viernes, 4 de noviembre de 2016

¿Qué entender por una normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos?


Tomado de Granma
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Desde que el 17 de diciembre del 2014 los presidentes de Cuba y Estados Unidos realizaron de manera simultánea los anuncios so­bre el restablecimiento de las relaciones diplomá­ticas y el inicio del proceso hacia la «normalización» de los vínculos bilaterales, han sido muy disímiles las interpretaciones y análisis so­bre cómo sería esa hipotética «normalización».
En ese sentido, lo pri­mero que resulta opor­tuno aclarar, es que Cu­ba y Estados Uni­dos jamás han tenido re­laciones normales. En el siglo XIX la Mayor de las Antillas era una colonia de Es­paña, imposibilitada por su metrópoli a tener re­laciones de normalidad con el vecino del nor­te. Por otro lado, desde fecha muy temprana que­dó establecida la esencia de la confrontación Cuba-Estados Uni­dos: hegemonía versus soberanía, raíz fundamental que ha impedido hasta hoy una relación normal.
Los documentos históricos existentes de­muestran que las pretensiones de anexar o do­minar a Cuba estuvieron presentes en los padres fundadores de la nación norteamericana, incluso des­de antes de alcanzada la independencia de las Trece Colonias. Tampoco es posible hablar de re­laciones normales entre Cuba-Estados Unidos durante la llamada República Neo­co­lonial bur­guesa de 1902 a 1959.
Cuando triunfa la Re­volución Cubana en 1959, es cierto que la administración de Dwight D. Eisen­hower reconoció —no sin cierta reticencia— al nuevo gobierno el 7 de ene­ro, pero al mis­­mo tiempo se trazó como meta evitar la consolidación de la revolución social en Cuba y con esto, que los intereses estadounidenses en la Isla fueran lastimados.
A pesar de que la aprobación formal del Pro­­grama de acción en­cubierta contra el régimen de Castro, ocurrió en marzo de 1960, la decisión del «cambio de ré­gimen» había sido tomada desde el propio año 1959. Dos altos funcionarios del Departamento de Estado de  Es­tados Unidos, el subsecretario para Asuntos Políticos, Li­vingston T.
Mer­chant y el secretario adjunto para Asuntos In­te­ramericanos Roy Ru­bbottom, reconocerían lue­go que desde junio de 1959 se «había llegado a la decisión de que no era posible lograr nuestros objetivos con Castro en el poder», poniéndose en marcha un programa que «el Depar­ta­mento de Estado había elaborado con la CIA» cuyo propósito era «ajustar todas nuestras acciones de tal manera que se acelerara el desarrollo de una oposición en Cuba que produjera un cambio en el Go­bierno cubano resultante en un nuevo Gobierno favorable a los intereses de EE.UU.».
De ahí en adelante, en los reducidos mo­mentos en que Estados Unidos se planteó acercarse a Cuba con vista a explorar la posibilidad de una normalización de las relaciones, esa normalización fue siempre entendida des­de la dominación, es decir, que Cuba debía ceder te­rreno so­berano en materia de política interna o externa para poder aspirar a normalizar los vínculos bilaterales con Estados Unidos. Así fue du­rante las administraciones de Gerald Ford (1974-1977) y James Car­ter (1977-1981). Al propio tiempo, esto no im­plicó que Wa­shing­ton renunciara al cambio de régimen en Cuba por otras vías. La normalización era parte de la estrategia para socavar la Revolución desde dentro.  
Una verdadera normalización además de comprender relaciones diplomáticas plenas en­tre ambos países, debe materializarse en la eliminación de la clásica agresividad y prepotencia que ha caracterizado la política de Estados Uni­dos hacia la Cuba revolucionaria; comenzando por el levantamiento de lo que ha sido su núcleo duro durante más de 50 años: el bloqueo económico, comercial y financiero. La normalización no implicaría en ese caso la ausencia de conflicto ideológico y de diferendo en determinadas esferas, sino la existencia de estos junto a los es­pacios de cooperación. En un escenario de normalización como este, los problemas se analizarían sobre la base del diálogo, la negociación y el respeto mutuo a la soberanía y los principios de ambos países, evitando la aplicación de me­didas de corte agresivo de cualquier tipo. Pa­ra la existencia de una normalización plena entre Cu­ba y EE.UU., tendría que desaparecer definitivamente la esencia del conflicto: he­­gemonía ver­sus soberanía. Al propio tiempo, deberá ga­ran­tizarse un fuerte núcleo de cooperación, que termine prevaleciendo sobre las áreas de conflicto.
