Por Ernesto Limia Díaz.
Hacia
fines del siglo XIX Estados Unidos ya aventajaba en manufacturas a Gran Bretaña
—hasta 1885 la mayor potencia industrial del mundo. La inmigración duplicó su
población; pero lo producido: 16 124 003 000 dólares —entre manufacturas y
agricultura— sobrepasaba la demanda interna. Un 10% requería salir al mercado
mundial y el sector expansionista determinó convertir el descomunal crecimiento
en influencia global. Una gran dificultad se interponía: el ejército tenía solo
25 000 hombres, decimocuarto del mundo, y la Armada era menor que la de Italia
pese a que en desarrollo industrial la superaba 13 veces. Una ley del Congreso
había inaugurado la construcción de cruceros de acero para abrir las puertas a
su comercio; mas con la navegación a vapor la logística de la Armada demandaba
bases y estaciones carboneras en aguas extranjeras. Henry C. Lodge definió el
curso de acción con una frase que se hizo célebre: «El comercio sigue a la
bandera» (Lens, 2003: 6).
Desde la conquista
de California (1848) y la compra de Alaska (1868), Estados Unidos era una
potencia del Pacífico y anhelaba expandirse a ultramar. Intocable en el
Hemisferio Occidental, contemplado en la Doctrina Monroe como su radio de
acción, invocó el interés nacional para lanzarse a la más vasta arena mundial
con China como meta, donde Rusia, Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña y
Japón se disputaban los espacios de influencia. Un obstáculo se interponía: sus
Escuadras del Pacífico y el Atlántico distaban mucho entre sí; para auxiliarse
tenían que bordear toda Suramérica hasta el estrecho de Magallanes. Los
círculos militares se plantearon entonces una interrogante esencial: ¿dónde dar
el primer golpe?
Hacia el otoño de
1897 ya tenían la respuesta: el capitán de navío Albert T. Mahan, teórico que
sentó las bases ideológicas de la nueva concepción geopolítica, fue encargado
de hacerla pública: el «destino manifiesto» exigía bases en el océano Pacífico,
el control del istmo de Centroamérica y, para garantizar su protección, el
dominio del mar Caribe. El estrecho de Maisí o Paso de los Vientos, en el
extremo este de la bahía de Guantánamo, era la llave del área, y por su
posición, fuerza y recursos Cuba resultaba clave para controlarlo.
España, en posesión
de Cuba, Puerto Rico y el archipiélago de Filipinas (antesala de China) era
todo lo que Estados Unidos necesitaba para levantar su imperio y la teoría
expuesta por Mahan en más de cien artículos y un libro —publicitado hasta
convertirlo en best seller— constituyó el pitazo de salida. Cuatro meses
después aprovecharon la voladura del Maine para intervenir en
la guerra de independencia cubana, cuando la victoria mambisa era cuestión de
tiempo y la esperanza de constituir un Estado nacional se iba a concretar. Por
su ubicación geográfica y riquezas, durante nueve décadas distintas
administraciones se habían mantenido a la espera —activa— de una coyuntura
favorable, y dadas las pretensiones globales de fines del siglo XIX este curso
tenía connotación especial.
La simpatía
despertada por la gesta cubana en la opinión pública estadounidense y la
determinación del Ejército Libertador, que libró una guerra sin cuartel contra
tropas coloniales a las que las balas mambisas nunca dieron tregua,
entorpecieron los designios de quienes clamaban por la anexión. El Gobierno de
Estados Unidos se vio obligado a justificar la intervención alegando razones
humanitarias; encubrir el interés expansionista bajo el disfraz de un acto justiciero,
dotó de contenido moral a la declaración de guerra contra España.
Con aliento a
azufre, el 11 de abril de 1898 William McKinley solicitó al Congreso intervenir
en la guerra. No habló de reconocer la beligerancia ni mencionó que el objetivo
fuese contribuir a la independencia, como anunciaban los periódicos norteños.
