Cartel de Raúl Martínez |
Tomado de Pensar en Cuba
Por Pedro Pablo Rodríguez.
Bajo el indudable predominio del
marxismo hubo en la isla una verdadera revolución de las ideas sustentada en un
devorador afán por atrapar la mayor cantidad de conocimientos posibles. La
filosofía a lo largo de su historia y particularmente los sistemas modernos y
los pensadores del siglo XX atrajeron notablemente; la ética y la estética
provocaron a más de uno; las teorías sociológicas fueron atendidas desde los
fundadores de la disciplina hasta las escuelas de los años cincuenta; la
psicología social ganó adeptos; las teorías económicas se divulgaron y
debatieron ampliamente; y la historia ganó muchos interesados, especialmente la
de Cuba desde 1790 hacia adelante.
Una observación inicial.
Este se trata de un terreno apenas examinado. He
tenido que contener la tentación de ahondar en cada aspecto, de polemizar
explícitamente con algunos y de ofrecer el estudio monográfico que el tema
amerita. Escribo en medio de muchas obligaciones, estimulado y presionado a la
vez por una fecha de entrega, con la esperanza de echar un granito de arena,
desde mi estricta visión personal, a lo que ojalá se convierta en
uno de los grandes temas del pensamiento social cubano actual, necesitado de reflexionar
sobre sí mismo. Pedro Pablo Rodríguez.
1. La época revolucionaria.
Fue un tiempo de acelerados cambios sociales que, en poco más de dos años,
echó por la borda las estructuras económicas y gran parte de las sociales sobre
las que se asentaban la dominación imperialista de Estados Unidos sobre Cuba y
la hegemonía de la burguesía dependiente cubana. Para 1961 habían desaparecido
las propiedades estadounidenses mediante su nacionalización al igual que la
gran propiedad burguesa insular, buena parte de la tierra se había entregado al
campesino productor y aparecían grandes unidades agrícolas en forma de granjas
estatales y de cooperativas campesinas. El mercado estadounidense se había
cerrado completamente, y las viviendas se habían entregado a sus residentes.
Desde principios de 1959 se habían eliminado el ejército y demás aparatos
represivos tradicionales, y también los partidos políticos vinculados al
sistema de dominación.
Desapareció el ejercicio privado de la enseñanza, se trabajó en
una reforma universitaria y educacional modernizadora, que eliminó en 1961
la alta tasa de analfabetismo. Se ampliaron significativamente los servicios de
salud y el país tuvo que dedicar enormes recursos para afrontar la
hostilidad del gobierno estadounidense, que incluyó desde la ruptura de
relaciones diplomáticas hasta las agresiones armadas como el desembarco por
Playa Girón en abril de ese mismo año y que avanzaba hasta el bloqueo económico
total. Cuba fue aislada de su natural entorno latinoamericano y sólo México mantuvo
sus relaciones diplomáticas con la Isla.
De hecho, pues, la nación toda se transformaba a ritmo velocísimo: el
Estado asumía nuevos roles, las masas irrumpieron protagónicamente, la
conciencia social se revolucionaba por días. En unos treinta meses el país ya
era otro y debía pelear duramente para sobrevivir al mismo tiempo que se
reorganizaba en todos los órdenes. Por todo eso, y por mucho más que no hay
tiempo para referir, la Revolución Cubana fue desde entonces un fenómeno de
cambio social de una profundidad asombrosa e inesperada quien sabe si hasta
para sus propios actores, y se convirtió en uno de los más destacados procesos
que transformaron ese decenio a escala universal.
Los años sesenta, se ha dicho a menudo, fueron una época de crisis de la
cultura de dominación burguesa. La liberación nacional se extendió por África y
Asia, mientras que Latinoamérica pasó por un auge de la secular voluntad de
transformaciones populares, especialmente a través de las luchas guerrilleras,
asunto hoy lamentablemente subvalorado y apenas estudiado. El sistema mundial
burgués atravesó por un muy serio cuestionamiento de sus valores y paradigmas
hasta en los llamados países centrales, y muchos aspectos de las relaciones
sociales cotidianas, incluidas numerosas expresiones de la psicología social,
los hábitos y las costumbres fueron puestos en solfa, al punto que amplias
masas y sectores sociales expresaron disgusto y rechazo a todo lo que les
significara el orden burgués establecido.
