Por Enrique Ojito
Con la misma prontitud que el escultor Enzo Gallo Chiapardi modeló el busto
dedicado a Fidel la noche antes que la caravana libertaria que recorrió el
espinazo de la isla grande entrara a La Habana el 8 de enero de 1959 con el
jefe rebelde al frente, el artista italiano tuvo que desaparecerlo de la faz de
la tierra. Apenas el líder supo de la noticia del monumento erigido en su
homenaje en las cercanías de la Ciudad Militar de Columbia, ordenó retirarlo.
Gallo Chiapardi quedó preso del desconcierto.
Con tal
evidencia, no habría hoy por qué extrañarse de la última voluntad del padre
fundador de la Revolución cubana —difundida por Raúl en la plaza Antonio Maceo,
de Santiago de Cuba— de que, una vez fallecido, su nombre y su figura nunca
fueran utilizados para denominar instituciones ni sitios públicos, ni erigidos
en su memoria monumentos, bustos y estatuas.
Desde
antes de este anuncio, la perplejidad había cundido en determinados medios de
prensa, cuando el Presidente cubano, al comunicarle a la opinión pública la
pérdida física de su hermano el pasado 25 de noviembre, informó, igualmente,
que por decisión expresa del Comandante en Jefe, sus restos serían cremados.
Más de
un medio extranjero se preguntaba si en lo adelante se verían plazas u otros
espacios con el nombre de Fidel Castro. Las especulaciones cebaron las
expectativas. Incluso, algunos recordaban que Fidel se había opuesto con
anterioridad a que los líderes fueran honrados con estatuas o calles que
exhibieran sus nombres, solo cuando los dirigentes estuvieran vivos.
Quien
desafió 11 administraciones estadounidenses sabía de los peligros y las
secuelas del culto a la personalidad. Por ello, una de las primeras leyes
adoptadas después del triunfo del Primero de Enero de 1959 —sin precedentes en
el planeta— prohibía levantarles estatuas a los dirigentes vivos y ponerles sus
nombres a ninguna calle, ciudad, pueblo, fábrica… y, proscribía, también, las
fotografías oficiales en las oficinas administrativas.
El
estadista cubano habló acerca de esta ley en su discurso del 13 de marzo de
1966, donde reflexionó: “No es necesario estar viendo
una estatua en cada esquina, ni el nombre del dirigente en cada pueblo, por
todas partes, ¡no!; porque eso revelaría desconfianza de
los dirigentes en el pueblo, eso revelaría un concepto muy pobre del pueblo y
de las masas que, incapaces de creer por un problema de conciencia, o de tener
confianza por un problema de conciencia, fabricara artificialmente la
conciencia, o la confianza, por medio de actos reflejos”.
En sus
palabras, aludió a que Carlos Marx, Federico Engels y Vladimir I. Lenin nunca
“se endiosaron a sí mismos”, ni lo admitieron; “fueron humildes toda su vida
hasta la tumba, alérgicos a los cultos”, agregó.
Conocedor
de la historia de la humanidad, tenía claro en cuáles puntos cardinales se
oxigenó el culto a la personalidad, sin establecer distingos entre los países
anclados al Socialismo o al Capitalismo, desde Mao Tse Tung hasta el dictador
Rafael Léonidas Trujillo, cuyas estatuas se clonaron por toda República
Dominicana, donde las iglesias fueron conminadas a publicitar el lema:
“Trujillo en la Tierra, Dios en el Cielo”.
Textos
consultados refieren que el término culto a la
personalidad fue acuñado y descrito en 1956 por Nikita Jruschov, secretario
general del Partido Comunista de la Unión Soviética, en un discurso de denuncia
contra Stalin en el XX Congreso de la organización.
Precisamente,
en el Diccionario filosófico, de Rosental y Ludin, se conceptualiza como la
“ciega inclinación ante la autoridad de algún personaje, ponderación excesiva
de sus méritos reales, conversión del nombre de una personalidad histórica en
un fetiche”.
