Por: Rafael Hernández.
"Fidel
montó sobre Fidel un día/
se lanzó de cabeza contra el dolor contra la muerte/
pero
más todavía contra el polvo del alma"
Juan
Gelman
Uno
Los
grandes reformadores no siempre se han caracterizado por reunir detrás de sí el
consenso unánime de la humanidad, ni siquiera de su propio pueblo. Su mérito no
radica en haber conseguido la aprobación universal, sino en haber construido un
proyecto incluyente de progreso y justicia social, liberación y convivencia
humana —así como sus patrones de medida— cuyo significado real solo puede
asentar el tiempo.
Me
pregunto qué hubiera arrojado una encuesta nacional del New York Times acerca
de Abraham Lincoln, la mañana del 14 de abril de 1865, en víspera de su muerte,
víctima de una conspiración esclavista. Me pregunto si habría sido celebrado
como el héroe nacional que preservó a la Unión, y la salvó de la ignominia de
la esclavitud (el pecado, decía él), al enorme costo de 700 mil vidas,
millones de lisiados de guerra, y la ruina de vastos territorios,
especialmente, de grandes propiedades y haciendas en el sur –donde la
disidencia de la Confederación representaba nada menos que la tercera parte de
los Estados Unidos.
Me
pregunto si el pensamiento de Lincoln hubiera convocado entonces el halo de
reverencia nacional y mundial que adquirió luego, y que solo se vino a
materializar en un monumento a la orilla del Potomac, 57 años después.
Los
países de nuestro sur que han conocido grandes reformadores, como Benito Juárez
o Mahatma Ghandi, saben que tuvieron enemigos atroces, internos y externos, muy
superiores por su fuerza y recursos; y que muchos los consideraron obstinados e
inflexibles, por su tenacidad, que algunos calificaban como pura terquedad.
Fueron precisamente esos rasgos polémicos los que inscribieron sus nombres, más
allá de fronteras nacionales, en la historia y el legado común.
Aunque
a veces ese reconocimiento se puede demorar. Me pregunto si los racistas
norteamericanos hoy mismo ya se habrán reconciliado con Lincoln.
Dos
Las
lecciones de Fidel Castro —para Cuba y muchos en el mundo— no son las de
la conformidad, el pragmatismo o el fatalismo geográfico. Sucesivas
generaciones lo vieron como el rebelde ante el orden establecido; capaz de
cantarles las verdades a poderosos de los más diversos signos ideológicos, sin
arrodillarse ante ninguno; de ejercer como nadie antes los postulados martianos
de “Patria es humanidad” y “Un pensamiento justo desde el fondo de una cueva
puede más que un ejército.”
Sus
ideas y acciones, incómodas para algunos, no enseñan normas como evitar
“buscarse problemas”, callarse la boca ante los intereses creados, esperar que
los cambios vengan de otra parte o de afuera.
Como
muchos saben, ni en la guerra ni en la paz fue un temerario, sino un estratega
minucioso, que evitó siempre riesgos innecesarios; tampoco se comportó en
política como un sectario o un extremista, sino como artífice de alianzas que
parecían quiméricas, entre tendencias que a veces llegaban a pedirse la
cabeza. Su rol como árbitro entre esas tendencias logró finalmente juntarlas en
un mismo partido. Defendió sus ideas con vehemencia, pero no fue dogmático y
mucho menos fanático. Utilizaba razones y argumentos extraídos de una vasta
cultura (era un lector incesante), donde se reunía el dominio por las
principales concepciones políticas de su tiempo, la historia de Cuba y del
mundo, junto a ristras de simples datos que podía memorizar con un vistazo, de
manera que lograba dejar pensando incluso a interlocutores con ideologías
muy ajenas.
Sus
principales errores como dirigente se explican por sus propias virtudes. Estaba
convencido, como San Pablo y el Che Guevara, que la educación y la dedicación a
la obra, en un medio favorable, lograban transformar a cualquiera, y hacerlo un
hombre (o una mujer) nuevo. Que la teoría era imprescindible, pero no había
aprendizaje mejor que ponerse a hacer las cosas, incluso si conllevaba darles
responsabilidades de estado a veinteañeros. Creía que ganando los corazones y
las mentes de muchos se podía incluso quemar etapas. Y que esperar a que las
condiciones maduraran era puro inmovilismo. Que no era bueno mantener deudas
con una superpotencia aliada, aunque para eso todos tuviéramos que irnos a
cortar caña; que la ciencia y la técnica eran la base del desarrollo, y que si
los simples ciudadanos aprendían de genética pecuaria, íbamos a producir más
leche per cápita que Holanda o Nueva Zelandia. Que el socialismo realmente
existente en otras partes no era verdad; y que si se relegaba la meta de una
sociedad con igualdad, era probable extraviarse por el camino.
