lunes, 4 de julio de 2016

Una historia actual: La CIA y la Guerra Fría Cultural



Tomado de Razones de Cuba
Fuente original: La Pupila Insomne
Por Frances Stonor Saunders
La autora de la investigación más completa sobre el tema estuvo en Cuba y 2003  presentó su libro La CIA y la Guerra Fría Cultural. Ahora que regresan las fundaciones, las publicaciones y los eventos “con la utilidad de favorecer a aquellas personas” que se autodefinen “como la Izquierda no comunista” y también retorna la “forma de propaganda más efectiva”, aquella en que “el individuo actuaba en la dirección en que se esperaba, por razones que creía eran las suyas propias” es bueno releerla.

¿Quién pagó el plomero?: La CIA y la Guerra Fría Cultural. Por Frances Stonor Saunders.




Corría Mayo de 1967. En los pasillos de la nueva sede de la Agencia Central de Inteligencia, en Langley, Virginia, se respiraba una atmósfera de emergencia. La CIA, que durante 20 años prácticamente había logrado desempeñarse de una manera totalmente secreta, enfrentaba ahora una profunda crisis en sus relaciones públicas. La historia de cómo la CIA había intentado golpes de estado, asesinatos y derrocamientos de gobiernos elegidos democráticamente, había circulado por todo el mundo en las primeras planas de periódicos, a pesar de los grandes esfuerzos por evitarlo. Con el antecedente de la guerra de Vietnam, y en medio de un clima de creciente disconformidad nacional, la CIA, que hasta entonces había sido una institución respetada, comenzó a ser vista como un elefante feroz en la cristalería de la política internacional. Quedaron al descubierto los detalles sucios de la deposición del Premier Mossadegh, en Irán en 1953; de la expulsión del gobierno de Árbenz en Guatemala, en 1954; de la desastrosa operación de Bahía de Cochinos; y de cómo la CIA había espiado a decenas de miles de estadounidenses y negado dichas actividades ante el Congreso, elevando así a nuevos niveles el arte de mentir. La postguerra se había abierto al son de la música proveniente de promesas históricas de los Estados Unidos, pero estas ahora parecían más que nada el cínico discurso de una monarquía borbónica.

Mucho se ha escrito desde entonces acerca de los aspectos más dramáticos de las actividades de la CIA y, sin embargo, poco se ha hablado de su joya más preciada: su programa de guerra psicológica y cultural. Desde el colapso de la Unión Soviética se han revelado numerosas pruebas de la lucha del Kremlin por la supremacía ideológica. Sabemos cómo el Cominform organizó una amplia ofensiva cultural no solo en el bloque soviético sino, además, en el resto del mundo, con el fin de ganar adeptos a las proposiciones del comunismo. Sin embargo, se conocen menos evidencias acerca de cómo, en lo más intenso de la Guerra Fría, el gobierno de los Estados Unidos destinaba vastos recursos a su propio programa de guerra cultural.

Un elemento fundamental dentro de este programa consistía en hacer creer que no existía tal. Como dijera uno de los estrategas de la Guerra Fría: “La manera de lograr una eficiente labor de propaganda, es que parezca que no hay labor de propaganda alguna”. En consecuencia, el aparato de espionaje de los Estados Unidos, la Agencia Central de Inteligencia, operaba con un máximo de discreción. ¿Qué fines perseguían? Apagar el interés hacia el comunismo, disipar la idea de que la posición neutral era una opción viable en el contexto de la Guerra Fría, estimular la visión de los Estados Unidos como guardián de la libertad, y aumentar las posibilidades de expansión de dicha nación.

Esta campaña, que en su momento cumbre disponía de inmensos recursos, no estaba dirigida a las masas, sino a la inteligentsia; debía funcionar desde arriba hasta la base. Al dirigirse a las elites culturales buscaba efectuar un cambio permanente con respecto a la política exterior de los Estados Unidos, de un modo políticamente correcto. Sería la intelectualidad de Europa, África, Asia, y América Latina, quien directa o indirectamente influiría en las actitudes de quienes tenían el poder en las manos. Tal como me explicara un oficial de la CIA, “lo que la Agencia se proponía era formar personas que, a partir de sus propios razonamientos, estuvieran convencidas de que todo lo que hacía el gobierno de los Estados Unidos era correcto”.