El abogado Horatio S. Rubens, excolaborador de Martí y asesor legal de la
República en Armas, visitó en Washington a Henry M. Teller, senador por
Colorado —un estado productor de azúcar de remolacha al que la anexión de un
competidor como Cuba podría perjudicar—; Teller le prometió introducir en el
debate congresional una cláusula que definiera los límites de la intervención:
«Los Estados Unidos renuncian a toda intención o disposición de ejercer
soberanía, jurisdicción o control sobre la Isla, salvo para la pacificación de
la misma, y declaran su determinación, cuando eso se haya logrado, de dejar el
gobierno y control de la Isla a su pueblo» (Rubens, 1956: 294).
Una Resolución
Conjunta aprobó la petición de McKinley el 19 de abril; en su cuerpo se incluyó
la enmienda presentada por Teller, duro golpe al sector expansionista que no
perdió de vista cómo la anexión de Cuba se convertía en un acto violatorio de
las leyes federales. Dos meses después, el 5.º Cuerpo de Ejército de Estados
Unidos arribó a las costas orientales. Desde ese minuto comenzaron las
operaciones con la decisiva cooperación de las fuerzas mambisas al mando del
general Calixto García. Pese a ello, William R. Shafter no incluyó a Calixto en
la firma de la capitulación de Santiago de Cuba, ni permitió que los
combatientes insurrectos entraran a la ciudad después de rendida. En Washington
el secretario de Estado, John M. Hay, definió la victoria con una frase que se
hizo célebre: «Ha sido una espléndida pequeña guerra» (Morison, Commager y
Leuchtenburg, 1988: 599).
El
10 de diciembre de 1898 se cerró en París el trato con que culminaba la primera
guerra imperialista de los tiempos modernos: a espaldas de nuestro pueblo,
España renunció a todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba, que sería
ocupada por Estados Unidos con carácter temporal. La paz dejó en un limbo legal
la independencia cubana, supeditada a las leyes norteamericanas.
Entretanto, la
prensa estadounidense desarrollaba la más intensa campaña, para generar un clima
que justificara extender la ocupación de Cuba hasta popularizar el interés
anexionista, empero, la creciente frustración de los cubanos, sobre todo tras
la anexión de Hawai, generó gran preocupación en Washington; de hecho, algunos
de los mandos del ejército interventor exageraban el estado de descontento,
para evitar la reducción de sus tropas. A McKinley no le quedó otra salida que
tratar de aplacar los ánimos; aunque la manera en que lo hizo en su mensaje
anual al Congreso, el 5 de diciembre de 1899, puso de manifiesto que su
administración ganaba tiempo:
La nueva Cuba, que
tendrá que renacer de las cenizas del pasado, tiene por necesidad que estar
unida a nosotros por vínculos de singular intimidad y energía, (…) que bien
sean orgánicos o bien convencionales, han de responder al hecho de que los
destinos de la Isla están ligados con los de nuestro propio país de una manera
justa, a la par que irrevocable. Cómo y cuándo se resolverá definitivamente el
problema es cosa que se verá en lo futuro, cuando los sucesos hayan ya llegado
a su debida madurez (Rodríguez: 1900: 419).
Desde el otoño una
comisión del Congreso estudiaba el proyecto de un canal en Nicaragua y el
Departamento de Estado inició gestiones en Londres para renegociar el Tratado
de Clayton-Bulwer, de 1850, por el que ambas naciones renunciaron a la
exclusividad de una empresa de ese tipo en el río San Juan y prometieron no
invadir Centroamérica; entretanto, hombres de negocio afiliados al Partido
Republicano exploraban las intenciones de venta de la compañía francesa que
poseía los derechos del canal de Panamá. En este contexto, el Departamento de
Marina le remitió al secretario de Guerra, Elihu Root, el plan de protección al
canal del Istmo, que incluía preservar la posesión de Puerto Rico y garantizar
la defensa de Cuba. En el documento se especificaba que, para ejercer el
control del Paso de los Vientos, en el mar Caribe, necesitaban una estación
carbonera en Corinaso Point, a la entrada de la bahía de Guantánamo.
