modificaciones adoptadas no satisfacían a muchos gobiernos del continente,
cuyas propuestas chocaron con la resistencia de Estados Unidos y los regímenes
dictatoriales, que seguían considerando el sistema como un instrumento para
combatir la “expansión del comunismo”.
Luego del triunfo de la
Unidad Popular chilena, cuyo gobierno restableció las relaciones con Cuba, y
nuevos cambios progresistas en varios países del área, incluidos algunos de
habla inglesa del Caribe, que también normalizaron sus vínculos con la Isla, se
fortaleció la orientación latinoamericanista en la OEA y cobró nuevas fuerzas
el movimiento en pro de la reestructuración de las organizaciones
interamericanas.
La demanda de reconocer el
pluralismo ideológico y levantar el bloqueo a Cuba, el apoyo a la justa causa
del pueblo panameño sobre su derecho al Canal y las críticas a Washington por
su actitud negativa ante las medidas y exigencias de América Latina en defensa
de sus recursos naturales, eran entonces los temas predominantes en las
sesiones de la Asamblea General de la OEA, en las reuniones de la comisión
encargada de estudiar la reestructuración del sistema y en las rondas del
llamado “nuevo diálogo”, propiciado por Estados Unidos para tratar de suavizar
sus contradicciones con los vecinos del sur.
Fue precisamente en este
ambiente, hacia mediados de 1975 y luego de reiteradas gestiones, cuando una
docena de países latinoamericanos consiguió la convocatoria de la XVI Reunión
de Consulta de la OEA, celebrada en San José de Costa Rica, donde se aprobó por
mayoría una resolución que dejó sin efectos las medidas anticubanas de 1964 y
liberó a los estados miembros para conducir sus relaciones con Cuba. Se
desplomó así definitivamente la pretendida fundamentación jurídica del
aislamiento de la Isla, que Estados Unidos había creado con la ayuda del
sistema regional.
Por aquellos mismos días
terminó la redacción de un nuevo proyecto de reformas a la Carta de la OEA, las
que nunca entrarían en vigor, pues fueron rechazadas oficialmente por el
gobierno norteamericano. Washington no aceptaba la demanda de América Latina de
introducir en las relaciones interamericanas el mecanismo de seguridad
económica colectiva y otros cambios que garantizaban la defensa de los
intereses de los países de la región. Estados Unidos solo estuvo dispuesto a
admitir modificaciones insustanciales, relacionadas con la estructura, el
financiamiento y otros aspectos sin importancia, objetando una reforma básica
que pudiera transformar el Sistema Interamericano en una verdadera organización
regional que propiciara el desarrollo económico y social de todos los estados
miembros.
Frente a la actitud
obstruccionista del imperialismo, que frustró nuevamente el empeño de adecuar
el Sistema Interamericano a las realidades del momento, América Latina
respondió creando una serie de organizaciones propias, que reflejaban el afán
de unidad de los países del área sobre bases diferentes a las propuestas por el
Panamericanismo. La constitución del Sistema Económico Latinoamericano (SELA),
en octubre de 1975, con la participación de Cuba, representó el paso más
importante y demostrativo en esta dirección.
Mientras tanto, disminuyó
sensiblemente el papel e influencia de las organizaciones panamericanas en la
vida política del continente. Prácticamente ignorada, la OEA estaba ajena o
apenas tangencialmente involucrada en los grandes temas que afectaban el
presente y determinaban el futuro de América.
Los esfuerzos aplicados por
Estados Unidos durante la administración Carter, dentro del marco de la
política de “modificación constructiva” de la situación latinoamericana y
caribeña, no lograron detener los procesos que venían desarrollándose en la
región y menos aún revitalizar a la OEA según los intereses norteamericanos.
Debe recordarse en este sentido el fracaso estadounidense en su empeño de
aplicar la “variante dominicana” para evitar el triunfo popular en Nicaragua y
su incapacidad para lograr la condena de la actuación de Cuba en África, sobre
todo en Angola, o para conseguir la aprobación colectiva de su proceder en la
llamada minicrisis del Caribe, a fines de los años setenta.