Desde su propio surgimiento en 1947, la CIA sentó las bases de un “consorcio” al crear una extensa e influyente red de personal de inteligencia y estrategas políticos y utilizar el aparato corporativo, así como las antiguas relaciones de las universidades de la Ivy League. Su objetivo era prevenir al mundo del contagio del comunismo, y favorecer los intereses de la política exterior de los Estados Unidos. El resultado fue una apretada red de personas que trabajaban en la promoción de un ideal: el mundo necesitaba una nueva era de ilustración, y tal período recibiría el nombre de “El Siglo Americano”.

Este consorcio fue el arma secreta de la Guerra Fría de los Estados Unidos; arma que en la esfera cultural tenía grandes influencias. A conciencia o no, a gusto o a disgusto, en la Europa de la postguerra (y de hecho en América del Sur, Asia, y en los países africanos en desarrollo) quedaron pocos escritores, periodistas, poetas, artistas, historiadores, científicos o críticos cuyos nombres no estuvieran, de una manera u otra, vinculados a esta empresa encubierta. En nombre de la libertad de expresión, el aparato de espionaje de los Estados Unidos —por más de 20 años incuestionable y secreto— llevó a cabo en todo el mundo una serie de operaciones culturales sustanciosamente costeadas.

De este modo la Guerra Fría era definida como una “batalla por las mentes humanas”, y reunió un vasto arsenal de armas culturales como revistas, libros, eventos, seminarios, exposiciones, conciertos y premios.

Esta campaña secreta buscaba la deserción de los numerosos intelectuales que, por la década del treinta, se habían afiliado a la izquierda. En tiempos de la Guerra Civil Española y de la Gran Depresión, estos intelectuales habían visto en el marxismo y el comunismo la promesa de un futuro brillante; sin embargo, ya en los años cuarenta, cuando comenzaban los primeros juicios stalinistas, se dieron cuenta de que se habían construido falsas expectativas. En la total confusión, pasaron el resto de la década preguntándose dónde había estado el error; así que ya en los años cincuenta muchos de estos intelectuales se convirtieron en liberales (y no tan liberales) anticomunistas y no estaban lejos de una nueva y congenial relación con la Guerra Fría de los Estados Unidos.

Individuos como Arthur Koestler personifican esta dramática reorientación ideológica. Koestler, quien fuera un activista al servicio del comunismo, había demostrado su desencanto con una crítica devastadora, Darkness at Noon (Oscuridad al mediodía), cuya descripción de la crueldad soviética significó su presentación de credenciales como anticomunista. A fines de la década del cuarenta, Koestler fungía como asesor de la Oficina Británica de Asuntos Exteriores, del Departamento de Estado de los Estados Unidos e, inclusive, trabajaba para la CIA. Koestler hizo que estas instituciones comprendieran la utilidad de favorecer a aquellas personas que en ese momento ya se autodefinían como la Izquierda no comunista, lo que respondía a un doble objetivo: lograr una cierta proximidad a grupos “progresistas” a fin de poder controlar sus actividades, y suavizar su impacto lo mismo por medio de la influencia desde el interior de los propios grupos, que conducía a sus miembros a posiciones paralelas y, sutilmente, menos radicales.

Pronto el propio Koestler se benefició de las campañas propagandísticas anticomunistas por parte de Gran Bretaña y Estados Unidos. En 1948, la Oficina de Asuntos Exteriores financió y distribuyó secretamente 50 000 ejemplares de Darkness at Noon. Irónicamente, el Partido Comunista Francés tenía órdenes de comprar de inmediato cada ejemplar que apareciera, lo que hizo que el libro fuese reeditado continuamente y, clara ironía de la Guerra Fría, Koestler se benefició indefinidamente de los fondos del Partido Comunista.