Tres
Se
repite hasta la saciedad que Fidel era el doctrinario, el intransigente
ideológico, y Raúl el pragmático, el político realista. (Curiosamente, hasta
2006, muchos pensaban lo contrario).
En todo
caso, la historia nos revela otras cosas.
Los
documentos desclasificados de EE.UU. demuestran que él buscó el diálogo con los
diez presidentes norteamericanos que le tocaron. Se olvida a menudo que varios
de ellos intentaron liquidarlo (no solo política, sino físicamente) una y otra
vez. Y que ante la guerra de aislamiento impuesta a la isla, generó un
activismo para contrarrestarla, que se revertió en unas relaciones internacionales
y de cooperación globales, con gobiernos y movimientos extremadamente
diferentes, desde muy temprano, cuando nadie imaginaba la caída del Muro de
Berlín.
Seguramente
es cierto que Raúl lo supera como administrador, en el sentido de la
organización y el gobierno desde la institucionalidad, el cálculo de costos y
el control de gastos, el rigor sobre los presupuestos, la distribución de
tareas y su chequeo sistemático, la coherencia y la descentralización de
responsabilidades, la preeminencia de la ley y el orden como instrumentos de
política. Si bien Raúl ha sorprendido a muchos por sus cualidades como
estadista, conductor de la transición, digno relevo de una figura desmesurada
como Fidel, y muy especialmente, lúcido intérprete de los nuevos tiempos, incluida
la dimensión política de los cambios económicos, es probable que el estilo de
dirección de Fidel estuviera mucho más cerca de la cultura guerrillera que la
del comandante del Segundo Frente.
La
mayoría de los cubanos, incluso algunos de sus críticos, concuerdan que, en el
ajedrez con los EE.UU., su categoría de Gran Maestro no ha tenido rival. Y que
si estamos aquí todavía como país independiente, se lo debemos a él. Muchos dan
por sentado que la última negociación con EE.UU. (desde diciembre, 2014) ha
contado con su guía estratégica.
Al
margen de enunciados doctrinales a los que aportó como ningún otro dirigente,
el lado práctico de su legado en política exterior —ante EEUU y otros— se
levanta sobre dos premisas irreductibles: no doble rasero, no pre-condiciones.
Esa herencia suya es la piedra de Rosetta para entender la lógica y los límites
de la política cubana, y poder predecirla.
Ahora
bien, nadie debería llamarse a engaño sobre la naturaleza de ese realismo. Ni
en ausencia de Fidel ni después que se vaya Raúl, se debería esperar que un
gobierno que defienda el interés nacional de Cuba transforme el sistema para
contentar a los políticos del Norte o por algún beneficio económico. Mirándolo
desde abajo, donde arraiga la cultura cívica cubana, una política que negociara
el modelo interno con los norteamericanos perdería su legitimidad de fondo. O
para decirlo al revés: cualquier gobierno futuro debe saber que la idea de
negociar los temas de política interna con EE.UU. amenazaría un consenso
imprescindible para mantener la estabilidad política y hacer avanzar el nuevo
modelo socialista.
Cuatro
Un tema
reconocido en la agenda cubana actual por el propio Raúl es la cuestión de un
socialismo democrático.
El
argumento típico que algunos asumen sin más, en el escenario de “una Cuba
post-Fidel Castro”, es que su ausencia permitiría avanzar rápidamente hacia una
cierta “democratización”. Esta idea, tan convincente para algunos como un buen
deseo, padece sin embargo, de ambigüedad conceptual y simpleza política, y más
bien puede tener un efecto contraproducente para un socialismo democrático.