También fracasó en ese
empeño la ultra conservadora administración de Ronald Reagan, que triunfó en
las elecciones de noviembre de 1980. Reagan trató de reconquistar la influencia
de Washington en el mundo retomando el lenguaje y los métodos de la Guerra
Fría, lo que se tradujo en nuestra región en el apoyo a los gobiernos y fuerzas
reaccionarias en su lucha frente a los gobiernos y movimientos progresistas,
que eran calificados de comunistas. Reagan reanudó el apoyo a los regímenes
militares del cono Sur, desechando la política de derechos humanos de Carter,
apoyó al gobierno derechista salvadoreño en el enfrentamiento al movimiento
popular, organizó la guerra sucia contra la Nicaragua sandinista, utilizando
los regímenes de El Salvador, Honduras y Guatemala, retomó la hostilidad hacia
Cuba, llegando a afirmar que no se sentía obligado por los acuerdos
Kennedy-Kruschov, que pusieron fin a la crisis de octubre de 1962, e invadió a
la pequeña isla de Granada, propinando el tiro de gracia al proyecto
progresista de Maurice Bishop, que prácticamente estaba liquidado por problemas
internos.
Pero la ofensiva
estadounidense, que también impuso el modelo económico neoliberal en el
subcontinente, con el llamado consenso de Washington, no pudo alcanzar los
resultados esperados en lo tocante a la reanimación del Sistema Interamericano,
pues el conflicto de las Malvinas, en abril-junio de 1982, puso al desnudo la
hipocresía de la política norteamericana hacia los vecinos del Sur y del
Caribe, al apoyar a Inglaterra frente a Argentina, a pesar de lo establecido en
el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) que lo obligaba a lo
contrario. Ello incrementó el sentimiento latinoamericanista y sepultó, por lo
pronto, cualquier posibilidad de regreso a los viejos tiempos del
Panamericanismo, cuando actuaba sin tapujos como un instrumento al servicio del
poderoso vecino del norte.
La posición de Estados
Unidos en el conflicto de las Malvinas incrementó considerablemente la
disminución del papel y la influencia de la OEA y de las demás instituciones
del sistema regional en la vida política de la región. Concluyentes en este
sentido fueron las palabras de Alejandro Orfila, entonces Secretario General de
la OEA, pronunciadas en la XIII Asamblea General de la organización, efectuada
en noviembre de 1983: “Es necesario reconocer que la OEA ha sido ajena o ha
estado apenas tangencialmente involucrada en muchos de los grandes temas que
afectan al presente y que determinan el futuro de América. Si en algunos casos
es una gran ausente, en otros, peor aún, es ignorada.”5
Los problemas más
importantes de la región fueron desde entonces abordados por foros alternativos
como el Grupo de Contadora y el Grupo de Río. El Grupo de Contadora, surgido en
enero de 1983, por acuerdo de los presidentes de México, Venezuela, Colombia y
Panamá para buscar una salida negociada a la compleja problemática
centroamericana, logró sentar en la mesa de negociaciones a todos los países
implicados en el conflicto. Tras un largo proceso negociador, que fue todo el
tiempo torpedeado por Estados Unidos, los gobiernos de Guatemala, Nicaragua,
Honduras, El Salvador y Costa Rica firmaron el Acuerdo de Esquipulas, el 7 de
agosto de 1987. La aplicación de dicho acuerdo sería fiscalizada por el Grupo
de Contadora, que logró finalmente el apoyo de la Organización de Naciones
Unidas y otros organismos internacionales, en lo que influyó el hecho de que el
grupo había recibido el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación
Internacional.