La pieza clave de la red de acciones de la CIA, fue el Congreso por la Libertad Cultural, establecido en 1950, con sede en París, y dirigido por un oficial de la CIA de considerables habilidades lingüísticas e intelectuales. En su máximo esplendor, el Congreso llegó a tener oficinas en 35 países, publicaba más de 20 revistas de alta calidad, y organizaba seminarios, conciertos, premios literarios y exposiciones. En este período, no hubo una sola organización, salvo en la Unión Soviética, que dispusiera de tan grandes recursos, o que influyera de manera similar en las carreras de tantas personalidades cimeras de la cultura. Fue el Congreso por la Libertad Cultural quien en 1963, por órdenes de la CIA, organizó una encubierta campaña contra Pablo Neruda cuando la Academia Sueca lo valoraba para el Premio Nobel de Literatura, y Neruda no recibió el premio (aunque le fue otorgado finalmente en 1971). Fue el Congreso por la Libertad Cultural quien en 1954, organizó una campaña contra el escritor italiano Alberto Moravia luego de que este sugiriera públicamente que el realismo socialista en las artes tenía algún valor.

Sin embargo, más relevantes que estos intentos de censura, fueron los logros del Congreso en la difusión de la cultura de los Estados Unidos. Mientras los izquierdistas antinorteamericanos veían a los Estados Unidos como un desierto cultural, la CIA, bajo la fachada del Congreso por la Libertad Cultural y otras organizaciones “libres” e independientes, inundó Europa de libros, cantantes, orquestas y arte en general procedente de los Estados Unidos; incluso, ayudaron a financiar el éxito del Expresionismo Abstracto –los extravagantes y anárquicos lienzos de Jackson Pollock y la Escuela de Nueva York— con presentaciones en las galerías del mundo, a la manera de un grupo de agitadores enfrentados al arte viejo y convencional, perfecta promoción para una nación que toleraba la libertad de expresión en la misma medida en que la Unión Soviética la odiaba. También la CIA pagó los costos de producción de las adaptaciones de los clásicos de George Orwell Animal Farm (La granja animal) y 1984, y aseguró sus inversiones en este sentido al insertar agentes en ambos proyectos. La presencia de la CIA condicionó la dirección ideológica de las películas inspiradas en ambas obras, de manera que después de su muerte, George Orwell, el gran enemigo de la propaganda, fue expuesto a las evasiones y decepciones de la misma.

En 1977, en un artículo para Rolling Stone, Carl Bernstein —el reportero investigador que junto a Bob Woodward, hizo público lo que fuera el Watergate— escribió sobre la influencia de la CIA en los medios de comunicación. Luego de 25 años, parece realmente conservadora su declaración de que más de 400 periodistas estadounidenses colaboraban secretamente con la CIA. Algunas de estas relaciones se mantenían en el anonimato, otras eran explícitas; había cooperación, acomodación y solapamiento. Los periodistas brindaban una gran variedad de servicios clandestinos, desde la simple localización de información hasta el trabajo como enlace con espías en países comunistas. Los reporteros compartían sus apuntes con la CIA; los editores compartían su personal. Algunos de estos periodistas eran premios Pulitzer, distinguidos reporteros que se consideraban “embajadores sin cartera” de sus países. La mayoría eran menos reconocidos: corresponsales extranjeros que pensaban que sus nexos con la Agencia les facilitaba el trabajo.

Durante las décadas del cincuenta y del sesenta, muchos periodistas fueron utilizados como intermediarios para localizar, pagar y pasar instrucciones a los demócrata-cristianos en Italia y a los social-demócratas en Alemania; en ambos casos recibieron de la Agencia millones de dólares. En una categoría inferior quedaban los empleados, a tiempo completo, de la CIA que se enmascaraban como reporteros en el extranjero.

En muchos casos estos periodistas eran empleados por la CIA con la aprobación de las administraciones de las principales organizaciones de prensa. Los editores estadounidenses, lo mismo que muchos otros directivos corporativos e institucionales del momento, estaban más que dispuestos a destinar los recursos de sus compañías a la guerra contra el “comunismo global”. Consecuentemente, la barrera que tradicionalmente separa los órganos de prensa norteamericanos y el gobierno se hizo imperceptible. Un investigador que en 1976 conducía una encuesta del Congreso acerca de las actividades de la CIA expresó su asombro ante lo “increíblemente extendidas que estaban esas relaciones” y dijo: “No es necesario manipular a la revista Times, porque hay miembros de la Agencia en la propia dirección”.

