Por Carlos Ávila Villamar.
La diferencia más visible del sistema democrático latinoamericano con respecto al europeo es, fundamentalmente, que las elecciones en nuestro continente se basan en la contraposición de figuras públicas, en lugar de la contraposición de proyectos definidos. Es cierto, la mayoría de estas figuras públicas representan o dicen representar proyectos definidos, pero las campañas electorales se basan más en el carisma propio y en la demonización del candidato adversario.
El escenario no es gratuito, por supuesto, los pujantes movimientos de izquierda a menudo deben recurrir al populismo para ganar el apoyo de las desinstruidas masas, y la resistencia más conservadora, luego de perder elecciones durante más de una década, ha terminado por hacer lo mismo. Ahora estoy simplificando una historia que sin lugar a dudas será mucho más compleja, pero pido al lector que siga la idea de estas líneas.
Mientras en el mundo desarrollado los movimientos políticos se han hecho cada vez más diversos y débiles, mientras menos personas van a votar, mientras más enajenada está la gente, mientras menos cambios reales implican las transiciones entre un gobernante y otro, en América Latina, producto de la agudización de los conflictos capitalistas, cortesía del subdesarrollo, sigue existiendo la lucha entre los bandos clásicos de la derecha y la izquierda, una derecha hábil y con recursos ilimitados contra una izquierda inexperta, aniñada, muy a menudo con buenas intenciones, pero sin una base teórica fuerte. La izquierda latinoamericana está enamorada todavía del sueño socialdemócrata, un capitalismo con restricciones que permita el bienestar social, la mayoría de sus líderes están convencidos de que pueden crear una Noruega o una Suecia en el Hemisferio Sur, y que bastará el triunfo electoral y una subida de impuestos a los más ricos para sacar de la pobreza a millones de personas. Ha funcionado en ocasiones, pero solo de manera temporal. Las socialdemocracias de Noruega y Suecia, sistemas creados para contener el empuje del comunismo soviético, tarde o temprano caerán bajo la fuerza ineludible del sistema capitalista tradicional, ya están cayendo con suavidad desde hace años, recomiendo al lector que investigue al respecto.
Entonces América Latina, uno de los lugares del mundo donde al parecer existirían mejores condiciones para una revolución profunda contra el sistema capitalista, está anestesiada por la ignorancia de las masas, que solo pueden movilizarse ante las habilidades discursivas de un líder, y las promesas discretas e inmediatas de un mejoramiento en las estructuras económicas. He aquí una paradoja elemental: el único modo de hacer una revolución por la vía electoral en América Latina es el populismo, pero a la vez el populismo suele tener una fecha de caducidad. Los gobiernos se suceden unos a otros con rapidez, y cada gobernante quiere destruir casi todo lo que hizo su antecesor. En Europa el sistema de relaciones económicas es infinitamente más sólido, y en general la gente se preocupa menos por los temas políticos, ve una menor importancia en las elecciones de lo que ve en ellas el latinoamericano promedio. A veces se habla del desencanto de las masas europeas por los grandes proyectos políticos, que no es estrictamente falsa, pero esa apatía está reforzada por una relativa satisfacción con respecto a sus condiciones de vida. Lo que quiero decir es que el latinoamericano promedio dedica muchas más horas a la semana a hablar mal o bien de un político, más bien, porque en su cabeza del político depende mucho más la prosperidad que puede o no puede alcanzar. Entre más sofisticado se haga el sistema de relaciones económicas, menos influencia puede ejercer en él la democracia.
La izquierda latinoamericana necesita vanguardias todavía más de lo que la necesita la izquierda europea: el único modo de romper esa inercia detestable es depositar la confianza de la gente en líderes que luego radicalicen sus proyectos y rearmen la estructura económica. La democracia en su acepción más primitiva significa hacer lo que la mayoría de la gente cree que se debe hacer, una superstición profundamente extendida que llevada a sus últimas consecuencias puede significar agredir a otro país usando armas atómicas o ilegalizar el uso de pantalones largos, si es lo que la mayoría cree que debe hacerse. El mundo suele olvidar que en la esencia del voto hay una violencia semejante a la que existe en una guerra. En algún punto de la humanidad las personas se dieron cuenta de que no tenía sentido derramar sangre si se podía hacer un fácil conteo entre las fuerzas para determinar la probable vencedora. De ese modo, el grupo más débil se rinde sin combatir y cede. Esa es la base democrática, una guerra virtual disfrazada con brillos y lentejuelas en nuestros días. Los sistemas más estables minimizan la influencia que la estupidez de las personas pueda tener en sí mismos, y también minimizan el riesgo de que la gente decida cambiarlos. Un recién electo gobierno de izquierda debería pensar menos en la reelección y más en el cambio que requiere en la estructura económica. Una estructura suficientemente sólida minimiza el riesgo de que un candidato de derecha lo destruya todo de la noche a la mañana. Y tal proceso ya solo se puede hacer desde la decisión de los líderes, de manera discreta e irreversible.
Los movimientos políticos cuyo fin último sea la democracia por la democracia y no la creación de sociedades más justas y felices están destinados a la estupidez. Querrán un país donde todos los días se elija una nueva bandera, donde el parlamento decida cambiar el nombre del color verde por el azul, y el azul por el verde, o mejor todavía, donde por voto electrónico se hagan encuestas sobre si efectuar la decapitación de todos los tuertos de una región apartada. Lo siento, pero no estoy interesado en vivir en un país así.
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