domingo, 29 de mayo de 2022

Panamericanismo contra Latinoamericanismo. Breve reseña

 

La desprestigiada Organización de Estados Americanos (OEA). Ministerio del imperialismo yanqui

Tomado de Instituto Superior de Relaciones Internacionales: PolíticaExterior.

Por Dr. C. Evelio Díaz Lezcano**

INTRODUCCIÓN

Recientemente el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, al inaugurar la 21 Conferencia de Cancilleres de la CELAC, realizó duras críticas a la OEA, calificando su actuación de servil y lacayuna, y propuso sustituirla por una nueva organización regional que propicie la igualdad soberana de todos los miembros y contribuya a su desarrollo. Las siguientes líneas pretenden mostrar, en apretada síntesis, algunas consideraciones sobre la evolución del llamado Sistema Interamericano, que demuestran la justeza de la postura del mandatario azteca.

DESARROLLO

Hacia fines del siglo XIX, devenido ya en potencia imperialista, Estados Unidos promovieron el surgimiento del llamado Sistema Interamericano, basado en un panamericanismo monroísta que nada tenía que ver con las ideas de unidad continental profesadas por el Libertador Simón Bolívar. Los verdaderos objetivos de tal panamericanismo fueron denunciados oportuna y certeramente por José Martí, quien, avizorando el peligro que se cernía sobre nuestros pueblos, señaló que había llegado para la América española “la hora de declarar su segunda independencia”.1 Durante las primeras décadas de la existencia del Panamericanismo, hasta mediados de los años 30 aproximadamente, al mismo tiempo que se esforzaban por consolidar organizativa e ideológicamente al movimiento, Estados Unidos logró subordinarlo a los fines regionales y globales de su política. Como previera el Héroe Nacional cubano, muy pronto la Unión Panamericana, con sede en Washington y regenteada por Estados Unidos, se convirtió en un verdadero ministerio de colonias yanquis, según la acertada expresión de Manuel Ugarte, destacado intelectual y político argentino.2

El poderoso vecino del Norte utilizaba entonces el Panamericanismo como un instrumento para contrarrestar la influencia de sus competidores europeos, sobre todo Inglaterra, en el continente, como medio ideológico para justificar sus reiteradas intervenciones en la política latinoamericana y también, aunque en menor medida de lo que lo haría después, para luchar contra las fuerzas revolucionarias y progresistas de la región.

Durante aquel período, un grupo de países latinoamericanos trataba de conseguir que en las conferencias panamericanas fueran afirmados los principios democráticos básicos de las relaciones internacionales, oponiéndose a la práctica intervencionista de Estados Unidos y a su interpretación de la Doctrina Monroe. Pero como justamente señalan varios estudiosos del tema, esta tendencia, aunque permanente, no fue un factor predominante en la evolución del Panamericanismo.

Lo anterior se explica no solo por la gran superioridad económica y militar de Estados Unidos sobre sus vecinos del sur, sino también por la falta de unidad entre los países latinoamericanos, que a menudo les impedía formar un frente único para defender sus intereses nacionales, así como por el hecho de que los gobiernos de América Latina en buena medida actuaban bajo la influencia de los grupos oligárquicos de la burguesía y de los terratenientes, vinculados estrechamente con los monopolios norteamericanos.

Esta situación caracterizó la evolución del Panamericanismo hasta la llegada de Franklin Delano Roosevelt a la Casa Blanca. Con Roosevelt no cambió la esencia imperialista de la política norteamericana hacia el subcontinente, pero se modificaron sustancialmente los métodos y medios de su realización. Las frecuentes intervenciones y las brutales presiones de Washington fueron sustituidas entonces por formas más sutiles y encubiertas de dominación, que en muchos sentidos anticipaban ya al neocolonialismo contemporáneo. Los objetivos de predominio norteamericano debían lograrse ahora no mediante la imposición abierta y descarada, sino a través de aparentes acuerdos de colaboración, dirigidos supuestamente a cimentar una verdadera y efectiva solidaridad continental. Con este propósito, la “buena vecindad” le asignó un importante papel al movimiento panamericano, llamado a transformarse en un mecanismo mucho más ágil, eficiente y manejable por Estados Unidos.

