Tomado de La Pupila Insomne
Por Fabián Escalante
“Fidel Castro, bajo la influencia de sus
colaboradores más cercanos, particularmente su hermano Raúl y el Che Guevara, se han
convertido al comunismo. Cuba se prepara para exportar su
revolución a otros países del hemisferio y generalizar la guerra contra el
capitalismo”.1
Con esta lapidaria frase, la CIA condenaba a
muerte a la Revolución Cubana.
Días más tarde, el 11 de diciembre, el coronel
King escribía un memorándum confidencial al jefe de la CÍA en el que afirmaba:
“En Cuba existe una dictadura de extrema izquierda, que si se le permite
mantenerse, estimulará actividades similares contra posiciones
norteamericanas en otros países de Latinoamérica”.2
King recomendaba varias acciones para solucionar el
“problema cubano”, una de las cuales era la eliminación de Fidel Castro,
afirmando que “ninguno de los
restantes dirigentes cubanos atraía a las masas de manera tan hipnótica, por
lo que muchos conocedores de la situación política en la Isla piensan que la
desaparición de éste aceleraría considerablemente la caída del actual régimen”.3
Allen Dulles, jefe de la CIA, presentó en los días
siguientes
el memorándum de King al Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos, en cual aprobó la sugerencia de formar un
grupo de trabajo en la Agencia que en un corto plazo diera “soluciones
alternativas al problema cubano”. Así nació el proyecto “Bumpy Road” o “Camino de las
dificultades”, que sería monitoreado por el Consejo Nacional de Segundad que
estaba presidido por Richard Nixon e integrado por el almirante Arlington
Burke, Livingston Merchant, del Departamento de Estado; Gordon Gray, asesor de
Seguridad, y Allen Dulles por la CIA.
El alto mando de la Agencia designó al experimentado
Tracy Barnes como jefe de la Fuerza de Tarea Cubana. Barnes convocó una reunión
el 18 de enero en sus oficinas situadas en Quaters Eyes, unos barracones
cercanos al monumento a Lincoln, en Washington, que la Marina había prestado
mientras se construían las nuevas edificaciones de Langley. Allí concurrieron
el nada convencional Howard Hunt, futuro jefe del equipo de Watergate; el
autosuficiente Frank Bender, amigo de Trujillo; Jack Engler, quien venía
directamente de Venezuela donde dirigía el grupo de la CIA, David A. Phillips, especialista
en guerra sicológica, y otros.
El equipo que tuvo bajo su responsabilidad los
planes para derrocar al régimen de Jacobo Árbenz, en Guatemala, en 1954, estaba
nuevamente reunido, y en las cabezas de todos se encontraba la repetición del
mismo programa. Barnes habló durante largo rato de los objetivos a alcanzar.
Explicó que el vicepresidente Richard Nixon era el “oficial del caso” cubano,
quien había reunido a un importante grupo de hombres de negocios, encabezados
por George Bush y Jack Crichton, ambos petroleros de Texas, para la recaudación
de los fondos necesarios de la operación. Con padrinos así, afirmó Barnes, era
imposible fracasar.
Se pusieron a trabajar de inmediato. Presumían
que la Revolución Cubana no resistiría una acción combinada de guerra
sicológica, presiones diplomáticas y económicas, operaciones clandestinas,
respaldadas por una estructura política integrada por hombres del exilio,
quienes, llegado el caso, declararían un gobierno en armas, al cual Estados
Unidos y sus aliados reconocieran y ayudaran públicamente.
Sin embargo, existían varios inconvenientes.
Uno de ellos, el principal, consistía el arraigo de Fidel Castro en la
población cubana. Por ello, su eliminación física fue considerada una de las
prioridades de la CIA desde el primer momento.
También se encontraba el hecho de que Cuba no tenía
países fronterizos desde los cuales dirigir y organizar invasiones de
fantoches. El grupo operativo analizó en detalle esta peculiaridad, y se propuso
finalmente la estrategia del “alzamiento generalizado”, que consistía en sublevar a
todo
el pueblo cubano para legalizar una intervención militar.