El 25 de julio de
1900, la Gaceta Oficial de La Habana convocó a una Convención
para redactar y adoptar una Constitución y, como parte de ella, acordar con
Estados Unidos el alcance de las relaciones bilaterales, una clara violación de
las prácticas internacionales. Fue tal el descontento, que se habló de no
concurrir a las urnas. Los periódicos de acento cubano atribuyeron la que
denominaron «cláusula sospechosa» a la perfidia de Wood y a designios de
McKinley; sin embargo, se llegó a la conclusión de que no era esencial, pues
«[…] la Constituyente haría en ese aspecto lo que patrióticamente se le
antojare» (Márquez, 1941: 71, t. II).
Luego de instaurada
la Convención, el 11 de enero de 1901 Elihu Root consultó al Departamento de
Estado la conveniencia de incorporarle a la Constitución de Cuba cuatro
disposiciones que contemplaran: 1) el derecho de Estados Unidos a intervenir en
la Isla cuando lo estimare necesario; 2) prohibirle al Gobierno cubano celebrar
tratados con otro país sin la autorización estadounidense; 3) preservar la facultad
de adquirir títulos de tierras para establecer estaciones navales; 4) mantener
todos los actos del Gobierno militar y todos los derechos adquiridos por
Estados Unidos durante la intervención.
Parecía concluida
la obra legislativa de la Convención, el 21 de febrero de 1901, fecha en que se
refrendó en la Asamblea la letra de la Constitución, cuando llegó el informe de
Root con estas disposiciones. Los delegados advirtieron que el asunto era más grave
de lo que suponían; pero conservaron cierta esperanza en que el Congreso se
pronunciara contra los planes de la Casa Blanca.
El 26 de febrero
Oliver H. Platt, presidente del Subcomité de Asuntos Cubanos del Senado,
introdujo la iniciativa como enmienda al proyecto de «Ley concediendo créditos
para el Ejército en el año fiscal que termina el 30 de junio de 1902», al
considerar poco probable que la bancada demócrata retardara su votación y se
expusiera a las críticas por no prestar auxilio al cuerpo armado de la nación.
Sorprendidos, muchos de los senadores se preguntaron si la moción no modificaba
la Enmienda Teller; pero las simpatías hacia Cuba habían disminuido, como
consecuencia de la feroz campaña mediática de descrédito que presentaba al
cubano como un pueblo ingrato.
Otro hecho tuvo
gran trascendencia. En sincronía con la presentación de la Enmienda Platt en el
Capitolio, Wood en La Habana ofreció declaraciones a la prensa estadounidense.
Concluida la conferencia, un cable que habla por sí solo acaparó la atención en
Washington:
El general Máximo
Gómez visitó al general Wood esta mañana y le aseguró que las noticias de
intranquilidad y descontento por la continuación de la intervención de los
Estados Unidos son falsas, y que se han interpretado mal sus declaraciones dándoles
el sentido de que él aprueba una inmediata retirada de las tropas de los
Estados Unidos para dar a Cuba la independencia absoluta. Si se retiraran
ahora, él teme derramamiento de sangre fuera de toda duda. A los 60 días los
cubanos estarían peleando entre sí. El general Gómez agregó: “Si se retiraran
los americanos hoy, yo me iría con ellos”.
El general Gómez no
hizo objeción a señalar relaciones futuras entre los Estados Unidos y Cuba,
como lo recomiendan los Estados Unidos (Rubens, 1956: 378).
Cuando llegaron a
La Habana los periódicos con esta noticia, se levantó un clamor general.
Indignado, Gómez impugnó la maniobra. Cuando fue emplazado, Wood se escudó
diciendo que los periodistas habían interpretado mal la información que brindó.