No resulta casual entonces que, hacia mediados de los años 30, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, la diplomacia de Washington pusiera rumbo a la conversión del Sistema Interamericano en una especie de pacto o alianza político-militar. Esto dio inicio a una nueva etapa en el desarrollo del Panamericanismo, la cual estuvo caracterizada fundamentalmente por los esfuerzos norteamericanos con vistas a crear la base jurídica para la formación del referido bloque. Estados Unidos justificó su política, primero, con la lucha contra las potencias del Eje y la defensa colectiva del Nuevo Mundo, y después, con la necesidad de preservar al hemisferio de la nociva influencia del “comunismo internacional”.

De tal manera, en un proceso que tuvo su punto de partida en las conferencias de Buenos Aires (1936) y Lima (1938), se prolongó durante la guerra, en las reuniones de consulta de Panamá (1939), La Habana (1940) y Río de Janeiro (1942), y culminó entre 1945 y 1948, en las conferencias de Chapultepec, Río de Janeiro y Bogotá, el viejo Sistema Interamericano se transformó definitivamente en una organización político-militar, encabezada por Estados Unidos y al servicio de sus intereses.

En su nueva versión, el Sistema Interamericano quedó integrado por un numeroso grupo de organismos e instituciones de carácter militar, político, económico y social, vinculados en mayor o menor medida a la Organización de Estados Americanos (OEA), que constituye el eslabón clave de dicho sistema. La relación quedó establecida por medio de la Carta de dicha Organizacion, aprobada en la Conferencia de Bogotá (1948). Como sede de la OEA y de casi todas las instituciones del complejo sistema regional fue designada la capital de Estados Unidos, país que aporta la mayor contribución financiera para el sostenimiento de las mismas. Además, al gobierno norteamericano se le concedió de forma permanente la Secretaría Adjunta (ejecutiva) de la OEA y la presidencia de otras importantes organizaciones.

Pretendiendo recoger una vieja aspiración latinoamericana, la Carta de la OEA suscribió importantes principios de la vida internacional, como son la igualdad soberana de todos los estados, la autodeterminación de los pueblos, la no intervención y otros.3 Pero la efectividad de estos postulados quedó prácticamente anulada al reconocerse a la llamada democracia representativa como única forma de gobierno posible para el continente. Lo mismo puede decirse en cuanto a la Resolución XXXII “Sobre la defensa de la democracia”, aprobada también en Bogotá, que declaró al socialismo incompatible con los postulados del Sistema Interamericano y asignó a la nueva agrupación la tarea de combatirlo, impregnándola del espíritu de la “guerra fría” y el anticomunismo.

Estas circunstancias motivaron la posterior incapacidad del sistema para encarnar los problemas de la región desde una posición independiente y promover una política de verdadera cooperación y justicia internacional, revelándose siempre como un mecanismo parcializado, ajeno a los intereses de los pueblos latinoamericanos y de espaldas al progreso histórico.

La reestructuración del sistema regional se ajustó, en lo fundamental, al esquema trazado por Estados Unidos. Desunida y mucho más dependiente del Norte que antes de la guerra, Latinoamérica cedió, sin muchos reparos, a las pretensiones de su vecino, esperando con ello obtener mejores términos de colaboración. Como ha señalado el mexicano Alonso Aguilar Monteverde, América Latina ofreció solidaridad política a cambio de promesas de ayuda económica.4

