Por Miriam Montes Moc.***
Hace varios años el líder pacifista hindú Mahatma Gandhi
dijo lo siguiente: “Existe
una corte superior a las cortes de justicia y esa es la corte de la conciencia.
Ella excede todas las otras cortes”.
Ana Belén Montes decidió obedecer su conciencia antes que
obedecer la ley. Obedecer
su conciencia le valió una condena de 25 años de cárcel en una prisión de alta
seguridad. Desde afuera, el edificio parece un enorme
depósito de concreto del color de las tumbas. Lo rodea una estela de grama,
verde y saludable, como para contrastar la sensación que producen los espacios
desolados. Pero desde el interior del edificio no es posible advertir la vida
que palpita en el resto del mundo. Apenas tiene ventanas. Adentro, el lugar
hiede a orines y a excrementos.
Las paredes blancas del monótono Federal Medical Center,
Carswell, ubicada en Fort Worth, Texas, contiene en una de sus celdas a una
prisionera que se diferencia de la población general. Allí las mujeres gritan,
arañan, muerden, patean, destruyen, enloquecen, o se echan a morir. Ella, en
cambio, construye para sí misma una burbuja. Desde ese
lugar de protección todo lo ve, todo lo oye, todo lo siente; pero no muere. Si
rompiera su burbuja, habitaría en un recinto tormentoso. De alguna manera, Ana ha logrado
preservar quien siempre ha sido. Al menos, la persona
que se estremeció ante la injusticia y optó por solidarizarse con el
perjudicado. Ella tiene los ojos vivos y la mente despierta.
Hace catorce años que Ana Belén Montes sobrevive el
infierno de Carswell. Cada mañana se despierta para enfrentar un día parecido
al anterior: privada del contacto con la naturaleza, del abrazo de sus seres
queridos, de conversaciones coherentes y de una atmósfera que alimente su
sentido de valía. Por
fortuna, su conciencia respira paz. Sabe que no hubiera podido vivir con el
pensamiento tranquilo si hubiera ignorado al pueblo cubano. Se
trataba de un país vapuleado por otro país. Uno era poderoso y con ansias de
dominación. El otro, el cubano, decidido a construir un sistema de gobierno
propio.
Era el año 1985. Para entonces Ana Belén había conseguido
un empleo en la Agencia de Defensa de Inteligencia, conocido como la DIA por
sus siglas en inglés. Ella misma decidió solicitar trabajo allí, tras completar
una maestría en Estudios Internacionales en la Universidad John Hopkins. Ana fue una estudiante sobresaliente.
Apenas unos años antes se había graduado de un bachillerato en Relaciones
Extranjeras, en la Universidad de Virginia. Su inteligencia, su
pensamiento analítico y su alto nivel de responsabilidad, lograron que escalara
puestos de mayor influencia. La asignan al Boiling Air Force Base, en
Washington, y allí trabaja como especialista en investigación de inteligencia.
En el 1992 se une al Pentágono como analista. Al momento de su arresto, en el
2001, Ana Belén se desempeñaba como una
de las analistas especializadas en Cuba.
Ana entendió el motor ideológico que impulsa a los países
prepotentes. Supo de lo que han sido y son capaces de hacer con tal
de imponer sus negocios en tierras ajenas. Las intervenciones de los
Estados Unidos en los países latinoamericanos son tan viejas como el propio
país. Nicaragua, Guatemala, El Salvador, México, Chile, República Dominicana,
Puerto Rico, entre otros, han sido objeto de maniobras ilícitas por parte del
gobierno estadounidense. La
historia lo almacena todo en su memoria.
Ana trabajó desde las entrañas del país poderoso. Para
entonces, la política de la nación estadounidense llevaba más de treinta años
imponiendo castigos al pueblo cubano. Hoy
día sobrepasa el medio siglo de agresiones y hostilidades. Ana
pudo haberse hecho de la vista larga. Después de todo, ni siquiera se trataba
de su país ni de su gente. Pudo haber hecho silencio. Hacer lo que hacen tantos. Limitarse
a realizar su trabajo, y ya. Ignorar
lo que parecía imposible de cambiar. Pero a ella se le retorcieron los
intestinos cada vez que advirtió un crimen de estado en contra de Cuba. Otro
crimen, y otro. Optó
por el camino que asumen unos pocos. Es muy grande el
riesgo. Se juega la libertad personal. Es más, la propia vida. Se trata de la misma ansia justiciera
que impulsó a Martin Luther King, Mahatma Gandhi, Simón Bolívar, Nelson Mandela, y
otros tantos héroes y heroínas que la historia ha reconocido. Se
entregó como ellos hicieron, con un compromiso insobornable ante la afrenta,
aunque cada quien asumió distintos rumbos en la lucha que escogieron. En el
fondo, los apremiaba un mismo fin humanitario. Por eso fueron capaces de alzar la voz y empuñar
el brazo. Por eso vibraron con los principios que nos
hacen humanos y buenos vecinos. Por eso también impulsaron el sentido de la
dignidad; defendieron el derecho a la autodeterminación; resistieron la
corriente de la política apabullante; y transgredieron la propia injusticia
creada por el brazo opresor.
