Por Fernando de la Cuadra.
Por dos veces vi de cerca la muerte: cuando fui torturada por
días seguidos, sometida a vejaciones que nos hacen dudar de la humanidad
y del propio sentido de la vida;
Y cuando una enfermedad grave y dolorosa podría haber abreviado mi existencia.
Hoy sólo temo la muerte de la democracia…
Dilma Rousseff
Después
de un largo, complejo y traumático proceso de nueve meses, finalmente
fue consumado el golpe parlamentario contra la presidenta Dilma
Rousseff. Ella se encuentra destituida definitivamente, pero
probablemente por razones de “mala conciencia” fue rechazada la
inhabilitación para ejercer cualquier cargo público por un periodo de
ocho años. Los extenuantes y acalorados debates de los últimos días sólo
dejan transparentar que independientemente de la razón, el ardor y la
pasión con que eran pronunciados los discursos de cada senador, la
decisión de los “honorables” ya estaba tomada.
Quienes
eran a favor de la acusación de que la Jefa de Estado había cometido un
crimen de responsabilidad contemplado en el ordenamiento jurídico,
solamente reforzaron su posición de siempre, no encontrando en la
defensa de la presidenta ningún argumento que les permitiera cambiar de
opinión. Y aquellos que estaban en contra del proceso, reforzaron aún
más la convicción de que la mandataria no cometió ningún delito, pues
simplemente utilizó las herramientas administrativas que otorgaba la
propia Constitución y las normativas de la política presupuestaria del
país. Los decretos de recursos suplementarios y las llamadas “pedaladas”
fiscales no representarían en hipótesis alguna una trasgresión
susceptible de ser sancionada con la cesación en el cargo de la
gobernante.
Pero esta constatación en realidad no explica
nada, porque parece apuntar una obviedad que esconde precisamente el
embrollo más problemático de la cuestión: la génesis del Golpe. Todos
los indicios existentes permiten sostener que este golpe venía siendo
urdido desde el mismo día en que Dilma Rousseff venció las elecciones de
2014. Faltaba encontrar la brecha que permitiera dar un envoltorio
“jurídico” a la acusación constitucional. Otras tentativas habían
fracasado, como por ejemplo, la pretensión de impugnar el resultado de
las elecciones que daban como victoriosa a la candidata del Partido de
los Trabajadores o la instauración de un proceso en el Tribunal Superior
Electoral (TSE) para rechazar las cuentas de la campaña electoral de
2014.
Al final de cuentas es evidente que el juicio es
político. La presidenta Dilma podrá haber cometido muchos errores
durante su mandato, pero ninguno que justifique su destitución por medio
de un recurso tan dudoso como este proceso impulsado y sentenciado por
los parlamentarios. Son ellos quienes ciertamente serán juzgados por la
historia y por la comunidad internacional, por el desprecio demostrado
en la defensa de los valores y las reglas del juego democrático, que en
una de sus cláusulas pétreas señala que aquellos partidos o
conglomerados que son derrotados en una contienda electoral deberán
esperar otra oportunidad en las próximas elecciones.
Ahora
que se encuentra confirmado el alejamiento definitivo de la presidenta,
el hasta ahora interino Michel Temer prepara con su equipo ministerial
las medidas que aplicará hasta el final de su mandato. La mayoría de
dichas medidas son orientadas por el principio de austeridad, como los
cambios propuestos en el sistema previsional o los cortes que se
aplicarán a las políticas sociales. La idea es “reconfigurar” hacia
abajo por los menos cinco de los programas considerados emblemáticos de
las administraciones petistas, tales como Bolsa Familia, Minha Casa Minha Vida,
Ciencia sin Fronteras, Programa Nacional de Acceso a la Enseñanza
Técnica y el Empleo (Pronatec) y la Transposición del Rio San Francisco.
Junto
con ello el gobierno instalado deberá lanzar otros programas
visiblemente impopulares, como la eliminación del Programa Nacional de
Alfabetización, la disminución sustantiva de recursos para la educación
media y universitaria (especialmente de becas para la enseñanza
superior), la reducción del programas Más Médicos (fin de la
contratación de médicos cubanos) o el recorte de recursos para la
Reforma Agraria y las acciones de apoyo a la agricultura familiar. Lo
anterior es una consecuencia inevitable del hecho de tener actualmente
un presidente que no fue electo y que, por lo tanto, no propuso ninguna
agenda para ser aprobada por los ciudadanos.
En este
momento trágico para la historia del país en que la democracia ha sido
herida de muerte, solo cabe esperar que los brasileños se rebelarán ante
la displicencia mostrada por el congreso para proteger las conquistas y
avances democráticos mantenidos con mucho esfuerzo a lo largo de las
tres últimas décadas de vida republicana.
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