Los años 50 representaron otro importante momento en la vida del Panamericanismo. En aquel periodo de la llamada “guerra fría clásica”, Estados Unidos utilizó ampliamente las instituciones panamericanas y logró con su ayuda unificar la política de América Latina en función de su estrategia global, no obstante la existencia de algunas discrepancias y choques de intereses. Muestras elocuentes de lo anterior fueron la actitud asumida por el bloque latinoamericano en la ONU, donde por lo general integraba la mayoría mecánica de Estados Unidos en la Asamblea General, así como el papel desempeñado por las instituciones panamericanas en ocasión de guerra de Corea, que promovió una mayor integración de América Latina a la política guerrerista de Washington. Las resoluciones de la Cuarta Reunión de Consulta, auspiciada por Estados Unidos con el pretexto de la agresión comunista a Corea del Sur, fortalecieron la orientación reaccionaria del sistema regional y el dominio norteamericano sobre el mismo, al propio tiempo que revelaron el verdadero alcance del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), al extenderse el principio de solidaridad continental a un conflicto que se desarrollaba fuera del hemisferio.

En el plano regional, una tarea básica asignada por Estados Unidos a la OEA en este periodo fue la de movilizar el mecanismo del Sistema Interamericano para enfrentar el movimiento revolucionario y destruir los procesos democráticos surgidos al calor de la guerra. Pretextando la lucha contra el comunismo y la defensa de la democracia representativa, Washington estimuló una feroz persecución contra el movimiento progresista del continente, conspiró contra los gobiernos democráticos y apoyó férreas dictaduras como las de Batista, Trujillo, Somoza y Stroessner, entre otras.

El papel desempeñado por la OEA en este sentido se puso claramente de manifiesto en la X Conferencia Interamericana de 1954, donde fue aprobada una titulada “Declaración de solidaridad para la preservación de la integridad política de los Estados Americanos contra la intervención del Comunismo Internacional”, que sería utilizada enseguida por el gobierno norteamericano para justificar el derrocamiento del régimen nacionalista guatemalteco de Jacobo Árbenz.

El triunfo de la Revolución Cubana, el primero de enero de 1959, abrió una nueva etapa en la historia de las relaciones interamericanas y, por consiguiente, en la evolución del Panamericanismo, que entonces fue utilizado como nunca antes para enfrentar y tratar de destruir un proceso revolucionario que demostraba en la práctica un profundo carácter popular y una firme voluntad transformadora, y que devino en ejemplo y alternativa para los pueblos latinoamericanos. En una lucha frontal que se inició a mediados de 1959, en la reunión de cancilleres de Santiago de Chile, y culminó en lo fundamental en la Conferencia de Washington, en julio de 1964, Estados Unidos logró incorporar a la mayoría de los gobiernos del continente a su conjura contrarrevolucionaria, estableciéndose así el aislamiento temporal de Cuba, que solo México se negó a acatar, en digna actitud saludada por los pueblos de la región.

Las medidas anticubanas acordadas en la OEA, violatorias todas de importantes postulados del derecho internacional recogidos en las cartas de la ONU y de la propia OEA, además de aumentar el desprestigio y agravar la crisis del sistema regional, sentaron un precedente negativo para nuestros países, como lo vinieron a confirmar muy pronto los acontecimientos dominicanos de 1965, que revelaron con dramática crudeza lo que deparaba a América Latina su asociación con la política anticubana del poderoso vecino. La invasión de la República Dominica, realizada en virtud de la reaccionaria Doctrina Johnson y con el pretexto de evitar una nueva Cuba en el hemisferio, generó honda preocupación e inquietud entre los gobiernos latinoamericanos y la protesta de muchos de ellos. Y si Washington logró finalmente el apoyo de la OEA a su aventura guerrerista, esta fue, en rigor, su última victoria diplomática en el seno de la organización durante varios años, porque a partir de ese momento se fue transformando rápidamente en escenario de agudas controversias con Estados Unidos.