Horatio S. Rubens, testigo excepcional del momento, lo puso en duda: “[…] pero
es el caso que, a pesar de pertenecer esos corresponsales a periódicos de ideas
contrarias, habían tomado la información de una fuente común y todos coincidían
en los mismos puntos” (Rubens, 1956: 378).
La medida generó el
golpe de efecto esperado y, en la sesión del 27 de febrero, tras un debate en
el que varios senadores denunciaron la Enmienda Platt como un ultimátumlegislativo de
franco carácter injerencista, se impuso tal como fue presentada: 43 votos
contra 20. Paradójicamente, ese día en La Habana la comisión que redactaría las
bases de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos dictaminó como inaceptables
algunas de las cláusulas del informe de Root; pero ya caminaban rumbo a la
Cámara de Representantes, en la que fueron ratificadas el 1.º de marzo 159
votos contra 134.
Aunque el 2 de
marzo, en manifestación de protesta más de 15 000 personas marcharon por La
Habana hasta la sede del Gobierno interventor, la historia no iba a cambiar su
curso: ese día McKinley sancionó la Enmienda. En virtud de este engendro, el presidente
de Estados Unidos fue facultado para mantener la ocupación hasta tanto no se
estableciera en Cuba un Gobierno bajo una Constitución, en la cual, como parte
de ella o en una ordenanza agregada, se definieran las relaciones con Estados
Unidos. Vale la pena ilustrar las tres cláusulas en las que se centró la
polémica por parte de los cubanos:
3.—Que el Gobierno
de Cuba consiente que los Estados Unidos pueden ejercitar el derecho de
intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de
un Gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad
individual y para cumplir las obligaciones […] impuestas a los Estados Unidos
por el Tratado de París […].
6.—Que la Isla de
Pinos será omitida de los límites de Cuba propuestos por la Constitución,
dejándose para un futuro arreglo por Tratado la propiedad de la misma.
7.—Que para poner
en condiciones a los Estados Unidos de mantener la independencia de Cuba […]
así como para su propia defensa, el Gobierno de Cuba venderá o arrendará a los
Estados Unidos las tierras necesarias para carboneras o estaciones navales en
ciertos puntos determinados que se convendrán con el presidente de los Estados
Unidos. […] (Roig, 1973: 23-24).
Fue grande la
indignación de los cubanos, en especial contra el tema de las estaciones
navales —al grito de «nada de carboneras». Wood inició entonces la más
corruptora arremetida de todo su mandato, acudiendo al chantaje económico como
recurso político.
El debate se
polarizó: de un lado los independentistas, que se rehusaban a admitir un
régimen incompatible con la soberanía nacional; del otro, los más acaudalados
hacendados y hombres de negocio —la mayoría españoles e inversionistas
estadounidenses—, los antiguos autonomistas y la clase media vinculada al mundo
empresarial yanqui, entre la que se encontraban no pocos altos oficiales del
Ejército Libertador. En el medio, un segmento del independentismo que se sentía
impotente ante las estratagemas de Estados Unidos para prolongar la
intervención por tiempo indefinido, cuya cifra no despreciable a la postre iba
a inclinar la balanza.
Quedaba solo el
recurso de la guerra y nada se podía por la fuerza contra Estados Unidos —fue
la idea que defendió el bando que apostó al protectorado y de la cual se hizo
eco la mayoría de la prensa, en una campaña reforzada con entrevistas a los
partidarios de la Enmienda Platt, porque —según decían— era el único modo de
salir de la crisis económica y de preservar la paz social, discurso que alcanzó
mayor resonancia entre las clases alta y media de la burguesía cubana cuando se
convirtió en la posición oficial del Círculo de Hacendados y Agricultores y de
la Sociedad Económica de Amigos del País. Sobre la nación desangrada,
arruinada, inerme y sola, comenzó a formarse un estado favorable a ceder,
impulsado también por prestigiosas personalidades de la guerra: desde Santiago
de Cuba el general Joaquín Castillo Duany, muy vinculado al capital norteño,
aconsejó a Juan Gualberto Gómez doblegarse; para colmo de males Manuel
Sanguily, paladín del ideal independentista, hizo un infortunado giro táctico:
«La independencia con algunas restricciones es preferible al régimen militar»
(Martínez, 1929, 287: vol. II).