Tal vez sin ella saberlo, Ana Belén se inserta dentro de
la tradición de la lucha antillana, según la enunció Ramón Emeterio Betances
hace más de un siglo. Para entonces, la Confederación Antillana perseguía
terminar con el colonialismo europeo en las Antillas, mediante la consolidación
de las Antillas Mayores en un ente regional que contribuyera a preservar la
soberanía de República Dominicana, Cuba y Puerto Rico. Otros patriotas
abrazaron la misma idea solidaria de Betances: Eugenio María de Hostos, José
Martí, Gregorio Luperón, Juan Rius Rivera, Pedro Albizu Campos, Juan Antonio
Corretjer Montes, Juan Mari Brás y Rubén Berríos, entre otros. La lucha aún
continúa.
En el 16 de julio de 1867 el Comité Revolucionario de Puerto Rico emitió la siguiente proclama:“¡Cubanos y puertorriqueños, unid vuestros esfuerzos, trabajad de concierto, somos hermanos, somos uno en la desgracia; seamos uno también en la Revolución y en la independencia de Cuba y Puerto Rico! Así podremos formar mañana la confederación de las Antillas.”
En el 16 de julio de 1867 el Comité Revolucionario de Puerto Rico emitió la siguiente proclama:“¡Cubanos y puertorriqueños, unid vuestros esfuerzos, trabajad de concierto, somos hermanos, somos uno en la desgracia; seamos uno también en la Revolución y en la independencia de Cuba y Puerto Rico! Así podremos formar mañana la confederación de las Antillas.”
Como si tuviera en su sangre los postulados heroicos del
líder antillano, Ana Belén Montes, de padres puertorriqueños, nacida en
Alemania y criada en los Estados Unidos de América, ofrenda su vida con tal de
que Cuba pudiera preservar su derecho a la autodeterminación, muy a pesar de
las presiones impuestas por el imperio norteamericano.
Ana Belén tenía la oportunidad en sus propias
manos. El sistema
estadounidense urdía nuevos ataques contra Cuba. Ana se debatía entre dos
opciones: actuaba o se mantenía en silencio. Se hacía
cómplice de las agresiones o denunciaba la mano criminal. Sintió miedo. Era
consciente de las consecuencias de su acción. Sabía que, de ser descubierta, se
enfrentaría a una condena perpetua. Incluso, a la posibilidad de la pena de muerte.
Mientras tanto, Ana no recibía nada a cambio. Ni dinero, ni favores, ni
reconocimiento. Acaso, la soledad que impone un trabajo clandestino que
requería una extrema discreción, y el miedo a ser atrapada. Pero la voz de su
conciencia fue más fuerte. Se armó de valor. Trató de contribuir a
que el país caribeño se protegiera del terrorismo de estado organizado y
financiado por los Estados Unidos. Ese fue su crimen.
Ana Belén fue detenida el 21 de septiembre de 2001 en su
propia oficina. Los agentes del seguridad llevaron una silla de ruedas para
llevársela arrestada, en caso de que fuera necesario. No fue necesario. Pálida y en silencio, Ana caminó
erguida y con la frente en alto.
Un año después, el 16 de octubre de 2002, Ana se
enfrentaba a la Corte Federal de los Estados Unidos. Le echaron 25 años de prisión
en una cárcel de máxima seguridad tras declararse culpable de conspiración para cometer espionaje
a favor de la Dirección de Inteligencia de Cuba. Con la
entereza usual en ella, leyó en la Corte Federal las declaraciones que
revelaron los principios y los valores que la indujeron a proteger al pueblo
cubano de la política hostil de los Estados Unidos. En su alegato, proclamó lo
siguiente:
“Honorable, yo me involucré en la actividad que me ha
traído ante usted porque obedecí mi conciencia más que obedecer la ley. Yo
considero que la política de nuestro gobierno hacia Cuba es cruel e injusta,
profundamente inamistosa, y me consideré moralmente obligada a ayudar a
la isla a defenderse de nuestros esfuerzos para imponer en ella nuestros
valores y nuestro sistema político”.