Comenzó entonces una importante etapa en la vida del sistema regional, que estuvo caracterizada por un progresivo fortalecimiento de las posiciones latinoamericanistas frente a la ideología y la práctica del panamericanismo monroísta, que venía sirviendo de base a la actuación de la OEA y de las demás instituciones del sistema. En efecto, a fines del segundo lustro de los 60, en el contexto de una fuerte tendencia de carácter nacionalista propiciada en buena medida por cambios favorables en la correlación internacional de fuerzas y particularmente por el descalabro de Estados Unidos en Vietnam y el correspondiente reflujo de su influencia mundial, surgió un amplio movimiento entre los países latinoamericanos, que proponían una profunda transformación de las bases jurídicas, políticas y filosóficas del Sistema Interamericano, para hacerlo menos utilizable por Estados Unidos y más afín con los intereses de América Latina.

Las discusiones en torno a este problema se prolongaron durante dos años y desembocaron en la aprobación de un protocolo de reformas que entró en vigor en febrero de 1970. Sin embargo, las modificaciones adoptadas no satisfacían a muchos gobiernos del continente, cuyas propuestas chocaron con la resistencia de Estados Unidos y los regímenes dictatoriales, que seguían considerando el sistema como un instrumento para combatir la “expansión del comunismo”.

Luego del triunfo de la Unidad Popular chilena, cuyo gobierno restableció las relaciones con Cuba, y nuevos cambios progresistas en varios países del área, incluidos algunos de habla inglesa del Caribe, que también normalizaron sus vínculos con la Isla, se fortaleció la orientación latinoamericanista en la OEA y cobró nuevas fuerzas el movimiento en pro de la reestructuración de las organizaciones interamericanas.

La demanda de reconocer el pluralismo ideológico y levantar el bloqueo a Cuba, el apoyo a la justa causa del pueblo panameño sobre su derecho al Canal y las críticas a Washington por su actitud negativa ante las medidas y exigencias de América Latina en defensa de sus recursos naturales, eran entonces los temas predominantes en las sesiones de la Asamblea General de la OEA, en las reuniones de la comisión encargada de estudiar la reestructuración del sistema y en las rondas del llamado “nuevo diálogo”, propiciado por Estados Unidos para tratar de suavizar sus contradicciones con los vecinos del sur.

Fue precisamente en este ambiente, hacia mediados de 1975 y luego de reiteradas gestiones, cuando una docena de países latinoamericanos consiguió la convocatoria de la XVI Reunión de Consulta de la OEA, celebrada en San José de Costa Rica, donde se aprobó por mayoría una resolución que dejó sin efectos las medidas anticubanas de 1964 y liberó a los estados miembros para conducir sus relaciones con Cuba. Se desplomó así definitivamente la pretendida fundamentación jurídica del aislamiento de la Isla, que Estados Unidos había creado con la ayuda del sistema regional.

Por aquellos mismos días terminó la redacción de un nuevo proyecto de reformas a la Carta de la OEA, las que nunca entrarían en vigor, pues fueron rechazadas oficialmente por el gobierno norteamericano. Washington no aceptaba la demanda de América Latina de introducir en las relaciones interamericanas el mecanismo de seguridad económica colectiva y otros cambios que garantizaban la defensa de los intereses de los países de la región. Estados Unidos solo estuvo dispuesto a admitir modificaciones insustanciales, relacionadas con la estructura, el financiamiento y otros aspectos sin importancia, objetando una reforma básica que pudiera transformar el Sistema Interamericano en una verdadera organización regional que propiciara el desarrollo económico y social de todos los estados miembros.

Frente a la actitud obstruccionista del imperialismo, que frustró nuevamente el empeño de adecuar el Sistema Interamericano a las realidades del momento, América Latina respondió creando una serie de organizaciones propias, que reflejaban el afán de unidad de los países del área sobre bases diferentes a las propuestas por el Panamericanismo. La constitución del Sistema Económico Latinoamericano (SELA), en octubre de 1975, con la participación de Cuba, representó el paso más importante y demostrativo en esta dirección.

Mientras tanto, disminuyó sensiblemente el papel e influencia de las organizaciones panamericanas en la vida política del continente. Prácticamente ignorada, la OEA estaba ajena o apenas tangencialmente involucrada en los grandes temas que afectaban el presente y determinaban el futuro de América.