Con grandes esfuerzos, el sistema de dominación mundial logró recomponerse
desde los años ochenta a pesar de las largas y encadenadas crisis económicas de
los decenios finiseculares y pasó a la ofensiva neoliberal. No se produjo la
revolución mundial pregonada y deseada por muchos, mas, indudablemente, hubo
cambios notables de mentalidades, de estilos de vida, de sensibilidades, de
cultura. Y, reitero, la Revolución Cubana estuvo en el epicentro de esos
cambios.
2. La búsqueda de un pensamiento propio.
La brusquedad de las transformaciones revolucionarias cubanas obligó a la
dirección revolucionaria, urgida además por el propio desenvolvimiento del
proceso histórico-social, a implementar con suma rapidez no solo una ideología
capaz de legitimar esos cambios, sino también a algo más complicado: darle a
esas transformaciones una apoyatura teórica y conceptual que explicase tanto lo
que se iba haciendo en la práctica social como que, de algún modo, permitiese
trazar objetivos a mediano y a largo plazo, y que, sobre todo, diese un
fundamento a la práctica y a esos objetivos. Se trataba, nada más y nada menos,
que de pensar la Revolución desde y como parte de
su misma marcha.
A mi juicio, esa fue de una de las aventuras más extraordinarias del
pensamiento social contemporáneo: someter a crítica la sociedad y la
cultura burguesas en sus variedades sociológicas (tanto para los
países hegemónicos como para los subordinados) en medio del propio proceso de
demolición de ambas dentro de Cuba, y, a la vez, ir construyendo una
nueva cultura y una nueva sociedad que, con toda probabilidad, no
tenía otra manera de llamarse que socialismo, dadas las experiencias
universales previas y la propia lógica anticapitalista.
Para hacerse de su teoría, la Revolución Cubana tenía enseñanzas nacionales
como la frustrada y entonces todavía reciente Revolución del ´30, buena parte
de cuyos hacedores y pensadores aún se mantenían activos, algunos de los cuales
habían participado en la lucha contra la tiranía batistiana. Además, se
disponía, sobre todo, de una poderosa línea del pensar nacionalista y de
liberación que venía desde los tiempos de la formación nacional durante las
luchas anticoloniales, sistematizada en uno de los símbolos de la nación que es
José Martí. Su amplio y profundo ideario antimperialista, de liberación
nacional para Cuba, de unidad latinoamericana, y de una ética humanista y de
servicio social y patriótico, más el abanico de la diversidad de miradas
teóricas aportadas por la variopinta de los grupos revolucionarios del ´30 —que
van desde el marxismo hasta el reformismo burgués modernizador, pasando por
otras corrientes socialistas y el anarquismo— entregaron una poderosa matriz de
nacionalismo revolucionario y antimperialista que marcó —de diferentes maneras,
pero dejando siempre su impronta crítica acerca de la república plattista—,
a los múltiples proyectos de renovación de la sociedad cubana tras el
aplastamiento de las fuerzas revolucionarias en 1935, al punto de que la opción
socialista no quedó circunscrita meramente al partido que se autocalificó como
marxista-leninista y que fue miembro de la III Internacional hasta la
disolución de esta organización inspirada por la Unión Soviética.
También estaban a mano las experiencias reformistas y revolucionarias
latinoamericanas del siglo XX, en particular las revoluciones mexicana,
guatemalteca y boliviana, junto al desarrollo de las ideas en la región,
enrumbadas desde los años treinta y cuarenta por la crítica a los modelos
dependientes tradicionales.