Las
cinco razones que la resumen no son teóricas o ideológicas, sino de realpolitik:
Malinterpreta
el clima político realmente existente en Cuba, al cifrar la agenda de la
democracia en la política de partidos, en vez de hacerlo en el poder ciudadano
para influir y controlar las políticas desde abajo. Claro que la calidad del
proceso electoral, y la superación de sus principales defectos (la nominación
cerrada y el voto negativo) son parte integral de esa democratización. Pero más
allá del momento electoral, su eje radica en el funcionamiento de las
instituciones representativas del sistema político, según son descritas en la
Constitución –incluida la transparencia y la rendición de cuentas (eso que en
el norte llaman accountability) de todos los cargos elegidos y
también de los organismos de la administración central del Estado.
Una
“democratización” reducida al multipartidismo implica una lógica “desde
arriba”, consistente en que el Partido convierta el orden político actual en un
cierto “sistema de partidos” (quizás mediante una negociación inter-elites al
estilo post-franquista español), en lugar de promover que el propio PCC adopte
un funcionamiento cada vez más democrático, desde sí mismo (como ha planteado
el propio Raúl), y en respuesta a sus bases (cerca de un millón de militantes,
incluida la UJC), a las actuales demandas y problemas del sistema político y de
la sociedad cubana. Se trata de que todos los grupos sociales encuentren su
espacio bajo esta institucionalidad, así como que todas las corrientes del
pensamiento cubano, ajenas al interés de una potencia extranjera, se puedan
expresar y debatir en la esfera pública.
Relega
a un segundo plano la condición fundamental de una reivindicación democrática,
en los términos del propio orden constitucional cubano: asegurar la
participación ciudadana en las instituciones existentes, y sobre todo, en el
sistema del Poder Popular, desde las circunscripciones hasta la Asamblea
Nacional, de manera que este pueda ejercer el poder que se le reconoce, como
columna vertebral de la soberanía nacional. Son canales de esta condición
ciudadana, y de sus intereses, las organizaciones sindicales y todas las demás,
así como el mismo Partido, no solo es sujeto, sino objeto de los cambios. Antes
de lanzarse a un cambio estructural del sistema de partidos, o algo igualmente
impredecible, se requiere poner a prueba la capacidad para la participación
efectiva en el sistema político existente (no solo en el acto de votar), así
como la cuota de poder real de las instituciones representativas sobre la
administración y las instancias del gobierno.
Leer la
muerte de Fidel como el “momento democratizador”, según hacen algunos, ignora
los últimos diez años, llenos de acontecimientos y desarrollos nuevos, la
emergencia de un consenso más heterogéneo y contradictorio, la expansión de la
esfera pública cubana dentro y fuera de la isla, la naturalización del
disentimiento, el relevo actualmente en curso, y la propia índole del proceso
político que transcurre bajo el arco de la Actualización del modelo. Esta lectura
distante de la desaparición de Fidel lo identifica con una especie de regulador
de voltaje, que hubiera dejado de proteger al sistema. Al hacerlo, por tanto,
se refuerza una reacción defensiva típica, en las instituciones del sistema y
la propia sociedad civil, que tiende a interpretar en clave conservadora el
legado de Fidel, en el sentido de promover el cierre y endurecer, a fin de
cuentas, las condiciones políticas propicias para el cambio.
Este
argumento se salta el papel real de Raúl Castro y el contenido democrático de
su plan de reformas, su dimensión política, alcance radical, y convocatoria a
la totalidad de la ciudadanía, no solo a los socialistas y a los militantes, en
una agenda realmente nacional. Los que no ven contenidos políticos en la agenda
real de la Actualización parecen no haber escuchado las instrucciones de Raúl a
los dirigentes políticos acerca del diálogo constante con los ciudadanos (más
que con “el pueblo”, y nunca con “la masa”), su crítica directa a la ineficacia
del sistema de medios de difusión, la toma de decisiones colegiada e
institucional, la consulta ciudadana sobre las direcciones principales de la
política, la confrontación pública a la mentalidad burocrática resistente al
cambio, e incluso algunos temas en el diálogo con EEUU, que no reproducen
exclusivamente la existente bajo el mandato del Comandante.
El
legado de Fidel para el futuro de Cuba, parafraseando al poeta, es que solo
sacando el polvo de las viejas ideas se podrá vencer tanto el sentido común del
capitalismo como los malos hábitos del socialismo, hacia una sociedad que solo
podrá ser más justa y equitativa si logra ser más próspera y democrática.
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