En ese difícil y complejo camino hacia la nor­malización, Cuba ha fijado su agenda de los pun­­tos fundamentales que habría que resolver: Levantamiento del bloqueo económico, comercial y financiero; devolución del territorio ocupado ilegalmente por la Base Naval de Guan­tánamo; fin de la agresión radial y televisiva contra Cuba; cese del financiamiento a la contrarrevolución y a la subversión interna; abrogación de la Ley de Ajuste Cubano y la política de «pies secos-pies mojados»; compensación a Cuba por los daños del bloqueo y las agresiones; restitución de los fondos congelados robados.  
Un escenario de post bloqueo no bastaría pa­ra normalizar las relaciones. En mi opinión, cuando eso suceda se ha­brá dado un paso fundamental en el espinoso camino hacia un mo­delo de relación más civilizada, pero aun no podrá hablarse de normalización plena mientras permanezca ocupado ilegalmente parte del territorio cubano por una base naval estadounidense, lo cual mantiene comprometida la soberanía territorial y la seguridad nacional de la Isla. La presencia militar estadounidense en Guan­tánamo es una afrenta al orgullo nacional y una triste recordación de la Enmienda Platt.  
La nueva directiva presidencial de Obama so­bre la política hacia Cuba anunciada el 14 de octubre señala desde sus comienzos que se reconoce «la soberanía y la autodeterminación de Cuba». Pero inmediatamente se contradice y niega esa posibilidad cuando expresa: «El Go­bierno de Estados Unidos no tiene intención de modificar el tratado de arrendamiento vigente y otras deposiciones relacionadas con la Base Na­val de Guantánamo, que permite a Estados Uni­dos mejorar y preservar la seguridad regional».
Por otro lado, para una normalización efectiva de los vínculos bilaterales, la política de  Es­tados Unidos hacia Cuba no solo tendría que cambiar en los instrumentos, sino en los fines. ¿Cómo podría garantizarse esa normalización cuando aún Estados Unidos persiste en sus objetivos estratégicos de cambio de régimen en Cu­ba, los cuales se manifiestan a través del financiamiento millonario a grupos que atentan contra el orden interno y constitucional de la Isla, así como a Radio y Tv Martí? ¿Cómo hablar de normalización de las relaciones cuando gran parte de estas vetustas políticas de hostilidad contra Cuba, EE.UU. no solo las mantienen en pie, sino que como plantea la nueva directiva pre­si­den­cial, están comprendidas en la visión que tiene Washington sobra la «normalización»?
Téngase en cuenta por otro lado, que incluso dentro de ese proceso de normalización, en los espacios que más se ha avanzado o existe ma­yor cooperación y diálogo, todavía no puede ha­blar­se de normalidad. Es cierto que Cuba y EE. UU. han restablecido relaciones diplomáticas, ¿pero cómo se pue­de sostener que ya existen relaciones normales en el plano diplomático, cuando al propio tiempo el gobierno de Es­tados Unidos de for­ma abierta —y encubierta— continúa de­sa­rro­llando programas para cambiar el régimen en la Isla? O piénsese en el terreno migratorio, uno de los campos en que más se han desarrollado conversaciones y al­canzado acuerdos. ¿Po­­drá decirse que ya existe una relación normal cuando se mantiene la Ley de Ajus­te Cubano, el programa Parole que incita a médicos cubanos a desertar de sus misiones internacionalistas y la política de Pies secos, pies mojados, instrumentos que politizan el tema mi­gra­torio e impiden la existencia de una migración legal y ordenada de cubanos hacia EE.UU.? To­das estas contradicciones e in­congruencias en la política de Wa­shing­ton hacia La Habana, entre el discurso y la realidad, afectan también la normalización en otro terreno muy importante por su impacto en el resto: el de la confianza mu­tua.
Cuba ha aceptado el desafío que representa el «nuevo enfoque» de la política de EE.UU. tratando de aprovechar con inteligencia las nuevas oportunidades que se abren para una mejor re­lación entre ambos países y pueblos, así como pa­­ra la economía cubana. Aun­que mu­chos no lo ven de esa manera, la actitud de Cuba no deja de ser además de osada, una prueba de la confianza en sus fortalezas internas, pues realmente son pocos los que abren las puertas de su ca­sa al vecino —sobre todo a uno tan poderoso—, sa­biendo que este a la larga pretende incendiarla.
