sábado, 15 de diciembre de 2012

Adiós, democracia, adiós

Tomado de La Jornada.

Por Marcos Roitman Rosenmann.

Fuese o no verdad, concluida la guerra fría se popularizó la idea, en los países capitalistas, de vivir en democracia. Países ricos y pobres, dominantes y dependientes, debían asumir la tarea de crear o consolidar instituciones propias de una democracia representativa. El esfuerzo se adjetivó como la construcción de una orden mundial capaz de encajar democracia política y economía de mercado. En su empeño de construir un objeto imposible primó la mano invisible del mercado sobre los principios de la democracia, convirtiéndola en un cascarón vacío, paso previo para el advenimiento de una sociedad sumisa y ordenada. El mercado tomaba las riendas. El capital privado sustituía al Estado en la función fiscalizadora de las políticas públicas y sociales. Fortalecer la gobernabilidad, consolidar la gobernanza y crear un parámetro que midiese la calidad de la democracia constituyó el núcleo del proyecto. Fue la manera de justificar la emergencia de gobiernos fuertes y ágiles, donde la mano dura sustituía el diálogo y la negociación social. Entre los criterios para el ranking de la calidad democrática se propusieron el estado de los derechos políticos y las libertades civiles, la representación de género, la aplicación de justicia, la soberanía, la corrupción o los niveles de satisfacción ciudadana. A medida que el mercado ha ido fagocitando la democracia el suspenso es generalizado, poniendo en claro que democracia, capitalismo y economía de mercado no son compatibles.

Los amos del capitalismo no tienen empacho en pregonar la llegada de un tiempo nuevo sin vínculos democráticos. Sus hacedores, las transnacionales, y el capital financiero rediseñan, bajo la tutela de los mercados, los límites del sistema mundo. Sus efectos conllevan un terremoto político. Los primeros edificios en resquebrajarse, aquellos que dan cobijo a la ciudadanía política y la democracia, acaban en ruina. La reconstrucción no busca restaurarlas; sobre sus cimientos edifica un nuevo orden de explotación. Su aparición no es casual, responde a un arduo trabajo que horadó lentamente los pilares la democracia. Bajo la tutela de Friedrich Hayek, en un hotel de los Alpes suizos, se funda en 1947 la sociedad neoliberal de Mont-Pelerin. Von Mises, Rawls, Friedman, Stigler, Popper, Coase o Buchanan son sus miembros destacados. Todos emprenden una cruzada contra Keynes y el estado del bienestar. Poco a poco, entre las elites políticas, crece su influencia doctrinal hasta contaminar los programas de los partidos políticos, sean conservadores, liberales, socialdemócratas, progresistas o democristianos.

Académicos e intelectuales de la secta crean institutos privados, fundaciones, centros de investigación, editoriales, medios de comunicación y de paso cambian los planes y programas en las universidades públicas y privadas de las facultades de economía y ciencias sociales. El ideario neoliberal gana terreno. Su mensaje no tiene dobleces. Si la democracia política representa un problema para la economía de mercado, nos deshacemos de ella. Para evitar ser tildados de antidemócratas proponen convertir la democracia política en democracia de mercado. Von Mises, mano derecha de Hayek, asienta la definición: La democracia de mercado se desentiende del verdadero mérito de la íntima santidad de la personal moralidad de la justicia absoluta. Prosperan a la palestra mercantil, libre de trabas administrativas, quienes se preocupan y consiguen proporcionar a sus semejantes lo que éstos, en cada momento, con mayor apremio desean. Los consumidores, por su parte, se atienen exclusivamente a sus propias necesidades, apetencias y caprichos. Esa es la ley de la democracia capitalista. Los consumidores son soberanos y exigen ser complacidos.

Crear una sociedad bajo los principios de la economía de mercado y renegar de la democracia no es tarea fácil. Se requiere gobernar con mano de hierro. Varios ejemplos preglobalización se esgrimen, aunque desaconseja la forma política de acceso al poder. El caso de Chile es recurrente. Quienes diseñaron las bases de la política económica de la dictadura, críticos de la democracia política, educados en los principios de la economía de mercado, se les considera unos adelantados y a Pinochet un iluminado. Bajo los atentos ojos de sus maestros, Hayek, Friedman, Rawls o Stigler, logran asombrar al mundo, pero no pueden sacudirse el pecado original, imponerlo a sangre y fuego. Paradojas de la vida, serán sus detractores quienes, tras 17 años de tiranía, le rediman y den su plácet. Exiliados y oposición consensuada alabaron sus logros y se reconvirtieron al catecismo neoliberal, ahora legitimado electoralmente. El siguiente ejemplo viene del viejo mundo. En 1979, sin desaparecidos, torturados y exiliados, Margaret Thatcher, en Gran Bretaña, gana las elecciones y asume el ideario pinochetista. El tercer ejemplo proviene de Estados Unidos. En 1981 el Partido Republicano aúpa a la Casa Blanca a Ronald Reagan. Tres experiencias que pusieron en el punto de mira las políticas de austeridad, los recortes y su devoción por instaurar una democracia de mercado. Sus gobiernos abrieron camino desarticulando el tejido de la sociedad política y civil. Sindicatos de clase, partidos obreros, organizaciones defensoras de los derechos humanos, fueron cuestionadas como instituciones democráticas. La propaganda en su contra acabó deslegitimando sus funciones y desacreditando a sus miembros. La crisis de la militancia y la desafección política fueron los primeros síntomas de un poder neoligárquico que imponía su cosmovisión totalitaria y antidemocrática. Los mercados no requieren mecanismos de negociación para solucionar los conflictos de clase. Una palabra fue copando el discurso político y la narrativa del neoliberalismo: austeridad. Los documentos de época insisten en dicho concepto para explicar los cambios introducidos en la gestión pública y la asignación de recursos. Los programas sociales son afectados bajo el principio de racionalidad y eficiencia. La desregulación acabó con el estado del bienestar y sus atributos compensatorios de las desigualdades económicas.

Los años 90 del siglo XX encontraron un camino abonado. Nada se oponía al relato neoliberal y el comunismo realmente existente se desarticulaba hasta desaparecer del mapa europeo. El camino queda expedito para profundizar las reformas. La democracia pierde batalla tras batalla. Aumentan las desigualdades y la pobreza resurge y la exclusión se consolida. Y en la primera década del siglo XXI ya nada parece inquietar. Día a día se suceden acontecimientos que nos hablan del total abandono de los principios democráticos como articuladores del orden social y político. Los ejemplos provienen de todas las esferas. La justicia, la cultura, la economía, la política, la educación, la sanidad, etcétera. El deterioro de la democracia coincide con la pérdida de control de la clase política de los mercados y sus representantes. La democracia ya no es la forma por excelencia de la dominación burguesa, expresa la reivindicación de las clases trabajadoras, explotadas, los pueblos originarios sometidos al colonialismo interno y las mujeres al dominio propio de una sociedad capitalista y patriarcal. En este sentido la democracia se incorpora como parte de un proyecto alternativo, anticapitalista, abajo y a la izquierda. De allí que bajo el capitalismo le demos la extremaunción. Adiós, democracia, adiós.

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