La Revolución llegó al poder en 1959 con un país que mayoritariamente
portaba un rechazo a la dependencia azucarera y al latifundio, con una voluntad
de buscar la diversificación productiva y de mercados, y un ansia de
industrialización, además de una conciencia social escandalizada por la miseria
del campesino sin tierras y por el inocultable crecimiento de la
marginalización urbana, con sectores obreros de amplia experiencia sindical que
habían obtenido muchas reivindicaciones y de elevada conciencia clasista. De
hecho, de muy distintas formas, tendía a predominar en la conciencia social una
actitud crítica hacia puntos clave de las estructuras de la sociedad, combinada
con una elevada dosis de sentimientos nacionalistas.
Todo eso explica el rápido y radical desenvolvimiento de la Revolución
Cubana entre 1959 y 1960, y el acelerón por el que atravesó el pensamiento
social insular en aquel momento. Por entonces tuvo lugar crecientemente un
intenso debate en la prensa, en la cátedra y en muchas instituciones acerca del
marxismo, las ideas y la práctica del socialismo en la URSS y Europa oriental y
una vuelta al pensamiento cubano del siglo XIX.
El marxismo fue, pues, la teoría asumida y se convirtió en la ideología de
la Revolución. Durante un tiempo relativamente breve hubo una tendencia a
masificar su conocimiento para justificar a través suyo el rumbo socialista que
tomaba el país. Las escuelas de Instrucción Revolucionaria popularizaron el
marxismo soviético, aunque los primeros cursos se siguieron por el manual del
francés Georges Politzer. Luego quedó más circunscrito al ámbito universitario
y académico donde también con suma rapidez se produjo el desplazamiento de los
manuales soviéticos en su enseñanza por la entrada de los marxistas europeos, asiáticos
y latinoamericanos. En menos de dos años, tras los manuales, en Cuba se comenzó
a estudiar desde los textos de Marx, Engels y Lenin hasta Plejanov, Kautski y
los bolcheviques como Bujarin y Trostki; fueron descubiertos Gramsci, Lucácks,
la Escuela de Frankfurt; se manejaba a los marxistas europeos contemporáneos,
incluyendo los que intentaban renovarlo en la URSS. Se leía lo mismo a Stalin
que a Mao Ze Dong y Ho Chi Minh; Mariátegui entusiasmaba, al igual que
los líderes revolucionarios de nuestra América y de África.
Bajo el indudable predominio del marxismo hubo en la isla una verdadera
revolución de las ideas sustentada en un devorador afán por atrapar la mayor
cantidad de conocimientos posibles. La filosofía a lo largo de su historia y
particularmente los sistemas modernos y los pensadores del
siglo XX atrajeron notablemente; la ética y la estética provocaron a
más de uno; las teorías sociológicas fueron atendidas desde los fundadores de
la disciplina hasta las escuelas de los años cincuenta; la psicología social
ganó adeptos; las teorías económicas se divulgaron y debatieron ampliamente; y
la historia ganó muchos interesados, especialmente la de Cuba desde 1790 hacia
adelante.
Fue como una vorágine de intereses de una amplitud desmedida en la que
participaron con pleno gozo muchas personas de edad avanzada y madura, y
una gran cantidad de jóvenes con pretensiones intelectuales. No solo los
impulsos de la marcha de la Revolución explican ese fenómeno; también se
prestigiaba la función del intelectual, y hasta la del artista, a pesar de los
prejuicios contra ambos provenientes de la sociedad anterior subdesarrollada y
dependiente, pero que se hicieron sentir hasta mucho después en ciertas filas
de la dirigencia revolucionaria.
Sin embargo, la fiebre revolucionaria, transformadora en todos los órdenes,
tendía a remover obstáculos. Fue común que el mundo artístico se sumara al
estudio y a la expresión del pensamiento social: cineastas, escritores,
actores, músicos, pintores participaron de las discusiones de aquellos años con
lucidez y sinceridad, y a plena conciencia expresaron aquel aprendizaje en sus
creaciones.
