Por Féliz Edmundo Díaz*
El viernes en la noche, según Buena Fe, empezando el “Fin de semana” por aquel estribillo de “…viernes, sábado y domingo…”, recibimos mi esposa y yo la grata visita de nuestra amiga Alina Perera Robbio y su compañero, pareja indispensable para compartir lo mismo un vaso de agua fría, un jugo de mango o un sorbo de café, siempre acompañado de obligadas tertulias e intercambios, matizados por una que otra oportuna frase jocosa del visitante, que cortan, momentáneamente, “el hilo” del tópico de turno para retroalimentar el deseo de seguir hablando en serio.
Las últimas veces, hemos hecho los resúmenes con un brinco a las heladerías de la zona que, sin competencia alguna, según Alina, ofertan un helado aceptable por un precio pagable… y si alguien piensa que Nestlé es la competencia, aclaro, que no todos podemos darnos ese gustazo, además, el “último grito” de Nestlé: el helado con galleticas lo inventamos los cubanos hace años, aunque ellos recién lo hayan patentado…
Bueno, para entrar en calor o sea en el sentido de estas líneas, les cuento que este viernes, entre los temas del Congreso de la UPEC y las sesiones de la Asamblea Nacional, de las soluciones a las ya familiares dificultades que nos acompañan por generaciones, fruto de nuestras acciones e inacciones y del férreo bloqueo impuesto por sucesivas administraciones norteamericanas, incluida la del “hermano Obama”, el amigo Walter Martínez nos interrumpió la secuencia del encuentro con sus comentarios sobre el último (en esos minutos) evento de violencia en los Estados Unidos de América, específicamente el tiroteo en Dallas que resultó en la muerte (¿ajusticiamiento?) de cinco policías a manos de un francotirador, momento en el que Alina deslizó, en voz baja, una lapidaria frase: ese país está enfermo…, palabras que motivaron otro par de comentarios, antes de la despedida, cerca ya de la medianoche.
Minutos después, entre jarro y jarro de agua “del tiempo” para extraer el calor que los helados no habían alcanzado a sofocar, seguía retumbando en mi cabeza la idea de Alina sobre la enfermedad del país vecino y, respetando la tesis de mi amiga, me dispensé el derecho de cuestionar si el padecimiento de nuestro vecino del Norte era consecuencia de una enfermedad o una maldición.
Mis cercanos y los no tan, saben que soy ateo, lo que no me limita a imaginar que la vida de una persona o un país, amén de apariencias o exuberancias materiales, pueda resultar tan miserable como la Malvino Fortuna, aquel personaje del añorado espacio “Aventuras”, cuyas desgracias emulaban con los efectos de las peores maldiciones de los cuentos de hadas y brujas, y no importa que la norma humana casi imponga que “mi arañazo duele más que la sutura con “siete puntos” en la cabeza del otro”, porque muchos de nosotros no hemos olvidado, bien aprendido del humanismo socialista, dolernos por el dolor ajeno, todavía hoy cuando los encantos del egoísmo y la avaricia carcomen a unos y encuentran cabida en las conductas de otros.
Con estos pensamientos eché una mirada atrás para mirar hacia los primeros inmigrantes ingleses que llegaron para quedarse al Norte de nuestro continente y, a partir de ahí, se me hizo bastante difícil dilucidar si la violencia de “esa especie” era genética o bien aprendida… primero el asentamiento, después, sangre y muerte mediantes, las usurpaciones a las poblaciones originarias, a las que dejaron en pequeños espacios que la modernidad denomina “reservas” y no “campos de concentración”, pero a los “recién llegados” no les alcanzaba la tierra y otra vez, sangre y muerte mediantes, les arrancaron un pedazo a México y otro a Canadá, y compraron Alaska, y se metieron en una guerra contra España, para entonces casi ganada por los cubanos, y nos convirtieron en el laboratorio en el que ensayaron la mezcla de los bares, los juegos y la prostitución que a posteriori desarrollaron en Las Vegas, o quisieron “hacer” Las Vegas en La Habana, cuyo orden de acontecimientos no altera la esencia de depravación.