Ana Belén es mi prima hermana. A
pesar de que ambas vivimos en países distintos (ella, en los Estados Unidos y
yo, en Puerto Rico), siempre mantuvimos correspondencia y nos
visitábamos durante algunos veranos.
Desde niña, sentí admiración hacia Ana. Recuerdo su tendencia hacia el
estudio, su actitud reflexiva, su discreción. Demostraba
buenos sentimientos hacia sus padres, sus hermanos, su abuela y sus tías.
Siempre me pareció sensata, bondadosa, consciente de los demás y cariñosa con su
familia. Hasta su cabellera larga y lustrosa quise yo, a mis doce años, imitar.
Con el tiempo, el respeto hacia mi prima creció. Observé su sentido ético, su
capacidad para mostrarse solidaria ante los menos afortunados, y su actitud
desprendida en favor de otros. En cierta ocasión, durante
un verano en que se hospedaba en casa, tuvo la iniciativa de contribuir
económicamente con una pareja de escasos recursos que contraía matrimonio. Ana
tendría dieciséis o diecisiete años. Ella no los conocía, no estaba invitada a
la boda, pero su generosidad la movió a obsequiarlos, de forma anónima, y
alivianarles así la carga financiera. Sus inclinaciones, lo confieso,
respondían a una manera de vivir muy distinta de la que se promueve en las
sociedades materialistas, enfocadas en lo efímero, en el engrandecimiento del
ego o en el hedonismo.
En otro de esos veranos en los que Ana nos visitaba,
observé que un día se vistió de un negro riguroso. “¿Por qué?”, le pregunté, a
lo que me contestó: “El papá de mi mejor amiga murió”. Y añadió: “Quiero
estar con ella”. Con gestos como este, en el anonimato, Ana se solidarizaba con
los que sufrían. Su amiga se llamaba Terry. Nunca me olvidé.
Cuando Ana venía a Puerto Rico, la playa era un destino
obligado. Le encantaba meterse al mar, solearse, comer
piña fresca y beber agua de coco. Disfrutaba la compañía de las primas y los
primos, sobre todo de los más bromistas. Se aseguraba de visitar a la abuela,
las tías y las tías abuelas. A todas obsequiaba. Con todas era muy afectuosa.
Desde su encierro, hace catorce años, Ana Belén y yo nos
escribimos tan a menudo como podemos. Confieso que desde entonces, nos hemos acercado aún más una
a la otra. Las cartas son un abrazo en la distancia. Las
palabras impresas, un lujo. A través de ellas nos contamos la vida y los
desafíos de cada quien. Ella, desde su apretado mundo físico. Yo, desde la
amplitud de un espacio sin cerrojos. Pero el espíritu no conoce murallas. Por
eso las palabras que intercambiamos se encuentran. Ahí coinciden los anhelos de
Ana y los míos; las reflexiones de Ana y las mías; los amores de Ana y los
míos. Y el cariño
a prueba de treguas.
Ella no lo sabe pero desde siempre, me ha emocionado su
energía solidaria. Es como si se le hubiese impreso en sus células la
consciencia de que otro ‒distinto a ella pero igual de valioso‒ existe. También
me he enriquecido al advertir su capacidad de escuchar de manera atenta, de
hacerse presente con las palabras y con el sentimiento, de reaccionar al dolor
ajeno y convertirse en parte de la solución. Pero Ana me ha regalado algo más.
Con su proceder, ha
sido un ejemplo de valor y de humildad. Y me ha dado el
privilegio de acompañarla, también “vestida de negro”, dentro de los barrotes
de su celda.
Ana Belén resiste. Lo
hace agarrada de los principios que inspiran su vida. Por eso cuando el 14
de diciembre de 2014 el presidente Obama declaró que: “Estos 50 años han demostrado que el
aislamiento no funciona. Es hora de tener una nueva estrategia”, a Ana el
corazón le retumbó. Ana no es ingenua. Sabe que la nación estadounidense
intentará lograr su objetivo, si no con hiel, con miel. Aun así, interpreta el
gesto del presidente como el indicio de una posible reconciliación entre ambos
países. Y para Ana, esto no es otra cosa que advertir que su sueño de amistad
entre ambos pueblos recién comienza a hacerse real.