Agentes pagados que laboraban en la Associated Press (Prensa Asociada) y en la United Press International (Prensa Unida Internacional), intercalaban  entre las noticias despachos preparados por la CIA. Un foco común para las actividades de propaganda eran los clubes de prensa que existían en casi todas las capitales extranjeras. En ocasiones, los presidentes de estos clubes eran agentes de la CIA. La propaganda adoptó muchas apariencias y afloró en muchos lugares. Iba desde lo inocuo; por ejemplo, cartas a los editores de los principales periódicos, que no identificaban al remitente como empleado de la CIA, hasta acciones de consecuencias mucho más serias, como reportes sobre pruebas nucleares soviéticas que nunca se efectuaron.

El lazo entre la CIA y sus medios era el dinero, y ese dinero a menudo pudo comprar cierto control, y muchas veces hasta llegó a comprar todo el control. “No podíamos gastarlo todo”, recordaba un agente “No había límites, y nadie tenía que dar cuentas de nada”. Con el objetivo de cubrir sus manejos, la CIA diseñó una manera de hacer llegar el dinero por diferentes canales hasta llegar a su destinatario final. La CIA creó una fundación falsa, poco más que un buzón postal, que proporcionaría fondos a una fundación legítima, y esta última sería la encargada de distribuir el dinero a las organizaciones que la CIA quisiera favorecer.

Docenas de agencias de prensa y periódicos en lenguas extranjeras respondían a este modo de financiamiento y operación. El Rome Daily American (Diario Americano de Roma), controlado por la CIA de 1956 a 1964, fue asumido por la Agencia a fin de evitar que cayera en manos de los comunistas italianos y, una vez que pasó el peligro, lo vendieron otra vez. Aún así fue administrado por varios años por un oficial retirado de la CIA, que fue vuelto a contratar. La CIA tenía inversiones en el Okinawa Morning Star, en el Times de Manila, El Mundo de Bangkok y el Noticias de la tarde, de Tokio. “En aquel entonces teníamos disponible por lo menos un periódico en cada capital”, declaró un oficial de la CIA. Se situaron agentes en el Correo del Pacífico Sur (Santiago), en el Crónica de Guyana, El Sol de Haití, el Tiempos de Japón, La Nación de Rangoon, el Diario de Caracas, el Bangkok Post, y antes de la Revolución cubana, el Tiempos de La Habana. La CIA financiaba el Foreign News Service (Servicio de noticias internacionales), que difundía artículos escritos por un grupo de periodistas de Europa del Este que vivían en el exilio. Hubo una fuerte infiltración en el Servicio de Prensa de Editores de América Latina. Era propiedad de la CIA el Continental Press Service (Servicio de prensa continental), con sede en Washington, dirigido por un oficial de la CIA, y que tenía entre sus principales tareas la de proveer apariencia oficial, y proveer de credenciales de prensa a operativos que necesitaran una cobertura oficial urgente. También estaba Visión, la revista noticiosa semanal que era distribuida en toda Europa y América Latina.

En 1958, poco después de que el presidente Nixon recibiera el rechazo de  una multitud en Caracas, José Figueres (quien entonces justo había terminado el mandato) visitó Washington para explicar las causas de este incidente. “No se puede escupir sobre una política internacional”, manifestó a un funcionario de la Casa Blanca, “que es lo que quisieron hacer”. Figueres insistió en que América Latina apoyaba a los Estados Unidos en la Guerra Fría, pero cuestionó; “Si ustedes le hablan a Rusia de dignidad humana, ¿por qué titubean tanto para hablarle de dignidad humana a la República Dominicana? Figueres afirmó que los Estados debían cambiar su política en Latinoamérica y que no podían sacrificar los derechos humanos a causa de las ”inversiones”.