Cinco delegados
viajaron a Washington y el 25 de abril se reunieron con Elihu Root. Un delegado
observó que la Enmienda Platt aludía al supuesto derecho de Estados Unidos a
intervenir en Cuba y solo deseaba la aquiescencia de los futuros gobiernos
cubanos al ejercicio de ese derecho, que ellos ignoraban: «Pues bien, ¿al
interpretar así el texto no equivocamos la verdadera idea de la cláusula?»
—preguntó. Root respondió impertérrito: «Para mí, el supuesto es indiscutible.
Hace tres cuartos de siglo que proclamó mi país ese derecho a la faz de los dos
mundos; y prohíbe a otras potencias, en ultramar, no ya la intervención armada
sino la sencillamente amistosa en los negocios de Cuba» (Márquez, 1941: 222, t.
II).
En contestación a
otra interrogante acerca de por qué solicitaban el consentimiento si Estados
Unidos se creía con derecho y tenía la fuerza para hacerlo, Root precisó: para
facilitar «la realización de sus anunciados propósitos con respecto a las demás
naciones». El delegado objetó que de nada valdría ese consentimiento si Estados
Unidos no tuviera suficiente fuerza para imponer su voluntad, ya que, por
desgracia, en las cuestiones internacionales era la fuerza la ultima
ratio.
Root ahondó entonces con la más cínica sinceridad:
La fuerza es la
última razón; pero la fuerza no informa, no inspira el Derecho Internacional.
Si algunos derechos no se hicieran respetables por su propia eficacia
¿existirían Suiza, Bélgica y Holanda? El derecho es la fuerza de los débiles
porque, de otro modo, los grandes poderes, dominando con sus armas, resultarían
los más cruentos enemigos de la especie humana. El pequeño Estado que se
atrinchera detrás de un derecho universalmente reconocido, impone sus
consecuencias a los grandes imperios. Señores, los Estados Unidos, a pesar de
ser fuertes […] buscan en la plenitud del derecho la fuerza moral
incontrastable […] si por desgracia se hiciera indispensable alguna vez nuestra
intervención, los Estados Unidos no quieren que nadie la discuta (Márquez,
1941: 223-224, t. II).
Sobre las carboneras,
remató: «¡Esencialísimas […]! Los Estados Unidos indagan sin descanso en el más
allá de sus responsabilidades y desean obtener posiciones que sirvan a la
defensa estratégica de ambas repúblicas» (Márquez, 1941: 224-225, t. II).
En su breve estancia
de 72 horas en Washington, McKinley recibió tres veces a los comisionados; en
una de ellas, incluso, les ofreció un banquete en la Casa Blanca en el que
participaron varios senadores vinculados al tema, pero siempre esquivó hablar
sobre la Enmienda Platt y condicionó evaluar la concesión de tarifas
preferenciales para los productos cubanos a que se constituyera la República.
Tranquilos,
resignados, excepto el general Rafael Portuondo, quien mantenía una actitud
grave, arribaron el 6 de mayo a La Habana. Al día siguiente, presentaron el
informe a la Asamblea y, a partir de ese instante, un aciago debate mantenido a
espaldas del pueblo con el pretexto de no generar alarmar, terminó el 12 de
junio de 1901 con la aprobación —16 votos contra 11— de la Enmienda Platt y su
deshonrosa adición como apéndice a la Constitución de la República.