El debate de ideas fue intenso, a veces duro. Durante los dos primeros años
de Revolución no dejó de haberlo con quienes sostenían la ideología de la
dependencia y el anticomunismo de la guerra fría. También ocurrió entre los
sectores y los exponentes de la Revolución. El mismo Fidel Castro, más de una
vez, manifestó en público sus discrepancias con el modelo del socialismo soviético,
y Ernesto Che Guevara promovió y sostuvo un riquísimo debate teórico acerca de
la conformación económica del socialismo que pronto derivó hacia la propia
naturaleza y carácter del nuevo régimen social.
El primer decenio de Revolución transcurrió en medio de un debate
universal, muy fuerte especialmente en Latinoamérica, acerca de las maneras de
llegar al poder por parte de las fuerzas revolucionarias simplificadas desde
entonces en el choque entre los partidarios del foco guerrillero y los de la lucha
de masas. Y se extendió hacia la manera de entender el socialismo: si este era
un simple cambio en la propiedad de las fuerzas productivas o si se trataba de
toda una renovación cultural, de conciencia y de formas de existencia.
Quizás hoy se pueda comprender mejor que no solo se manifestaba la
necesidad de un cambio del estilo y de ciertas concepciones de hacer
política en y para el socialismo, con un indudable
e importante matiz generacional, sino que se buscaba responder casi que
intuitivamente a los factores que ya indicaban una crisis estructural de las
prácticas del socialismo en la URSS y en Europa oriental, como decían algunos
pocos y avizoró pioneramente Che Guevara.
Esas polémicas, a primera vista de franco sabor político y quizás hasta
doctrinario, estimulaban al pensamiento social en su conjunto porque éste
entregaba argumentos a los contendientes. Los años sesenta fueron un decenio
sumamente aportador para las disciplinas sociales particulares a escala
planetaria por la cantidad de viejos problemas que se afrontaban y la enormidad
en cantidad y complejidad de los nuevos que surgieron entonces desde regiones
–lo que comenzaba a ser llamado Tercer Mundo– hasta entonces forzadamente
alejadas del intercambio de ideas. El capitalismo, de cierto modo a la
defensiva, tuvo que pulir y refinar sus mecanismos de dominación y desde
entonces concedió cada vez más creciente importancia al control de la
conciencia de los dominados, y perfeccionó su cultura de la dominación mediante
el poder mediático. Surgieron nuevas disciplinas y especialidades de lo social
y se comenzó a comprender que esta realidad no era cognoscible ni, mucho menos,
transformable, si no había una mirada abarcadora e integradora de los procesos
sociales. Mas los debates dentro de la Revolución Cubana en los sesenta
apuntaban ya hacia ese camino en virtud de ese afán de valerse de todos los
instrumentos y de sostener una concepción totalizadora de lo social como la
expresada por Carlos Marx. Quienes lo vivimos y nos formamos entonces quizás
tuvimos la mejor enseñanza de lo que solía decirse con la equívoca frase de la
unidad entre teoría y práctica.
Ese pensamiento social cubano partió de Cuba en función de Cuba,
pero, al mismo tiempo, tuvo plena conciencia de que era de y para el
mundo, o, mejor, para la revolución contra el capitalismo.
Probablemente esa inclinación, seguida a plena voluntad por sus tantos
expositores, permitió su supervivencia en el mundo intelectual cubano a pesar
de la desaparición de varias de sus instituciones y órganos de expresión más
representativos en los años setenta, cuando se implantó el modelo soviético de
organización económica y política, y particularmente en la educación. Pero esa
es otra historia, más allá de los límites temporales que me he impuesto. Baste,
por ahora, asegurar que el pensamiento social cubano avanzó muchísimo en los
sesenta para expresar con originalidad y autoctonía, y por eso ha constituido
una sólida base para pensar y trabajar por un socialismo de raíz nacional en
medio de las adversidades por la hegemonía del capitalismo y del dominio
unipolar de Estados Unidos, el rival imperial de la nación cubana.
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