Más tarde, el propio año, Figueres apeló a la CIA para hacer avanzar su agenda. La CIA le concedió fondos para publicar una revista política, Combate, y para patrocinar el encuentro para la fundación del Instituto de Educación Política en Costa Rica, en noviembre de 1959. El Instituto se creó como centro para el entrenamiento y la colaboración política de los partidos políticos de la izquierda democrática; fundamentalmente los costarricenses, los cubanos (en el exilio), los dominicanos (en el exilio), los guatemaltecos, los hondureños, los nicaragüenses (en el exilio), los panameños, los peruanos y los venezolanos. La CIA ocultó su actuación a la mayoría de los participantes, excepto a Figueres. Sus fondos (más de un millón entre 1961 y 1963) pasaron primero a una fundación-fachada, luego al Kaplan Fund of New York (Fondo Kaplan de Nueva York), después al Institute for International Labor Research (ILLR) (Instituto para las Labores de Investigación  Internacional), también en Nueva York, y finalmente a San José.

Claro está, la mayor parte de estas operaciones clandestinas de la CIA en América Latina durante los años sesenta, tuvieron lugar en el contexto de los logros de la Revolución cubana, y estaban concebidas para persuadir al hemisferio contra Fidel Castro. “No más Cubas” era una política concreta para la CIA que, con este objetivo, poseía varias revistas de calidad que hacía circular tras Tortilla Curtain, Cuadernos (editada por Julian Gorkin y, más tarde, por Germán Areiniegas), y su sucesor Mundo Nuevo (editada por el literato uruguayo Rodríguez Monegal, y diseñada para promover el tema del “Fidelismo sin Fidel”). Por otra parte, la CIA también creó una división en Nueva York llamada Foreign Publications Inc. (Publicaciones extranjeras inc.) para subsidiar varias publicaciones anticastristas, muchas de las cuales procedían de Miami. También se utilizó la Agencia de Información de los Estados Unidos para crear un frente neoyorquino llamado Foreign Publications Inc. con el fin de subsidiar múltiples publicaciones anticastristas, muchas de ellas radicadas en Miami.

En Argentina, por ejemplo, mientras la USIA producía abiertamente películas para satisfacer a aquellos grupos interesados en las diversas facetas de la vida en los Estados Unidos, los agentes clandestinos de la CIA tergiversaban los reportajes que sobre los sucesos internacionales eran exhibidos en teatros locales, operación que intentaba, según un agente de la CIA, “imponer en los hemisferios la óptica norteamericana sobre Castro. Los argentinos no creían que Castro constituyera una amenaza, así que comenzamos con las películas y creamos ese estado de opinión”.

Estas operaciones de la guerra cultural habían sido concebidas como respaldo a una serie de artimañas de la CIA. En la Guyana Inglesa (que declaró su independencia en 1966), la CIA se apoyó en el movimiento sindical internacional para debilitar el gobierno pro comunista del Primer Ministro Cheddi Jagan. A principios de los sesenta, Jagan había dado muestras de cordialidad hacia Castro y había decidido controlar los sindicatos obreros como parte de sus esfuerzos por alcanzar el poder absoluto. En 1963 ó 1964, la American Federation of Labor (AFL) (Federación americana del trabajo) y sus aliados internacionales, la Inter-American Regional Labor Organization (ORIT) (Organización regional interamericana para la organización del trabajo)  y la International Confederation of Free Trade Unions (ICTFU) (Confederación internacional de sindicatos libres) respaldaron la huelga general de 80 días que impidió que Jagan consiguiera el control de los sindicatos y que condujo al ulterior derrocamiento del mandatario.

La CIA también operaba sus propias emisoras radiales. De todas, la más exitosa fue Radio Free Europe (Radio Europa Libre), pero también estaban Radio Free Asia (Radio Asia libre), Free Cuba Radio (Radio Cuba libre), y Radio Swan. Esta última transmitía desde una pequeña isla del Caribe, y era una estación muy potente. Sus programas podían ser escuchados en la mayor parte del hemisferio occidental, y era operada por una compañía naviera que por un buen tiempo no había poseído barco alguno. La emisora era asediada por potenciales propagandistas prestos a obtener ventajas de su potente y clara señal. Luego de muchos meses rechazando a los consumidores, la CIA finalmente se vio forzada a comenzar a aceptar algunos negocios para preservar lo que había abandonado la cobertura de Radio Swan.