En su discurso en el Gran Teatro de La Ha­bana Alicia Alonso, Obama retomó una idea que había ex­presado con otras palabras en la Cum­bre de las Américas celebrada en Panamá, en abril del 2015: «Estados Unidos no tiene ni la intención ni la capacidad de imponer cambios en Cuba, los cambios dependen del pueblo cu­bano. No vamos a imponer nuestro sistema po­lítico y económico, porque conocemos que cada país, cada pueblo debe forjar su propio destino, tener su propio modelo; pero al quitar el velo de la historia debo hablar claramente sobre las cosas en las que yo creo, las cosas que nosotros como estadounidenses creemos».
Si este planteamiento fuera cierto, Cuba no tendría nada que objetar. Si se tratara solo de una cuestión de persuasión y de confrontación ideológica no habría nada que denunciar, pero esta es una de las ideas que menos se sostiene de to­do el discurso de Obama. En primer lugar, se con­tradice con otras declaraciones del presidente y sus asesores más cercanos y, en segundo lu­gar, lo cual es más importante, no se corresponde con lo que está sucediendo en la práctica. Solo tres días después de la visita de Obama a Cuba, el Departamento de Estado anunció un programa de orientación de prácticas comunitarias por $ 753 989 para «jóvenes líderes emergentes de la sociedad civil cubana». La administración Obama, según el Servicio de In­ves­ti­ga­ciones del Congreso —de enero del 2016— es la que más fondos públicos ha destinado a la subversión interna del sistema cubano en los úl­timos 20 años, unos 159, 3 millones de dólares entre el 2009 y el 2016.
Por otro lado, a pesar de todos los pronunciamientos de Obama contra el bloqueo y de los pasos que ha dado su administración en el camino hacia su desmantelamiento, aún la relación económica y comercial entre Cuba y los Estados Unidos está lejos de ser normal. Como ha declarado el ministro de Relaciones Exteriores de Cu­ba, Bruno Rodríguez, esos pasos han sido po­sitivos, pero limitados y con una clara mo­ti­va­ción política que discrimina al sector es­tatal de la economía cubana. Exceptuando el sector de las telecomunicaciones, las empresas estadounidenses siguen teniendo prohibido in­vertir en la Isla. Persisten las restricciones de ex­por­ta­ción de los principales productos y servicios cu­banos hacia el mercado estadounidense. La po­si­bi­li­dad de que Cuba utilice el dólar en las tran­sac­ciones financieras —medida que aún no se ha puesto en práctica— no incluye a las tran­sac­ciones financieras con bancos estadounidenses, ni que la Isla pueda tener cuentas de co­rres­ponsalía en los mismos.¿Acaso eso es normal?
Como ha expresado el abogado estadounidense Robert Muse: «Para que EE.UU. tenga re­laciones normales con Cuba, debe hacer dos co­sas: en primer lugar, eliminar las medidas punitivas impuestas a ese país; y en segundo lugar, extender a Cuba los beneficios de las naciones que están en paz. Un ejemplo de esto último es la concesión de igualdad de acceso a uno que otro mercado. Esto significa ir más allá de levantar la actual prohibición estadounidense de las importaciones cubanas y la prohibición sobre las exportaciones estadounidenses a Cuba». Por lo tanto, prefiero caracterizar esta etapa que estamos viviendo de las relaciones Estados Unidos-Cuba, como de transición hacia una modelo de convivencia más civilizada entre contrarios, o de modus vivendi entre adversarios ideológicos.
Algunos consideran incluso que resulta utópico pensar que EE.UU. algún día tendrá una relación normal con Cuba, pues ese tipo de relación no lo tiene ni siquiera con sus aliados, al ser el hegemón regional y la superpotencia líder del capitalismo global. Pero como Fidel le dijera a dos enviados de Carter en conversaciones secretas sostenidas en La Habana, 1978: «Tal vez sea idealista de mi parte, pero nunca he aceptado las prerrogativas universales de los Estados Unidos. Nunca acepté y nunca aceptaré la existencia de leyes diferentes y reglas diferentes».
No obstante, como el camino hacia la «normalización» en­tre Cuba y Estados Unidos no de­ja de ser también un viaje hacia lo ignoto, esa utopía resulta imprescindible para caminar.

«Estamos listos para acompañarlos, pero respetando vuestra identidad, vuestro modelo, vu­es­­tra independencia. Para nosotros esos son principios esenciales», expresó el presidente fran­cés François Hollande, cuando visitó Cuba en mayo del 2015. Por qué no soñar con escuchar algún día ese planteamiento de un presidente norteamericano. Y más importante que escucharlas, ver que esas palabras se corresponden con la realidad. Solo llegado ese mo­mento, podremos entonces sostener que he­mos alcanzado la normalización de las relaciones.

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