Ana resiste gracias a la lealtad que ella le otorgó
a su propia conciencia. Porque esa, querámoslo o no, nunca nos abandona. Por
eso creo que la conciencia de Ana la acompaña en medio de su soledad. Y estoy segura de que, en medio del
infierno que vive, le da un sentido infinito de paz.
Ana resiste con las palabras que lee. Lee con avidez
palabras de otros. Ana se instruye, analiza, formula opiniones, se expresa.
Sabe que los libros son un antídoto contra la necedad y el olvido. Lee de
historia, de política, de espiritualidad, lee verdades universales en el
lenguaje de los niños. Se ha encantado con José Mujica, ex presidente uruguayo,
y con el Papa Francisco. A ambos admira por su profundidad, su sencillez, y su
identificación con los menos afortunados.
Ana resiste mientras contempla y aprecia las bellezas
naturales en los documentales del National Geographic narrados por David
Attenborough que transmiten en la prisión. Esas le recuerdan que existe
un mundo armonioso fuera de las rejas que la aprisionan. Ana le hace espacio en su alma a ese
universo asombroso. Sabe que a pesar de las injusticias
que ha atestiguado, la bondad humana existe. Y de repente, se ha sabido querida
por un conjunto de hermanos y hermanas procedentes de Cuba, de Puerto Rico,
Francia, Brasil, Italia, Canadá, República Dominicana, Chile, Argentina, entre
otros, que la apoyan y se solidarizan con los principios que ella defendió.
Creo no equivocarme si afirmo que le han entibiado el corazón.
Ana se permite sentir. Le bajan lágrimas cuando la emoción
la abraza. Se conmueve al advertir que la lucha por ella es realmente la lucha
por un ideal más amplio y más trascendental que su excarcelación.
Esa lucha se refiere al proceso de reconciliar países y pueblos, al
acercamiento de ciudadanos del mundo, aun cuando estos tienen o persiguen
distintos modos de vivir. Como ella misma pronunciara, inspirada en un
proverbio italiano: “Todo
el mundo es un mismo país”.
Ana ama a Cuba. Pero ama más
las causas justas. Protegió a Cuba porque resultó ser el país vapuleado por una
nación poderosa y hostil. Si hubiese sido lo contrario, si Cuba o Puerto Rico
hubiesen sido las naciones poderosas, Ana hubiese defendido al pequeñín Estados
Unidos.
Ana no quiere protagonismo. Le incomoda
que la tilden de heroína o excepcional. Para ella, su proceder obedeció a una
obligación personal que no era posible ignorar. Le sucedió igual que les
ocurrió a los médicos cubanos que sintieron la obligación de ofrecer sus
servicios a los pacientes de ébola, allá en África Occidental, muy a pesar de
los riesgos que ello implicaba. Ellos
no se sacrificaron para que la historia los reconociera como heroicos o
excepcionales. Tan solo obedecieron su conciencia;
atendieron su obligación y asumieron los riesgos. Una obligación que a ellos
‒igual que le ocurrió a Ana‒ les resultaba inquebrantable.
Así siento a Ana. Por
eso no busca ni espera el elogio. Por eso soporta el vituperio. Por eso también
soportó el miedo que pudo provocar su lucha y aún soporta el infierno de la
prisión. Para ella, el apoyo a su causa no es otra cosa que el apoyo a la
soberanía de Cuba ante los Estados Unidos; o mejor dicho, al derecho que debe
asistir a todos los países del mundo a construir su propio destino. Ana aún se
solidariza con este principio universal, y estoy segura de que continuaría
ofrendando la vida con tal de que Cuba no abandone su ideal libertario.
Esa es Ana. Internacionalista.
Innegablemente solidaria. Respetuosa de la humanidad. Aferrada a los
principios de justicia y paz por los que tanto han luchado otros héroes y
heroínas a través de las edades. Y con la modestia que suelen tener aquellos
que le habitan ideales nobles.
¡Libertad para Ana Belén Montes!
***
Ponencia sobre Ana Belén Montes al celebrarse el 8vo
Encuentro Continental de Solidaridad con Cuba, del 28-30 de julio de 2016, en
República Dominicana
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