Radio Free Asia, amén de emplear a un grupo de periodistas asiáticos que habían sido cuidadosamente seleccionados (aunque ellos no lo sabían) por la CIA y enviados un año a Harvard, fue prácticamente un desastre. Solo después de que los transmisores de Radio Free Asia comenzaran a funcionar, la CIA descubrió que en China casi no había radio receptores privados. Con frecuencia enviaban desde Taiwan globos aerostáticos que portaban pequeños radios, pero el plan fue abandonado porque los globos regresaban a Taiwán a causa de los vientos del  estrecho de Formosa. La estación dejó de transmitir en 1955.

Radio Free esto y Radio Free lo otro. Congreso por la Libertad Cultural. Cruzada por la libertad. Comité Nacional por una Europa Libre. Universidad Libre de Europa. A mediados de los sesenta, se decía en broma que si alguna organización filantrópica o cultural de los Estados Unidos llevaba las palabras ‘libre’, ‘privada’ o ‘independiente’ en su literatura, de seguro respondía a la CIA.


El grado de dominio que Estados Unidos ejerció sobre la cultura de otros países, incluidos sus aliados, llegó a manipular a los intelectuales y sus obras como si fueran piezas de ajedrez en plena jugada maestra, y es todavía una de sus herencias más provocadoras. Aún entre los círculos intelectuales de Europa y América se mantiene la disposición a aceptar el argumento de la CIA de que sus sustanciales inversiones financieras eran desinteresadas, y que su propósito era ampliar posibilidades para una libre y democrática expresión cultural. “Solamente ayudábamos a decir lo que de todos modos se iba a decir”, es una especie de cheque en blanco con que la Agencia se defiende; si los intelectuales se beneficiaban de los fondos de la CIA sin saberlo, entonces sus actitudes no recibían influencia alguna, así que su independencia como pensadores críticos no podía estar precondicionada por este hecho.

De cualquier manera, documentos relacionados con la Guerra Fría cultural sistemáticamente desmienten este mítico altruismo; recordemos una frase citada anteriormente, dicha por un oficial de la CIA que entrevisté: “lo que la Agencia se proponía era formar personas que, a partir de sus propios razonamientos, estuvieran convencidas de que todo lo que hacía el gobierno de los Estados Unidos era correcto”. Tenemos una frase crucial, “a partir de sus propios razonamientos”. Nada más directo o poco sutil que forzar a los cerebros de una generación a que equiparen la paz de los Estados Unidos con el ideal de la libertad. “No se trataba de comprar o subvertir a escritores e intelectuales, sino de crear un sistema de valores arbitrario y artificial con el que los académicos fueran promovidos; los editores, designados; y los estudiosos, subsidiados y publicados; no por sus méritos –que en ocasiones eran considerables—sino por su filiación”.

En otras palabras, los individuos e instituciones subsidiados por la CIA debían funcionar como parte de una amplia campaña de persuasión, de una guerra propagandística donde ‘propaganda’ quería decir “cualquier acción o esfuerzo organizado para difundir información o alguna doctrina en específico, por medio de noticias, polémicas o  incentivos especiales, concebidos para influir las ideas y los actos de un grupo dado”. Un componente fundamental en esta política era la “guerra sicológica”, definida como “la puesta en práctica de forma planificada por parte de una nación, de propaganda y actividades no bélicas que promocionaran ideas e informaciones dirigidas a influir las opiniones, actitudes, emociones y comportamientos de grupos extranjeros, de un modo que favoreciera los logros y objetivos nacionales”. La “forma de propaganda más efectiva” era aquella en que “el individuo actuaba en la dirección en que se esperaba, por razones que creía eran las suyas propias”. No tiene sentido discutir estas definiciones, están basadas en documentos del gobierno y proporcionan los principales argumentos de la estrategia de la Guerra Fría cultural.

Evidentemente, la Agencia disfrazaba sus inversiones porque suponía que de actuar abiertamente sus facilidades serían rechazadas. ¿Qué tipo de libertad se puede promover con semejantes artimañas? “No congenian el secreto con un gobierno libre y democrático” dijo, antes de su muerte, Harry Truman, bajo cuya presidencia fue instituida la CIA. La agenda de la Unión Soviética no incluía libertad de ningún tipo, allí donde los escritores e intelectuales que no eran enviados a los campos de trabajo forzado, estaban amarrados a los intereses del Estado. Claro está que era correcto oponerse a semejante opresión. Ahora bien, ¿de qué manera? ¿Era coherente el gobierno de los Estados Unidos con sus propios elevados ideales de libertad, tal como se expresaban en el manifiesto del Congreso para la Libertad Cultural?