Todo ello de la mano de una guerra fratricida entre confederados y separatistas, donde niños, mujeres y ancianos eran considerados tan letales enemigos como el soldado del otro bando, o los magnicidios que, para hacerlos más democráticos y mejorar el estilo de Roma y los complots de sus senadores, conjuraban a senadores, congresistas, representantes, la CIA, el complejo militar industrial y la mafia; pero como la violencia intrínseca de ese sistema es incontenible surgió la necesidad de llevarla a Asia, cuya primera prueba fue Japón, le siguió Corea hasta partirla en dos, Vietnam y Filipinas, y brincaron para África, el Medio Oriente y no les menciono Latinoamérica porque, invasiones, golpes de estado y Operación Cóndor mediantes, siempre nos consideraron su traspatio o, más exactamente, los otros, esos mestizos, incultos, cuyo derecho a la vida estaba signado por la cantidad de materias primas que podíamos producir para alimentar la economía del Imperio.
Para que se tenga una idea de hasta dónde pueden llegar los límites de la violencia en ese país, solo basta hacer una simple comparación: Hitler pasó a la historia como una de las criaturas más abominables que ha pisado la Tierra por cuanto hizo para demostrar “su tesis” de la raza superior, dirigiendo todo su poder al exterminio de poblaciones enteras, particularmente contra el pueblo judío que, hoy por desquite, “predestinación”, enfermedad o maldición, trata de hacerle lo mismo al pueblo palestino; pero siguiendo con Hitler, este orientó experimentar los límites de tolerancia al frío, el calor y el hambre, o los efectos de diferentes sustancias químicas y radioactivas sobre seres vivos, mas todo ese horror fue contra sus enemigos.
Y ¿qué nos ha legado la historia del Norte revuelto y brutal? El exterminio de las poblaciones originarias, la Guerra de Secesión, MK – Ultra (experimentos con sustancias químicas y radioactivas sobre sus propios soldados), las bombas nucleares, las de hidrógeno, el Napalm, el Agente Naranja, las municiones de uranio empobrecido que matan riquísimo, el escándalo Irán – Contras, del que poco se habla sobre la inundación con drogas al Bronx, en Nueva York, en una ecuación donde el dinero para el rescate de rehenes y la guerra sucia en Nicaragua salía de la venta de drogas a los negros y estos… que se jodan, pa’ estos el KKK y, para los demás, la exacerbación de los sentimientos de discriminación en todas sus formas.
¿Para qué tanta grandeza? ¿Para qué tanta acumulación? Los Estados Unidos de América lo acumulan todo; el PIB más alto del mundo, los mayores bancos, los mayores fraudes de las agencias aseguradoras, los mayores arsenales nucleares y convencionales, la mayor cantidad de armas, desde pistolas a fusiles de asalto, en poder de sus ciudadanos, los mayores índices de violencia y muerte, consumo de drogas, prostitución y pornografía, en fin, los mayores desarrollos de la ciencia y la tecnología y las peores aberraciones en las mentes de los hombres.
Hace casi 90 años, en el batey de Birán, en el oriente de Cuba, nació un hombre especial que devino en uno de los más formidables enemigos de los Estados Unidos de América, país sobre el que, hace un tiempo, expresó algo así como que, al igual que le sucediera al Imperio romano, estos habían transitado por los períodos de surgimiento, expansión, esplendor y declive, por lo que inexorablemente se dirigían hacia su extinción, la que ocurriría más temprano que tarde; al siempre inmenso Fidel solo le preocupaba hasta dónde estarían dispuestos a llegar los Estados Unidos de América con tal de evitar su inevitable muerte como Imperio y si arrastrarían consigo a toda la humanidad.
Personalmente creo que los Estados Unidos de América siguen siendo el peor enemigo de los pueblos y que estén enfermos o malditos no atenúa para nada su peligrosidad; en cualquiera de los casos, nuestra única opción es luchar contra los efectos de la infección de su enfermedad o de sus encantamientos y maldiciones.
*Editor de La Mala Palabra.
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