Dos elementos sustanciales del programa a
emprender debían ser la organización de una “responsable oposición del exilio”
y la infiltración de varias decenas de agentes en la Isla que, convenientemente
entrenados, se pondrían a la cabeza de la contrarrevolución y propinaran el
golpe mortal.
Así de fácil y elemental veían estos especialistas el
crimen
premeditado que fraguaban contra la Revolución. Estaban convencidos que la
Conspiración Trujillista y el intento golpista de Huber Matos habían fracasado
por errores humanos en el planeamiento de las acciones. Esta vez las cosas serían
distintas, pues el mismo imperio sería el encargado de proyectar
la ejecución de la operación.
Una de las primeras ocupaciones de Howard Hunt tan pronto llegó a Miami fue la de buscarse un
ayudante eficiente. Eligió a Bernard Baker, un agente de la CIA que meses antes había
ayudado a Manuel Artime a huir de
Cuba. También habló con los batistianos, organizados en la Cruzada
Anticomunista. Ellos eran una poderosa fuerza que no podía ser obviada.
Además,” J. C. King lo había instruido para que diera una atención preferente a este grupo.
Allí se encontraban personas que tenían muy buenas
relaciones en Norteamérica y con las cuales podría hacer negocios cuando su
causa triunfara. Hunt había escalado
hasta el tope de sus posibilidades en la CÍA y sabía que no
tendría oportunidades para ser jefe de División; por eso, esta misión le venía
como anillo al dedo. Cumpliría con la
Agencia y se prepararía para la nueva vida de hombre de negocios que avizoraba
después de la caída del “régimen de
Castro”.
Sin embargo, Langley tenía otros planes. Tracy Barnes y Frank Bender
conocían que los batistianos estaban muy desprestigiados en Cuba y en América Latina.
Sus fechorías
fueron tales, que nadie con un nivel elemental de juicio los apoyaría. Sabían,
además, de las aspiraciones de J. C. Kingy su pandilla, por lo que buscaron sus
propios candidatos. Existían tres hombres que les agradaban en particular porque
representaban diferentes generaciones de políticos cubanos: uno, Tony
Varona, el otro, Manuel Artime Buesa y el tercero era el desertor Pedro Luis Díaz Lanz, quien
había sido jefe de la fuerza aérea rebelde.
Los intereses personales enfrentaron a los operativos de la CIA. Finalmente se concluyó un trato: en
el frente político estarían representadas todas las tendencias del exilio, incluidos
los batistianos. Howard Hunt respiró más tranquilo; sin embargo, aún continuó
cuestionando la decisión de Barnes y Bender de no
darles un trato preferente a los batistianos.
El 4 de marzo de 1960 explotaba en la bahía de La Habana el buque de bandera belga La Coubre, que traía armas y municiones destinadas a la defensa de
la Revolución.
Fue una operación de la CIA, mediante la cual varios saboteadores penetraron al
buque en su puerto de origen y colocaron
explosivos detonantes por un dispositivo de alivio de presión,
que funcionaría cuando la carga fuera movida en su lugar
de destino. Setenta y cinco muertos y más, de 200 heridos
fue el saldo de aquella agresión. Todo el pueblo, en impresionantes honras
fúnebres, despidió a los caídos en una
guerra que comenzaba y todavía no había sido declarada;
Al
día siguiente, Richard Bissell se reunía con los integrantes del grupo
operativo cubano de la CIA. En su oficina se encontraban, además, el
coronel King y el inspector Lyman Kirkpatrick. Todos tenían ante sí un documento TOP SECRET,
que esbozaba las ideas
generales del proyecto cubano:
“Crear
una responsable y unificada oposición al régimen de Castro fuera de
Cuba; desarrollar
una fuerte campaña de propaganda dirigida al
pueblo cubano, con los fines dé rebelarlo contra los comunistas
que lo gobiernan; fomentar en la Isla una organización secreta de inteligencia y acción
que, acatando las órdenes de la oposición en
el exilio, lleve a cabo operaciones de subversión, sabotaje y
desestabilización, y prepara la “sublevación interna”; desarrollar
una fuerza paramilitar, fuera de Cuba, que después de infiltrada en la Isla,
sería la responsable de organizar la lucha guerrillera en las montañas y
proveer de saboteadores
y terroristas a la resistencia clandestina en las ciudades
y asesinar a Fidel Castro.”
