Tomado de Juventudes en Cuba, Colección Editorial de Ocean Sur
El taller que convocó a un grupo de jóvenes latinoamericanos a discutir desde La Habana, los retos que como generación asumen hoy, incluyó la lectura de algunos fragmentos de libros, muchos publicados por la editorial Ocean Sur. Uno de los que más aceptación tuvo fue un discurso, no tan conocido, de Ernesto Guevara. Hoy queremos compartir con ustedes algunos fragmentos de esa intervención que realizara el Che el 20 de agosto de 1960 en la inauguración de una serie de charlas y discusiones políticas organizadas por el Ministerio de Salud Pública. Aparece publicado íntegramente en Lecturas para la reflexión (Tomo I) La Revolución Cubana: años fundacionales. También se puede consultar en la antología Che Guevara Presente bajo el título «Discurso a los estudiantes de medicina y trabajadores de la salud».
El médico revolucionario
Ernesto Che Guevara
Este acto sencillo, uno más entre los centenares de actos con que el pueblo cubano festeja día a día su libertad y el avance de todas sus leyes revolucionarias, el avance por el camino de la independencia total, es, sin embargo, interesante para mí.
Casi todo el mundo sabe que inicié mi carrera como médico, hace ya algunos años. Y cuando me inicié como médico, cuando empecé a estudiar Medicina, la mayoría de los conceptos que hoy tengo como revolucionario estaban ausentes en el almacén de mis ideales.
Quería triunfar, como quiere triunfar todo el mundo; soñaba con ser un investigador famoso, soñaba con trabajar infatigablemente para conseguir algo que podía estar, en definitiva, puesto a disposición de la humanidad, pero que en aquel momento era un triunfo personal. Era, como todos somos, un hijo del medio.
Después de recibido, por circunstancias especiales y quizás también por mi carácter, empecé a viajar por América y la conocí entera. Salvo Haití y Santo Domingo, todos los demás países de América han sido, en alguna manera, visitados por mí. Y por las condiciones en que viajé, primero como estudiante y después como médico, empecé a entrar en estrecho contacto con la miseria, con el hambre, con las enfermedades, con la incapacidad de curar a un hijo por la falta de medios, con el embrutecimiento que provocan el hambre y el castigo continuo, hasta hacer que para un padre perder a un hijo sea un accidente sin importancia, como sucede muchas veces en las clases golpeadas de nuestra patria americana. Y empecé a ver que había cosas que, en aquel momento, me parecieron casi tan importantes como ser un investigador famoso o como hacer algún aporte sustancial a la ciencia médica: y era ayudar a esa gente.
Pero yo seguía siendo, como siempre lo seguimos siendo todos, hijo del medio, y quería ayudar a esa gente con mi esfuerzo personal. Ya había viajado mucho —estaba, en aquellos momentos, en Guatemala, la Guatemala de Árbenz— y había empezado a hacer unas notas para normar la conducta del médico revolucionario. Empezaba a investigar qué cosa era lo que se necesitaba para ser un médico revolucionario.
Sin embargo, vino la agresión, la agresión que desataran la United Fruit Company, el Departamento de Estado, Foster Dulles —en realidad es lo mismo—, y el títere que habían puesto, que se llamaba Castillo Armas —¡se llamaba! La agresión tuvo éxito, dado que aquel pueblo todavía no había alcanzado el grado de madurez que tiene hoy el pueblo cubano, y un buen día, como tantos, tomé el camino del exilio, o por lo menos tomé el camino de la fuga de Guatemala, ya que no era esa mi patria.
Entonces me di cuenta de una cosa fundamental: para ser médico revolucionario o para ser revolucionario, lo primero que hay que tener es revolución. De nada sirve el esfuerzo aislado, el esfuerzo individual, la pureza de ideales, el afán de sacrificar toda una vida al más noble de los ideales, si ese esfuerzo se hace solo, solitario en algún rincón de América, luchando contra los gobiernos adversos y las condiciones sociales que no permiten avanzar. Para hacer revolución se necesita esto que hay en Cuba: que todo un pueblo se movilice y que aprenda, con el uso de las armas y el ejercicio de la unidad combatiente, lo que vale un arma y lo que vale la unidad del pueblo.
Y entonces ya estamos situados, sí, en el núcleo del problema que hoy tenemos por delante. Ya entonces tenemos el derecho y hasta el deber de ser, por sobre todas las cosas, un médico revolucionario, es decir, un hombre que utiliza los conocimientos técnicos de su profesión al servicio de la Revolución y del pueblo. Y entonces se vuelven a plantear los interrogantes anteriores. ¿Cómo hacer, efectivamente, un trabajo de bienestar social, cómo hacer para compaginar el esfuerzo individual con las necesidades de la sociedad?
(…)
El individualismo como tal, como acción única de una persona colocada sola en un medio social, debe desaparecer en Cuba. El individualismo debe ser, en el día de mañana, el aprovechamiento cabal de todo el individuo en beneficio absoluto de una colectividad. Pero aun cuando esto se entienda hoy, aun cuando se comprendan estas cosas que estoy diciendo, y aun cuando todo el mundo esté dispuesto a pensar un poco en el presente, en el pasado y en lo que debe ser el futuro, para cambiar de manera de pensar hay que sufrir profundos cambios interiores, y asistir a profundos cambios exteriores, sobre todo sociales.