La Enmienda Platt
llevaba en su cuerpo el espíritu la Doctrina Monroe y sentó el precedente de la
intervención de Estados Unidos en América Latina, con el supuesto consentimiento
de las naciones intervenidas, procedimiento que puso en práctica una y otra vez
a todo lo largo del siglo XX. No hay más fiel descripción del efecto que
provocó en nuestro pueblo este apéndice y su alcance en la región, que la del
inolvidable Raúl Roa, el Canciller de la Dignidad:
Su texto contiene
un preámbulo y ocho artículos, y aún hoy, cuando ni para papel higiénico sirve
por las ronchas que levanta, su lectura incita a la mentada de madre. […]. Esta
humillante y férrea camisa de fuerza constituía, como se ha dicho, el
sustitutivo de la anexión y la garrocha del ulterior salto predatorio del
imperialismo yanqui en el Mar Caribe y en el sur del continente. Corolario de
la Doctrina Monroe, la Enmienda Platt le imprimiría fuerza internacional a este
instrumento de hegemonía norteamericana en América (Roa, 1970: 286-287).
Una sucesión de
hechos bajo control del Gobierno de Estados Unidos llevó al 20 de mayo de 1902,
cuando la entrada en vigor de la Enmienda Platt, que había sido impuesta
mediante la coacción a un país ocupado militarmente, no solo mermó sino mutiló
todos los atributos de soberanía de la República que nació aquel infortunado
día. En diciembre, durante su mensaje anual al Congreso, Theodore Roosevelt,
quien asumió la presidencia tras el asesinato de McKinley por un anarquista,
abundó al respecto:
Cuba queda a
nuestras puertas y cualquier acontecimiento que le ocasione beneficios o
perjuicios, también nos afecta a nosotros. Tanto lo ha comprendido así nuestro
pueblo, que en la Enmienda Platt hemos establecido la base, de una manera
definitiva, por la que en lo sucesivo Cuba tiene que mantener con nosotros
relaciones políticas mucho más estrechas que con ninguna otra nación […]
(Roosevelt, 1910: 621, t. 2).
Instaurada la
República, asumió su presidencia Tomás Estrada Palma. Un tratado suscrito el 24
de febrero de 1903, a fin de poner en ejecución el artículo VII del apéndice de
la Constitución —con lo cual el convenio adquirió una validez incompatible con
el Derecho Internacional—, dejó la bahía de Guantánamo al servicio de la
proyección imperial estadounidense, al arrendar a su Departamento de Marina una
extensión de tierra y agua de la estratégica rada «por el tiempo que las
necesitaren», precepto empleado para disfrazar la cesión territorial mediante
la perpetuación del arrendamiento —cuya naturaleza es temporal—, cuando la
práctica jurídica de potencias como Alemania, Gran Bretaña, Francia y el
imperio Austro-Húngaro, e incluso de Estados Unidos, fijaba un término de 99
años.
A las 12:00 horas
del 10 de diciembre de 1903, en Playa del Este, bajo el impresionante estruendo
de 21 salvas de Artillería, a manera de botín de guerra el contralmirante
Albert S. Baker recibió 591 662 caballerías de tierra de la bahía de
Guantánamo, incluidos sus 24 cayos, mientras una banda de música interpretaba The
Star-Spangled Banner y
dos infantes de Marina izaban su pabellón. Sobre el suelo anegado en sangre de
una nación que por 30 años ofreció la vida de sus hijos en prenda a la
libertad, se consumaba un anhelo que se remonta al siglo xviii, cuando Benjamin
Franklin, padre fundador y firmante de la declaración de independencia de
Estados Unidos, unió al destino del futuro coloso norteño la idea de la
ocupación de la Isla.
Ciento doce años después, Cuba
reclama su derecho a ofrecer todo el cielo de Guantánamo a la bandera de la
estrella solitaria, para “[…] que el Sol con su lumbre / la ilumine a
ella sola — ¡A ella sola!— / ¡En el llano, en el mar y en la cumbre!
(Byrne, 1901: 175).
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