El Grupo de Río, creado en
Río de Janeiro en 1986, como instrumento diplomático para apoyar la paz en
Centroamérica, devino enseguida en un mecanismo permanente de consulta y
concertación política entre países latinoamericanos. Sus miembros fundadores
fueron México, Colombia, Venezuela, Panamá, Argentina, Brasil, Perú y Uruguay,
pero en unos diez años estaba integrado ya por la mayoría de los países de la
región, cuyos Jefes de Estado se reunían anualmente para discutir los problemas
existentes y concertar posiciones sobre asuntos regionales y globales de
interés común. El Grupo de Río fue el antecedente de la actual Unión de Naciones
de Sudamérica (UNASUR) y, sobre todo, de la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).
No obstante lo anterior,
algunos países latinoamericanos, sin abandonar los foros alternativos creados
anteriormente, emprendieron renovados esfuerzos encaminados a tratar de
reanimar a la OEA y hacer de ella un vehículo para el diálogo y la colaboración
entre ambas partes del continente. Pero este proceso fue interrumpido por la
unilateral invasión yanqui a Panamá, en diciembre de 1989, decidida por el
presidente republicano George Bush (1988-1992), con el pretexto de capturar al
general Manuel Noriega y trasladarlo a Estados Unidos, donde sería juzgado por
asuntos relacionados con el tráfico de drogas. Para ello fue “necesario” enviar
a Panamá unos 24 mil soldados y ocasionar miles de muertos y heridos, la
abrumadora mayoría civiles del capitalino y populoso barrio del Chorrillo. La
débil actuación de la OEA con relación a aquellos acontecimientos demostró, con
meridiana claridad, que, si bien no era ya un dócil instrumento al servicio de
Estados Unidos, no había devenido en el mecanismo que necesitan los países de
Nuestra América y que no podría lograrlo en el futuro cercano.
El colapso del socialismo
europeo y la desintegración de la Unión Soviética, a finales de los años
ochenta y principios de los noventa, provocaron un profundo cambio en la
correlación mundial de fuerzas y en la dinámica de las relaciones
internacionales, que sería determinada por el predominio indiscutido de Estados
Unidos, superpotencia vencedora de la Guerra Fría. Esta situación provocó el
surgimiento de una nueva etapa en las relaciones interamericanas y, por
consiguiente, en la evolución del Panamericanismo. Dicha periodo se
caracterizó, durante la década del 90, por un notable aumento de la influencia
estadounidense en la vida de la región y por sus intentos de revitalizar a la
OEA en función de sus intereses, utilizando ahora lo que los norteamericanos
han calificado como un nuevo panamericanismo, que no puede, por mucho que lo
pretenda, ocultar su esencia monrroísta.
El llamado
neopanamericanismo se presentó como una política destinada a promover la
colaboración para garantizar la institucionalidad democrática (ya no había
dictaduras en latinoamerica), combatir el narcotráfico y el terrorismo y
fomentar la economía mediante los tratados de libre comercio como el firmado
entre Estados Unidos, México y Canadá, en 1994, y que se pretendió extender a
todo el continente mediante la llamada Alianza de Libre Comercio para las
Américas (ALCA), que la OEA abrazó y proclamó como su meta más importante. Pero
en la práctica ello condujo a un cada vez mayor control político y militar
estadounidense y al incremento del neoliberalismo, provocando la protesta
social y la aparición de nuevas alternativas, que condujeron a la apertura de
una fase de cambios positivos en la región.
Esa nueva etapa fue el
resultado de la intensificación de la batalla contra el neoliberalismo y contra
el ALCA, expresada en la protesta de los pueblos y también en la toma de
conciencia de algunos gobiernos, lo cual se evidenció en la Cumbre de
Monterrey, realizada en enero de 2004, y sobre todo en la Cuarta Cumbre de las
Américas, efectuada en Mar del Plata, Argentina, en noviembre del siguiente
año, donde fue sepultado el proyecto del ALCA, debido a la oposición de los
países del MERCOSUR, Venezuela y Bolivia. Allí tuvieron un destacado papel los
presidentes de Venezuela, Argentina y Brasil.