Los esfuerzos aplicados por Estados Unidos durante la administración Carter, dentro del marco de la política de “modificación constructiva” de la situación latinoamericana y caribeña, no lograron detener los procesos que venían desarrollándose en la región y menos aún revitalizar a la OEA según los intereses norteamericanos. Debe recordarse en este sentido el fracaso estadounidense en su empeño de aplicar la “variante dominicana” para evitar el triunfo popular en Nicaragua y su incapacidad para lograr la condena de la actuación de Cuba en África, sobre todo en Angola, o para conseguir la aprobación colectiva de su proceder en la llamada minicrisis del Caribe, a fines de los años setenta.

También fracasó en ese empeño la ultra conservadora administración de Ronald Reagan, que triunfó en las elecciones de noviembre de 1980. Reagan trató de reconquistar la influencia de Washington en el mundo retomando el lenguaje y los métodos de la Guerra Fría, lo que se tradujo en nuestra región en el apoyo a los gobiernos y fuerzas reaccionarias en su lucha frente a los gobiernos y movimientos progresistas, que eran calificados de comunistas. Reagan reanudó el apoyo a los regímenes militares del cono Sur, desechando la política de derechos humanos de Carter, apoyó al gobierno derechista salvadoreño en el enfrentamiento al movimiento popular, organizó la guerra sucia contra la Nicaragua sandinista, utilizando los regímenes de El Salvador, Honduras y Guatemala, retomó la hostilidad hacia Cuba, llegando a afirmar que no se sentía obligado por los acuerdos Kennedy-Kruschov, que pusieron fin a la crisis de octubre de 1962, e invadió a la pequeña isla de Granada, propinando el tiro de gracia al proyecto progresista de Maurice Bishop, que prácticamente estaba liquidado por problemas internos.

Pero la ofensiva estadounidense, que también impuso el modelo económico neoliberal en el subcontinente, con el llamado consenso de Washington, no pudo alcanzar los resultados esperados en lo tocante a la reanimación del Sistema Interamericano, pues el conflicto de las Malvinas, en abril-junio de 1982, puso al desnudo la hipocresía de la política norteamericana hacia los vecinos del Sur y del Caribe, al apoyar a Inglaterra frente a Argentina, a pesar de lo establecido en el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) que lo obligaba a lo contrario. Ello incrementó el sentimiento latinoamericanista y sepultó, por lo pronto, cualquier posibilidad de regreso a los viejos tiempos del Panamericanismo, cuando actuaba sin tapujos como un instrumento al servicio del poderoso vecino del norte.

La posición de Estados Unidos en el conflicto de las Malvinas incrementó considerablemente la disminución del papel y la influencia de la OEA y de las demás instituciones del sistema regional en la vida política de la región. Concluyentes en este sentido fueron las palabras de Alejandro Orfila, entonces Secretario General de la OEA, pronunciadas en la XIII Asamblea General de la organización, efectuada en noviembre de 1983: “Es necesario reconocer que la OEA ha sido ajena o ha estado apenas tangencialmente involucrada en muchos de los grandes temas que afectan al presente y que determinan el futuro de América. Si en algunos casos es una gran ausente, en otros, peor aún, es ignorada.”5

Los problemas más importantes de la región fueron desde entonces abordados por foros alternativos como el Grupo de Contadora y el Grupo de Río. El Grupo de Contadora, surgido en enero de 1983, por acuerdo de los presidentes de México, Venezuela, Colombia y Panamá para buscar una salida negociada a la compleja problemática centroamericana, logró sentar en la mesa de negociaciones a todos los países implicados en el conflicto. Tras un largo proceso negociador, que fue todo el tiempo torpedeado por Estados Unidos, los gobiernos de Guatemala, Nicaragua, Honduras, El Salvador y Costa Rica firmaron el Acuerdo de Esquipulas, el 7 de agosto de 1987. La aplicación de dicho acuerdo sería fiscalizada por el Grupo de Contadora, que logró finalmente el apoyo de la Organización de Naciones Unidas y otros organismos internacionales, en lo que influyó el hecho de que el grupo había recibido el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional.