Este manifiesto, publicado en 1950, estaba dirigido a “todos aquellos individuos decididos a recuperar aquellas libertades perdidas, y a preservar y ampliar las disponibles”. “Sostenemos que es evidente que la libertad intelectual es uno de los derechos inalienables del hombre… tal libertad significa en primer lugar y por encima de todo, el derecho a expresar y mantener  las opiniones propias, y particularmente aquellas opiniones que difieren de las de los gobernantes. Cuando a un hombre se le priva del derecho a decir ‘no’, se le convierte en un esclavo”. El documento definía la paz y la libertad como “inseparables”, y advertía que “solo es posible mantener la paz si cada gobierno somete sus actos al dominio y a la consideración de aquellos a quienes gobierna”. También hacía énfasis en que una condición para la libertad era “la tolerancia de opiniones divergentes. El principio de la tolerancia no necesariamente permite la práctica de la intolerancia”. Ninguna “raza, nación, clase o religión puede arrogarse el derecho exclusivo a representar el ideal de la libertad, ni el derecho a restringir la libertad de otros grupos o credos, en nombre de ningún ideal o motivo elevado cualquiera que sea”.

Muy bien, ¿pero cuáles era el lugar asignado a la política y a la propaganda en el contexto de este sueño de libertad? ¿Es que la propaganda no constituye una oscura mistificación que coloca a los creadores, o a los científicos, al servicio del Estado o de quienes la controlan? Además, ¿cuáles eran los asuntos que la Agencia de Inteligencia de los Estados Unidos asumían como una interferencia en los procesos de expresión cultural? ¿No sugiere la presencia de la CIA que los requerimientos de seguridad de los Estados Unidos se habían ampliado conceptualmente hasta incluir un mundo sustancialmente hecho a su propia imagen?

Podemos percibir los ecos de “El siglo americano” en el discurso inaugural de George W. Bush, cuando prometió que esta nueva era sería “El siglo de las Américas”. Fue sobre la base de que era el destino de los Estados Unidos responsabilizarse por el siglo que se construyó el mito principal de la Guerra Fría. Esta fue y sigue siendo una base falsa. “La Guerra Fría es una batalla de falsedad entre verdaderos intereses”, escribió el crítico de arte Harold Rosenberg en 1962. “La broma de la Guerra Fría es que cada rival está consciente de que las ideas del otro serían irresistibles si fueran realmente llevadas a la práctica… Occidente quiere libertad al nivel en que la libertad es compatible con la propiedad privada y las ganancias; los soviéticos quieren libertad al nivel en que esta es compatible con la dictadura de la burocracia comunista… (De hecho) las revoluciones en el siglo XX tienen como objetivo la libertad y el socialismo… es esencial una política realista, una política que se libre de una vez y para siempre del fraude de la libertad en oposición al socialismo.”

En 1993, George Kennan, uno de los arquitectos de la política de la Guerra Fría, hizo una afirmación extraordinaria:  “Debo aclarar”, expresó, “que estoy total e insistentemente en desacuerdo con cualquier concepto mesiánico acerca del papel de los Estados Unidos en el mundo, lo que significa en desacuerdo con nuestra imagen de guía y redentores del resto de la humanidad, en desacuerdo con la ilusión de que tenemos una virtud única y superior, el discurso sobre el Destino Manifiesto o el ‘Siglo Americano’.

En otras palabras, es necesario que se entienda que la complicada madeja de las cuestiones internacionales no puede ser reducida a slogans ni a imperativos doctrinales, y que los mecanismos de la libertad intelectual, cultural y política son más complejos de lo que está implícito en las loas al liberalismo de los Estados Unidos. La verdadera libertad de los intelectuales y artistas debe radicar en que estos estén motivados por sus propios principios, más que por los dictados de gobiernos o estrategas, y que en vez de ser forzados a tomar partido, deben tener libertad para patear las barreras erigidas alrededor de las ideas. Solo de esta manera podrá, como dijera Milan Kundera, surgir “la sabiduría de la duda”.
 

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