(…)
Hace mucho que la mayoría del pueblo entendió que aquí no solamente había caído un dictador, sino entendió, también, que había caído un sistema. Viene entonces, ahora, la parte en que el pueblo debe aprender que sobre las ruinas de un sistema desmoronado, hay que construir el nuevo sistema que haga la felicidad absoluta del pueblo.
Si no, todos los sabemos, hemos llegado definitivamente al convencimiento de que hay un enemigo común. Nadie mira para un costado, para ver si hay alguien que lo pueda oír, algún otro, algún escucha de embajada que pueda transmitir su opinión antes de emitir claramente una opinión contra los monopolios, antes de decir claramente: «Nuestro enemigo, y el enemigo de América entera, es el gobierno monopolista de los Estados Unidos de América». Si ya todo el mundo sabe que ese es el enemigo y ya empieza por saberse que quien lucha contra ese enemigo tiene algo de común con nosotros, viene entonces la segunda parte. Para aquí, para Cuba, ¿Cuáles son nuestras metas? ¿Qué es lo que queremos? ¿Queremos o no queremos la felicidad del pueblo? ¿Luchamos o no por la liberación económica absoluta de Cuba? ¿Luchamos o no, por ser un país libre entre los libres, sin pertenecer a ningún bloque guerrero, sin tener que consultar ante ninguna Embajada de ningún grande de la tierra cualquier medida interna o externa que se vaya a tomar aquí? Si pensamos redistribuir la riqueza del que tiene demasiado para darle al que no tiene nada; si pensamos aquí hacer del trabajo creador una fuente dinámica, cotidiana, de todas nuestras alegrías, entonces ya tenemos metas a qué referirnos. Y todo el que tenga esas mismas metas es nuestro amigo. Si en el medio tiene otros conceptos, si pertenece a una u otra organización, esas son discusiones menores.
En los momentos de grandes peligros, en los momentos de grandes tensiones y de grandes creaciones, lo que cuenta son los grandes enemigos y las grandes metas. Si ya estamos de acuerdo, si ya todos sabemos hacia dónde vamos, y pese a aquel a quien le va a pesar, entonces tenemos que iniciar nuestro trabajo.
Y yo les decía que hay que empezar, para ser revolucionarios, por tener revolución. Ya la tenemos. Y hay que conocer también al pueblo sobre el cual se va a trabajar. Creo que todavía no nos conocemos bien, creo que en ese camino nos falta todavía andar un rato.
Y debo advertir entonces que el médico, en esa función de miliciano revolucionario, debe ser siempre un médico. No se debe cometer el error que cometimos nosotros en la Sierra. O quizá no fuera error, pero lo saben todos los compañeros médicos de aquella época: nos parecía un deshonor estar al pie de un herido o de un enfermo, y buscábamos cualquier forma posible de agarrar un fusil e ir a demostrar, en el frente de lucha, lo que uno debía hacer.
Ahora las condiciones son diferentes, y los nuevos ejércitos que se formen para defender al país deben ser ejércitos con una técnica distinta, y el médico tendrá su importancia enorme dentro de esa técnica del nuevo ejército; debe seguir siendo médico, que es una de las tareas más bellas que hay, y más importantes en la guerra. Y no solamente el médico, sino también los enfermeros, los laboratoristas, todos los que se dediquen a esta profesión tan humana.
Pero debemos todos, aun sabiendo que el peligro está latente, y aun preparándonos para repeler la agresión, que todavía existe en el ambiente, debemos dejar de pensar en ello, porque si hacemos centro de nuestros afanes el prepararnos para la guerra, no podremos construir lo que queremos, no podremos dedicarnos al trabajo creador. Todo trabajo, todo capital que se invierta en prepararse para una acción guerrera, es trabajo perdido, es dinero perdido. Desgraciadamente hay que hacerlo, porque hay otros que se preparan, pero es —y lo digo con toda mi honestidad y mi orgullo de soldado—, que el dinero que con más tristeza veo irse de las arcas del Banco Nacional es el que va a pagar algún arma de destrucción.
Si logramos nosotros, trabajadores de la medicina —y permítaseme que use de nuevo un título que hacía tiempo había olvidado—, si usamos todos esta nueva arma de solidaridad, si conocemos las metas, conocemos el enemigo, y si conocemos el rumbo por donde tenemos que caminar, nos falta solamente conocer la parte diaria del camino a realizar. Y esa parte no se la puede enseñar nadie, esa parte es el camino propio de cada individuo, es lo que todos los días hará, lo que recogerá en su experiencia individual y lo que dará de sí en el ejercicio de su profesión, dedicado al bienestar del pueblo.
Si ya tenemos todos los elementos para marchar hacia el futuro, recordemos aquella frase de Martí, que en este momento yo no estoy practicando, pero que hay que practicar constantemente: «La mejor manera de decir es hacer», y marchemos entonces hacia el futuro de Cuba.
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