El Grupo de Río, creado en Río de Janeiro en 1986, como instrumento diplomático para apoyar la paz en Centroamérica, devino enseguida en un mecanismo permanente de consulta y concertación política entre países latinoamericanos. Sus miembros fundadores fueron México, Colombia, Venezuela, Panamá, Argentina, Brasil, Perú y Uruguay, pero en unos diez años estaba integrado ya por la mayoría de los países de la región, cuyos Jefes de Estado se reunían anualmente para discutir los problemas existentes y concertar posiciones sobre asuntos regionales y globales de interés común. El Grupo de Río fue el antecedente de la actual Unión de Naciones de Sudamérica (UNASUR) y, sobre todo, de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).

No obstante lo anterior, algunos países latinoamericanos, sin abandonar los foros alternativos creados anteriormente, emprendieron renovados esfuerzos encaminados a tratar de reanimar a la OEA y hacer de ella un vehículo para el diálogo y la colaboración entre ambas partes del continente. Pero este proceso fue interrumpido por la unilateral invasión yanqui a Panamá, en diciembre de 1989, decidida por el presidente republicano George Bush (1988-1992), con el pretexto de capturar al general Manuel Noriega y trasladarlo a Estados Unidos, donde sería juzgado por asuntos relacionados con el tráfico de drogas. Para ello fue “necesario” enviar a Panamá unos 24 mil soldados y ocasionar miles de muertos y heridos, la abrumadora mayoría civiles del capitalino y populoso barrio del Chorrillo. La débil actuación de la OEA con relación a aquellos acontecimientos demostró, con meridiana claridad, que, si bien no era ya un dócil instrumento al servicio de Estados Unidos, no había devenido en el mecanismo que necesitan los países de Nuestra América y que no podría lograrlo en el futuro cercano.

El colapso del socialismo europeo y la desintegración de la Unión Soviética, a finales de los años ochenta y principios de los noventa, provocaron un profundo cambio en la correlación mundial de fuerzas y en la dinámica de las relaciones internacionales, que sería determinada por el predominio indiscutido de Estados Unidos, superpotencia vencedora de la Guerra Fría. Esta situación provocó el surgimiento de una nueva etapa en las relaciones interamericanas y, por consiguiente, en la evolución del Panamericanismo. Dicha periodo se caracterizó, durante la década del 90, por un notable aumento de la influencia estadounidense en la vida de la región y por sus intentos de revitalizar a la OEA en función de sus intereses, utilizando ahora lo que los norteamericanos han calificado como un nuevo panamericanismo, que no puede, por mucho que lo pretenda, ocultar su esencia monrroísta.

El llamado neopanamericanismo se presentó como una política destinada a promover la colaboración para garantizar la institucionalidad democrática (ya no había dictaduras en latinoamerica), combatir el narcotráfico y el terrorismo y fomentar la economía mediante los tratados de libre comercio como el firmado entre Estados Unidos, México y Canadá, en 1994, y que se pretendió extender a todo el continente mediante la llamada Alianza de Libre Comercio para las Américas (ALCA), que la OEA abrazó y proclamó como su meta más importante. Pero en la práctica ello condujo a un cada vez mayor control político y militar estadounidense y al incremento del neoliberalismo, provocando la protesta social y la aparición de nuevas alternativas, que condujeron a la apertura de una fase de cambios positivos en la región.

Esa nueva etapa fue el resultado de la intensificación de la batalla contra el neoliberalismo y contra el ALCA, expresada en la protesta de los pueblos y también en la toma de conciencia de algunos gobiernos, lo cual se evidenció en la Cumbre de Monterrey, realizada en enero de 2004, y sobre todo en la Cuarta Cumbre de las Américas, efectuada en Mar del Plata, Argentina, en noviembre del siguiente año, donde fue sepultado el proyecto del ALCA, debido a la oposición de los países del MERCOSUR, Venezuela y Bolivia. Allí tuvieron un destacado papel los presidentes de Venezuela, Argentina y Brasil.