La pérdida de legitimidad de
la “gobernabilidad neoliberal”, precedida en casi todos los casos de intensos
conflictos sociales, y las aspiraciones populares de cambios en las estrategias
económicas que se venían aplicando, explican también los triunfos electorales
de fuerzas progresistas a fines de los noventa y, sobre todo, los primeros años
del siglo XXI. El proceso comenzó en Venezuela con el triunfo electoral de Hugo
Chávez, en 1998, y continuó en Argentina y Brasil, en 2003, con las victorias
de Néstor Kirchner y Luiz Inacio Lula da Silva, respectivamente. En el 2006 se
produjo el triunfo indiscutido de Evo Morales en Bolivia, que significó un
hecho histórico, pues por primera vez un indígena llegaba al poder en ese país.
Un año después ganó las elecciones en el inestable Ecuador el economista Rafael
Correa, que daría inicio a la llamada Revolución Ciudadana. A ello debe sumarse
la victoria del Frente Amplio-Encuentro Progresista en Uruguay, en las
elecciones de 2004 y 2009, respectivamente. En Centroamérica se destacaron los
triunfos del Frente Sandinista (2007), en Nicaragua, y del Frente Farabundo
Martí de El Salvador, a principios del año 2009. Al mismo tiempo, en Paraguay y
Honduras, así como en varias islas del Caribe conquistaron el poder partidos de
orientación progresista.
En este positivo contexto,
se produjo un acercamiento y una mayor colaboración entre la mayoría de los
países latinoamericanos y del Caribe, lo que promovió el surgimiento de
proyectos como Petrocaribe, Petrosur y la Alianza Bolivariana para los Pueblos de
Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP), así como al
fortalecimiento del Mercosur. En el orden de la colaboración política, se
auspició el surgimiento de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), que
integró a todos los países de aquella región y que ha desempeñado un importante
papel en la solución de diferentes conflictos, y de la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), en la que fueron fundadores todos los
países del área menos Estados Unidos y Canadá, hecho inédito que mostro el auge
de la tendencia latinoamericanista.
Salvo contadas excepciones
referidas a asuntos muy puntuales, la OEA y las demás instituciones del llamado
sistema interamericano se han opuesto, de forma abierta o velada, a los cambios
progresistas que se fueron produciendo en nuestra región, con mayor énfasis
tras la llegada del uruguayo Luis Almagro al cargo de Secretario General de la
organización, quien contradiciendo el carácter imparcial de su papel como
funcionario internacional, se ha convertido en un lacayo al servicio de Estados
Unidos. La OEA ha venido apoyando en todas partes a las fuerzas reaccionarias,
llegando, incluso, a resucitar los golpes de Estado, el más reciente de ellos
en Bolivia, en noviembre del 2019, así como el auspicio de protestas violentas,
incluyendo en algunos casos el uso de mercenarios, y desvergonzadas maniobras
judiciales y parlamentarias contra gobiernos y líderes políticos. Recuérdese en
este sentido las destituciones de Fernando Lugo en Paraguay y Dilma Rouseff en
Brasil, así como los procesos contra Lula, Correa, Cristina y otros líderes
progresistas.
La ofensiva reaccionaria de
la OEA ha contribuido a acentuar el oleaje de gobiernos de derecha que se ha
producido en la región desde hace algunos años, lo que ha propiciado la
recuperación e incremento de la presencia de Estados Unidos en nuestros países
y con ello el avance del panamericanismo monroísta. Un papel importante en esta
situación corresponde a la utilización de la llamada Carta Democrática Interamericana,
aprobada por la Asamblea General de la OEA, celebrada en Lima, en septiembre de
2001. Dicha carta establece el deber de velar por la preservación de la
democracia, entendida solo como democracia representativa, e incluye varios
artículos que representan una intromisión en los asuntos internos de los
gobiernos miembros. Uno de estos es el 18, que faculta al Consejo Permanente y
al Secretario General a tomar las medidas necesarias para restaurar la
democracia y los consabidos derechos humanos donde consideren que sea
necesario.
