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Por José Gabriel Martínez Rodríguez
El próximo 19 de julio se cumplirán 38 años del triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua, un hecho que se consolidó como un hito de la historia contemporánea de Latinoamérica y las luchas de sus pueblos por emanciparse de gobiernos totalitarios y serviles a los intereses de poderes hegemónicos foráneos.
Veinte años después del triunfo de la Revolución Cubana, la de Nicaragua significó la segunda experiencia en que fuerzas populares, progresistas y opuestas a un régimen despótico, impuesto y apuntalado desde Washington, alcanzaron el poder tras una exitosa guerra de guerrillas para dar paso a un gobierno nacionalista, de carácter democrático-popular.
Con su triunfo, el movimiento que perseguía ideales de igualdad y justicia social acabó asimismo con décadas de torturas, vejámenes y un expolio constante de las riquezas del país a manos del dictador Anastasio Somoza y su familia, así como de la oligarquía que le era afín.
Protagonizada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), nombrado de esa manera en honor a Augusto César Sandino, héroe de la resistencia nicaragüense contra la ocupación de Estados Unidos (1927-1933), la Revolución de Nicaragua significó además un resurgir de la esperanza en el progresismo y la izquierda en América Latina y el Caribe.
Ello, sobre todo después del fiasco que había significado el Golpe de Estado en Chile seis años antes, que dio al traste con la creencia en la posibilidad de construir en esa época una auténtica revolución de corte social, habiendo arribado al poder mediante elecciones o mecanismos supuestamente democráticos.
Desde el inicio de su lucha, el FSLN no solo se manifestó contra la dictadura de la familia Somoza, sino también contra la influencia e injerencia de Estados Unidos en la vida de la nación centroamericana. Una vez que arribó al poder, emprendió reformas con el objetivo de mejorar la situación socioeconómica del país, y con la justicia social como principio y meta suprema.
En ese sentido, se nacionalizaron los bancos y se realizó una Cruzada Nacional de Alfabetización, mediante la cual se pudo reducir el analfabetismo de un 53 a un 12%. Dichas medidas, y muchas otras que emprendió la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional que asumió el poder tras el triunfo revolucionario, identificaron el proceso sandinista con el socialismo.
Lógicamente, eso no podía ser permitido por Estados Unidos. Además de haber perdido gran parte del control que ejercía sobre el país y ver afectados sus intereses económicos, desde el punto de vista geopolítico no podía tolerar una nueva experiencia socialista en su hemisferio, luego de la Cuba.
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Por ello comenzó a financiar para 1981 a integrantes de la extinta Guardia Nacional somocista, quienes, conocidos como los Contra, iniciaron una contrarrevolución nacional. La vuelta de la guerra al país impactó notoriamente en una economía ya de por sí débil, debido a la bajada de los precios de sus principales rubros exportables en el mercado mundial.
Por si fuera poco, Washington complementó su secreto apoyo a los Contra con un boqueo económico, tal y como hizo en los tiempos de Allende en Chile y como ha hecho con Cuba desde 1961, con el claro propósito de asfixiar su Revolución y el modelo sociopolítico alternativo.
La situación se tensó mucho. El FSLN, en una muestra de legitimación del proceso revolucionario que estaba impulsando, convocó a elecciones en 1984, las cuales ganó por amplio margen.
Sin embargo, esto no fue suficiente para los opositores ni para aquellos que financiaban su Guerra Sucia. El conflicto armado se recrudeció aún más, al punto de que derivó en uno de los mayores escándalos políticos en la historia reciente de Estados Unidos, mecenas y sustento económico de Los Contra a través de mecanismos y operaciones prohibidas de antemano por el Legislativo de la norteña nación.
En 1988, luego de una ofensiva militar del Gobierno nacional, con importantes bajas para ambos bandos, se iniciaron conversaciones de paz y se pactó una tregua. Al año siguiente el Gobierno sandinista firmó un convenio y se comprometió a celebrar elecciones en 1990, comicios que perdió frente a una coalición opositora.
La derrota electoral puso fin a la Revolución nicaragüense y se constituyó en un nuevo y duro golpe a la izquierda y el progresismo latinoamericano, similar a los que han sufrido los gobiernos de esa afiliación política en la región durante los últimos años, también por la vía de las urnas.
No obstante, no sería el fin del sandinismo. Como una importante lección histórica para aquellos que predican un fin de ciclo progresista para América Latina a partir de lo que ha ocurrido u ocurre en Argentina, Brasil y Venezuela, el movimiento revolucionario volvería por sus fueros al escenario político nicaragüense en 2006.
En los comicios presidenciales de ese año los sandinistas, encabezados por uno de los líderes históricos de la Revolución de 1979, Daniel Ortega, resultaron victoriosos y volvieron al poder, en el que se han mantenido hasta hoy con elevados índices de popularidad y aceptación de su gestión.
A ello han contribuido los cambios, transformaciones y justas y efectivas políticas de corte social que han instrumentado, sin descuidar el aspecto económico, todo lo cual ha conllevado a que Nicaragua esté actualmente en «el mejor momento de su historia».
Así lo ha definido en varias ocasiones el presidente del Consejo Nacional de Universidades (CNU) de Nicaragua, Telémaco Talavera, quien justifica su afirmación en el hecho de que el país avanza a diario en la restitución de derechos, «mejorando salud, educación, infraestructura y producción; y ampliando sus relaciones internacionales».
El también asesor del jefe del Ejecutivo aseguró que todas las conquistas se han logrado en una lógica en la que «el pueblo es Presidente» y en la que «diálogo y alianzas entre trabajadores, empresarios, sector público y sector académico» son divisas esenciales.
«Hoy estamos en el mejor momento de la historia; en la lucha contra el hambre y la pobreza, y el deterioro ambiental, construyendo bienestar para estas y las futuras generaciones con el Frente Sandinista y por supuesto con el liderazgo del presidente Daniel Ortega», dijo Talavera en las celebraciones del 37 aniversario.
Un año después sus palabras mantienen plena vigencia. A 38 años de la epopeya que cambió para siempre el destino de la nación, Nicaragua ostenta un desempeño socioeconómico superior al de otras etapas y es gobernada por los gestores de la gran gesta, quienes mantienen un elevado índice de aprobación por sus políticas de justicia e igualdad, y por su compromiso con una historia que no debe olvidarse.
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