La pérdida de legitimidad de la “gobernabilidad neoliberal”, precedida en casi todos los casos de intensos conflictos sociales, y las aspiraciones populares de cambios en las estrategias económicas que se venían aplicando, explican también los triunfos electorales de fuerzas progresistas a fines de los noventa y, sobre todo, los primeros años del siglo XXI. El proceso comenzó en Venezuela con el triunfo electoral de Hugo Chávez, en 1998, y continuó en Argentina y Brasil, en 2003, con las victorias de Néstor Kirchner y Luiz Inacio Lula da Silva, respectivamente. En el 2006 se produjo el triunfo indiscutido de Evo Morales en Bolivia, que significó un hecho histórico, pues por primera vez un indígena llegaba al poder en ese país. Un año después ganó las elecciones en el inestable Ecuador el economista Rafael Correa, que daría inicio a la llamada Revolución Ciudadana. A ello debe sumarse la victoria del Frente Amplio-Encuentro Progresista en Uruguay, en las elecciones de 2004 y 2009, respectivamente. En Centroamérica se destacaron los triunfos del Frente Sandinista (2007), en Nicaragua, y del Frente Farabundo Martí de El Salvador, a principios del año 2009. Al mismo tiempo, en Paraguay y Honduras, así como en varias islas del Caribe conquistaron el poder partidos de orientación progresista.

En este positivo contexto, se produjo un acercamiento y una mayor colaboración entre la mayoría de los países latinoamericanos y del Caribe, lo que promovió el surgimiento de proyectos como Petrocaribe, Petrosur y la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP), así como al fortalecimiento del Mercosur. En el orden de la colaboración política, se auspició el surgimiento de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), que integró a todos los países de aquella región y que ha desempeñado un importante papel en la solución de diferentes conflictos, y de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), en la que fueron fundadores todos los países del área menos Estados Unidos y Canadá, hecho inédito que mostro el auge de la tendencia latinoamericanista.

Salvo contadas excepciones referidas a asuntos muy puntuales, la OEA y las demás instituciones del llamado sistema interamericano se han opuesto, de forma abierta o velada, a los cambios progresistas que se fueron produciendo en nuestra región, con mayor énfasis tras la llegada del uruguayo Luis Almagro al cargo de Secretario General de la organización, quien contradiciendo el carácter imparcial de su papel como funcionario internacional, se ha convertido en un lacayo al servicio de Estados Unidos. La OEA ha venido apoyando en todas partes a las fuerzas reaccionarias, llegando, incluso, a resucitar los golpes de Estado, el más reciente de ellos en Bolivia, en noviembre del 2019, así como el auspicio de protestas violentas, incluyendo en algunos casos el uso de mercenarios, y desvergonzadas maniobras judiciales y parlamentarias contra gobiernos y líderes políticos. Recuérdese en este sentido las destituciones de Fernando Lugo en Paraguay y Dilma Rouseff en Brasil, así como los procesos contra Lula, Correa, Cristina y otros líderes progresistas.

La ofensiva reaccionaria de la OEA ha contribuido a acentuar el oleaje de gobiernos de derecha que se ha producido en la región desde hace algunos años, lo que ha propiciado la recuperación e incremento de la presencia de Estados Unidos en nuestros países y con ello el avance del panamericanismo monroísta. Un papel importante en esta situación corresponde a la utilización de la llamada Carta Democrática Interamericana, aprobada por la Asamblea General de la OEA, celebrada en Lima, en septiembre de 2001. Dicha carta establece el deber de velar por la preservación de la democracia, entendida solo como democracia representativa, e incluye varios artículos que representan una intromisión en los asuntos internos de los gobiernos miembros. Uno de estos es el 18, que faculta al Consejo Permanente y al Secretario General a tomar las medidas necesarias para restaurar la democracia y los consabidos derechos humanos donde consideren que sea necesario.