La Carta Interamericana ha
sido invocada en varias ocasiones, siempre siguiendo la postura cada vez más
negativa de la OEA. Se destaca el caso de Venezuela, cuyo gobierno bolivariano
ha sido objeto de una permanente hostilidad, antes y después de abandonar la
organización. La OEA, siguiendo el guion de Washington, sirvió de escenario y
apoyó la creación del llamado Grupo de Lima, integrado por varios países de la
región. También y nuevamente atendiendo a la política estadounidense, ha
mantenido su respaldo al autoproclamado gobierno del exdiputado opositor Juan
Guaidó, que como todo el mundo sabe no tiene soberanía ni en un ápice del
territorio venezolano.
A pesar de haber salido de
la OEA hace casi 60 años, no escapa Cuba a la servil labor de Luis Almagro,
quien quisiera aplicarnos con todo rigor la Carta Democrática Interamericana.
Almagro se ha sumado a todas las campañas y medidas de Washington contra la
Isla y se entromete sistemáticamente en nuestros asuntos internos, apoyando con
entusiasmo a los llamados opositores del sistema elegido por la mayoría de los
cubanos, como ocurrió con el respaldo absoluto al mal llamado movimiento de San
Isidro y a otras manifestaciones que le siguieron, que es bien sabido quienes
las promueven y financian.
CONCLUSIONES
En fin, que la OEA y la
mayoría de las instituciones interamericanas, que parecían moribundas hace 10
años, se han recuperado y vuelven a desempeñar su tradicional y parcializado
papel de instrumento de la política de Estados Unidos hacia nuestra región, así
como de las oligarquías nativas. Ello, sin duda alguna, representa un grave
peligro en las actuales circunstancias de retroceso que atraviesa aun el
proceso de cambios progresistas que se desarrolló desde principios del nuevo
siglo y que generó grandes expectativas entre las mayorías de nuestra
población. Ojalá algunos esperanzadores signos de protestas masivas y de
cambios de gobiernos, como ha ocurrido en Argentina, México, Chile, Perú y
Honduras, sean el preludio de un regreso del oleaje progresista y que ello
pueda impulsar la eliminación o al menos una transformación a fondo del llamado
Sistema Interamericano.
BIBLIOGRAFÍA
**Dr. C.
Evelio Díaz Lezcano: Doctor en Ciencias Históricas. Profesor Titular
Consultante y Emérito de la Universidad de La Habana. Facultad de Filosofía e
Historia. fragoso@infomed.sld.cu. 000-0001-9985-8274
Contreras M. (1979). Monroísmo
y América Latina. Editorial Grijalbo,México.
Díaz, E. (2015). El
fracaso de una conjura. La Habana: Editorial Félix Varela.
Guerra, S. (1998). Breve
Historia de América Latina. La Habana: Editorial Félix Varela.
Roa, R. (1977). Retorno
a la alborada. La Habana: Editorial Ciencias Sociales.
1_ Martí, José. Obras completas. La Habana, Editorial
Nacional de Cuba, 1963-1973, t. 6, p. 46. Martí conoció el contenido de los
debates y los momentos más importantes de la Primera Conferencia Internacional
Americana por medio de su amigo Gonzalo de Quesada y Aróstegui, quien se desempeñaba
como secretario del delegado argentino, doctor Roque Sáenz Peña.
2_ Ugarte, Manuel. El destino de un continente. New
York, 1925, p. 140
3_ Ver la Carta de la OEA, aprobada en la Conferencia de
Bogotá (1948), particularmente los artículos 13, 15, 16 y 17.
4_ Aguilar Monteverde, Alonso. El Panamericanismo; de
la Doctrina Monroe a la Doctrina Johnson. México, D.F., Cuadernos Americanos,
1965, p.122.
5_ Acta de la XIII Asamblea General de la OEA, 14 de
noviembre de 1983, p.3. Archivo del MINREX de Cuba. En: Fracaso de una Conjura.
Editorial Félix Varela, La Habana, 2019.
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