Con los
prismáticos de la Filosofía aún puestos, no resulta difícil advertir que tras
este culto subyace la concepción idealista de la historia —a la usanza de
Thomas Carlyle—, que le otorga a la voluntad de un hombre, y no a la acción de
las masas, la determinación del curso de los acontecimientos, como intentó
hacer creer a sus coterráneos Francisco Franco, autoproclamado el enviado de
Dios en la tierra y autotitulado Caudillo de España por la Gracia de Dios.
Como
alegara Fidel en 1966, la sucesión de hechos certifica la verdad marxista de
“que no son los hombres; sino los pueblos, los que escriben la historia”, sin
dejar de reconocer que “el dirigente revolucionario es necesario como
instrumento del pueblo, es necesario como instrumento de la Revolución”.
En más
de un foro internacional, el investigador y periodista cubano Luis Toledo Sande
ha blandido el verbo ante la arremetida por el supuesto culto de la
personalidad en Cuba hacia Fidel, venida, incluso, de un país —como argumentó
el intelectual— donde títulos universitarios están otorgados en nombre del
monarca. En mi país —ejemplificó el también estudioso de Martí— no se pone el
nombre de familiares del jefe de Estado, “por muy infantiles y hermosos que
sean, a instituciones públicas; pero es en mi país donde se practica el culto a
la personalidad”, ironizó el cubano.
Toledo
recordó años más tarde que su intervención no apareció recogida en las memorias
de aquel encuentro debido a motivos de espacio, le dijeron. No obstante, el
ensayista hubiera preferido su publicación, para que nadie pensara que se
excluyó porque mencionó “la soga en casa del ahorcado”.
El
supuesto culto a la personalidad de Fidel y el bombardeo mediático contra Cuba
han sido cara y cruz de la misma moneda, o sea, de las intenciones de
desacreditar tanto al líder como a su obra mayor: la Revolución, protagonizada
por el pueblo. Interrogado al respecto por el nicaragüense Tomás Borge, él
comentaba: “Y en un país como este es muy difícil que exista alguna forma de
poder absoluto, porque el cubano con su idiosincrasia, su mentalidad, lo
discute todo, lo analiza todo, bien sea de pelota, agricultura, política, de todo;
los cubanos discuten de todo, tienen un carácter, una idiosincrasia especial”.
Esas
virtudes, verificadas en el pueblo por Fidel, distan de la perspectiva
analítica de Platón —el primero en tratar los elementos relacionados con el
carisma del líder—, quien calificó a las masas de ignorantes y maleables a los
caprichos de este.
Liderazgo
y carisma político, términos que pusieron a pensar, indistintamente, a
Aristóteles, Maquiavelo, Weber, Freud y a Bordieu, convergieron armónicamente
en quien llevara las riendas del Estado cubano durante cerca de medio siglo y
sobreviviera a 638 intentos de asesinato, urdidos, esencialmente desde las
entrañas de la Agencia Central de Inteligencia, de Estados Unidos, para
dinamitar su ejemplo, que iluminó a medio mundo.
A pesar
de tanta grandeza real, no mítica, su cuerpo se redujo a cenizas, que descansan
desde el 4 de diciembre en las entrañas de una piedra marmórea en el cementerio
Santa Ifigenia, de Santiago de Cuba. El sitio dedicado a su memoria, que bien
pudo erigirse a la altura del Pico Turquino, irradia sencillez y austeridad,
contrario a los pronósticos de los detractores del hombre que no buscó la
gloria; sino que la encontró a su paso.
Estratega
por antonomasia y defensor de la idea de que “no se concibe en el Socialismo un
caudillo” y de la prédica martiana de que “toda la gloria del mundo cabe en un
grano de maíz”, hizo la jugada maestra que dejó boquiabiertos a sus
adversarios: nada de estatuas ni de espacios públicos con su nombre. El propio
Raúl comunicó la decisión de presentar en el venidero período de sesiones del
Parlamento las propuestas legislativas requeridas para corresponder con la
voluntad de Fidel.
Habrá,
entonces, que construirle monumentos en nuestras almas, en el actuar del día a
día, más que en la consigna y en los mármoles, porque en mayo del 2003 él mismo
lo acentuó: “Los que dirigen son hombres y no dioses”.
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