La Carta Interamericana ha sido invocada en varias ocasiones, siempre siguiendo la postura cada vez más negativa de la OEA. Se destaca el caso de Venezuela, cuyo gobierno bolivariano ha sido objeto de una permanente hostilidad, antes y después de abandonar la organización. La OEA, siguiendo el guion de Washington, sirvió de escenario y apoyó la creación del llamado Grupo de Lima, integrado por varios países de la región. También y nuevamente atendiendo a la política estadounidense, ha mantenido su respaldo al autoproclamado gobierno del exdiputado opositor Juan Guaidó, que como todo el mundo sabe no tiene soberanía ni en un ápice del territorio venezolano.

A pesar de haber salido de la OEA hace casi 60 años, no escapa Cuba a la servil labor de Luis Almagro, quien quisiera aplicarnos con todo rigor la Carta Democrática Interamericana. Almagro se ha sumado a todas las campañas y medidas de Washington contra la Isla y se entromete sistemáticamente en nuestros asuntos internos, apoyando con entusiasmo a los llamados opositores del sistema elegido por la mayoría de los cubanos, como ocurrió con el respaldo absoluto al mal llamado movimiento de San Isidro y a otras manifestaciones que le siguieron, que es bien sabido quienes las promueven y financian.

CONCLUSIONES

En fin, que la OEA y la mayoría de las instituciones interamericanas, que parecían moribundas hace 10 años, se han recuperado y vuelven a desempeñar su tradicional y parcializado papel de instrumento de la política de Estados Unidos hacia nuestra región, así como de las oligarquías nativas. Ello, sin duda alguna, representa un grave peligro en las actuales circunstancias de retroceso que atraviesa aun el proceso de cambios progresistas que se desarrolló desde principios del nuevo siglo y que generó grandes expectativas entre las mayorías de nuestra población. Ojalá algunos esperanzadores signos de protestas masivas y de cambios de gobiernos, como ha ocurrido en Argentina, México, Chile, Perú y Honduras, sean el preludio de un regreso del oleaje progresista y que ello pueda impulsar la eliminación o al menos una transformación a fondo del llamado Sistema Interamericano.

BIBLIOGRAFÍA

**Dr. C. Evelio Díaz Lezcano: Doctor en Ciencias Históricas. Profesor Titular Consultante y Emérito de la Universidad de La Habana. Facultad de Filosofía e Historia. fragoso@infomed.sld.cu. 000-0001-9985-8274

Contreras M. (1979). Monroísmo y América Latina. Editorial Grijalbo,México.

Díaz, E. (2015). El fracaso de una conjura. La Habana: Editorial Félix Varela.

Guerra, S. (1998). Breve Historia de América Latina. La Habana: Editorial Félix Varela.

Roa, R. (1977). Retorno a la alborada. La Habana: Editorial Ciencias Sociales.

1_ Martí, José. Obras completas. La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1963-1973, t. 6, p. 46. Martí conoció el contenido de los debates y los momentos más importantes de la Primera Conferencia Internacional Americana por medio de su amigo Gonzalo de Quesada y Aróstegui, quien se desempeñaba como secretario del delegado argentino, doctor Roque Sáenz Peña.

2_ Ugarte, Manuel. El destino de un continente. New York, 1925, p. 140

3_ Ver la Carta de la OEA, aprobada en la Conferencia de Bogotá (1948), particularmente los artículos 13, 15, 16 y 17.

4_ Aguilar Monteverde, Alonso. El Panamericanismo; de la Doctrina Monroe a la Doctrina Johnson. México, D.F., Cuadernos Americanos, 1965, p.122.

5_ Acta de la XIII Asamblea General de la OEA, 14 de noviembre de 1983, p.3. Archivo del MINREX de Cuba. En: Fracaso de una Conjura. Editorial Félix Varela, La Habana, 2019.

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