Finalmente
se analizó la justificación que debían manipular las
transnacionales de la información sobre la agresión que, se fraguaba. David Phillips aportó la
idea: la Revolución “traicionada” sería el argumento.
El
17 de marzo de 1960, el Presidente de Estados Unidos, Dwight Eisenhower,
firmaba la directiva del Consejo Nacional de Seguridad, por medio de la cual
se aprobaba “el programa de acciones encubiertas contra el régimen de Castro”,
A partir de ese momento la
Casa Blanca dio luz verde a sus ejércitos de mercenarios,
politiqueros, depredadores y asesinos a sueldo para derrocar la Revolución
Cubana. Sin embargo, la historia les deparaba muchas amarguras.
Los primeros pasos de Hunt se encaminaron a
formar la infraestructura política que posibilitara al gobierno norteamericano esconderse tras ella. Era necesario unir a la
“responsable oposición” formada en la Florida. Tarea nada fácil. Se trataba de
conciliar a los viejos tiburones de la política cubana, que oteaban el
inminente regreso a la Isla. Las luchas estallaron inmediatamente. Los
batistianos querían obtener la mejor
parte, argumentando su importante representatividad en el exilio. Contaban además
con cuadros militares y una estructura en las principales ciudades
norteamericanas. Por otro lado se encontraban los seguidores de Prío y
comparsa, y, finalmente, los nuevos exiliados, que exigían su cuota de poder.
Así,
después de muchas discusiones se escogió
al “prominente” político Manuel Antonio de Varona Loredo, alias Tony, con
influyentes amistades entre empresarios y mafiosos norteamericanos interesados
en Cuba. Varona había huido a la Florida después del golpe de Estado de Batista en 1952 y allí se refugió. Era un próspero
hombre de “negocios” y a finales de la década del cuarenta había invertido en
una sociedad de bienes raíces que radicaba en el sur de la Florida, en contubernio con el
sindicato del crimen. A la sombra de sus
amigos del Departamento de Estado se convirtió en un
capitán araña, pues donó cierto dinerito, “embarcó” a algún que otro
revolucionario, y devino así tribuno de una guerra verbal contra la dictadura
de Batista, desde su seguro refugio.
El
otro personaje seleccionado fue el ex coronel Eduardo Martín Elena,
quien obtuvo sus grados en las oficinas del campamento militar
de Columbia, antigua sede de la jefatura del ejército de la tiranía. Su
responsabilidad sería la selección y preparación de los futuros mercenarios que
se infiltrarían en Cuba para “liberarla del comunismo”.
Pero
había más. Howard Hunt tenía otra carta dentro de su manga. Se trataba de Manuel Artime Buesa,
el “héroe” de la
clandestinidad cubana, que ya se había formado una reputación de
hombre de acción. Éste tenía sus propios proyectos y contaba con el apoyo de
las principales organizaciones católicas laicas en Cuba. Con ellas pensaba
estructurar un movimiento contrarrevolucionario que capitalizara la atención de la CÍA.
En abril se crearon
las Brigadas Internacionales Anticomunistas, una organización mercenaria
dirigida por el agente de la CIA Frank Sturgis, con el propósito de acondicionar una red secreta de casas de seguridad, instalaciones navales, barcos,
aviones, almacenes, en fin, lo necesario para que los reclutados pudieran
actuar desde una base segura en Miami. También estarían
responsabilizados con la conscripción de exiliados, la
administración de los campamentos de entrenamiento y la coordinación de las
misiones para el abastecimiento de los grupos contrarrevolucionarios en Cuba.
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