Por Omar Rafael García Lazo.
Frente al imponente Cuartel Moncada de Santiago de Cuba llega la inevitable pregunta: ¿Cómo tuvieron el valor? Pueden existir muchas respuestas: el plan, el momento festivo, el factor sorpresa, la indignación, el coraje. Pero ninguna llena la duda.
El jefe de la acción lo dejó claro cuando señaló al autor intelectual. A una cita como aquella, donde la visión no alcanza a ver los posibles giros de los acontecimientos y se llega a la conclusión de que es todo o nada, había que ir con las ideas de Martí en el pecho.
Para comprenderlo no bastan los Zapaticos de Rosa, un cuento de la Edad de Oro, o Nuestra América. Se amerita una inmersión profunda en la obra y el proceder de aquel hombre. Lo primero podrá sembrar el estímulo, lo segundo es necesidad histórica para conservarnos como Nación.
Los senderos martianos llevan inevitablemente a un proyecto no nacional, no continental, ni siquiera global. Era, es, un proyecto para una radical redención del ser humano. En la Edad de Oro Martí lo anuncia, porque eran los niños de América, esta zona de confluencia de culturas, de ebullición telúrica, de parto doloroso, los que tendrían que crecer distintos y encausar la historia por un nuevo rumbo.
Toda escalera tiene un primer peldaño y ese era Cuba. Su pedazo de patria, su fértil semillero. Y aunque lo haría por amor y convicción a cualquier precio, emprendió la lucha, además, porque observó como nadie que salvando y potenciando la Nación parida en La Demajagua, América, la nuestra, tendría la oportunidad esperada, y el desprecio del Norte mutaría a respeto y el mundo transitaría a un estado de equilibrio.
Ese es el tronco del proyecto, y sus raíces la cultura, en su más amplia, creativa y sustanciosa expresión: el saber, la razón, la belleza, el sentir y el bien. No podría el tronco empinarse sin base igual ni darle paso al follaje delineando la nueva política, la forma distinta de hacer y guiar, su arte de lo posible para lograr lo falsamente imposible. Y en la cúspide del árbol las hojas más verdes: la igualdad, la justicia y el bien común, rodeadas de otras: la prosperidad, el bienestar, la fraternidad, la solidaridad, la paz.
Por eso logró lo que parecía quimera: unir a los cubanos, a todos los dispuestos a amar, crecer y crear, desdeñando a los sietemesinos, a los pusilánimes, a los que no tenían ni tienen fe en su tierra. A los buenos los fue hilvanando, poniendo en cada vacío aquello que les faltaba. Poniendo en cada mella, el bálsamo redentor. Unió con la conciencia, la reflexión y el ejemplo personal. Y les mostró la esperanza y les devolvió la confianza.
Puso en sus manos un Partido, uno solo, porque uno era el proyecto. Y en su edificación esbozó la República nueva y solidaria con la que miraríamos de frente a la nueva Roma, y se le restaría la fuerza necesaria para caer sobre la América mestiza.
Lo que no pudo la maldad, frágil ante la fuerza de su bien y de su sagaz sinceridad, lo lograron las balas aquel fatídico día de mayo. Y se alejó el sueño. Y la espesa niebla que cubrió a la Nación solo comenzó a disiparse aquella madrugada de Santa Ana, cuando renació el Apóstol con cien años y América comenzaba a ser libre.
Hasta hoy se ha construido, pero la obra demanda arcilla noble y dura, ética, definición inhiesta y fraternal unidad. Sentido del momento histórico nos exigió también el hijo mayor de la Patria; y unidad y capacidad para enfrentar los poderes de siempre, que acechan como ayer. Esa fuerza se alcanza con la esencia martiana, de la que bebió Fidel.
A cuidar el proyecto y fomentar la resiembra nos convoca el presente. Y aunque no habrá dicha sin prosperidad, el énfasis no puede estar solo en esa parte del follaje. Seamos entonces prósperos y buenos, pero no dejemos de ser cultos –martianos- para seguir siendo libres.
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