viernes, 8 de septiembre de 2017

La justicia: categoría superior de la cultura

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Tomado de Bohemia. Revista Cubana de Cultura General
Por Armando Hart Dávalos

Las aspiraciones socialistas se plantearon en el mundo sobre el fundamento de las reclamaciones de mejoras y transformaciones económicas. Es necesario extraer conclusiones sobre lo que significa la expresión “en última instancia”  utilizada por Engels y hallar las más diversas formas de concretarla. Desde luego, las necesidades económicas se hallan siempre presentes, pero ellas operan a través de la conducta individual y social de millones de seres humanos motivados por móviles económicos, es decir,
las de carácter espiritual, dándole a esta palabra no una significación  trascendente fuera de la naturaleza, sino como parte misma de esta, porque el hombre es un elemento esencial de la naturaleza y, por tanto, de la realidad objetiva, y la única manera de concretar este vínculo entre lo subjetivo y lo objetivo en el orden político es la denuncia a la inmoralidad y a la corrupción. Esta es la base de cualquier programa político en las coyunturas del  mundo actual.
Se comprende que un análisis científico debe ir acompañado del progreso alcanzado por las ciencias sicológicas y culturales. Fue nada menos que el propio Sigmund Feud quien señaló que la categoría primera de la cultura era la justicia, incluso lo destacó con un análisis antropológico. Léase El malestar en la cultura y se hallará, paradójicamente, una explicación que está de acuerdo con el materialismo de Marx. Se confirma la justicia como raíz antropológica de toda aspiración cultural y a la cultura como lo que une, agrupa  decide la condición humana.
Una lectura marxista de estas páginas de Freud nos permite entender los orígenes antropológicos de la lucha de clases. Todos podríamos reconocer que el reclamo de superar la explotación del hombre por el hombre es el primer y fundamental interés, consciente o inconsciente, de la inmensa mayoría de la humanidad y que está en el corazón de la mejor cultura humanista de la civilización occidental. Aquellos que de una u otra manera rechazan o soslayan tan noble propósito en un grado o en otro, están más cerca de la fiera que todos llevamos dentro —para emplear una expresión martiana.
La aspiración ética incita a la rebelión contra lo injusto, pero ella no será consecuente si no va acompañada de la idea de cambiar la realidad injusta por una justa, es decir, que haga felices e iguales a los seres humanos. Aquí nos encontramos de nuevo con el reconocimiento de que la llamada subjetividad es algo muy real y concreto, se mueve dentro de una cultura en sus infinitas formas de expresarse. Hay en la esencia de todas ellas una noble aspiración a la emancipación humana.
Engels diría: “En el modo de producción capitalista desarrollado nadie sabe dónde acaba la honradez y empieza la estafa”. Los hombres ven hoy de manera bien evidente el capitalismo salvaje del siglo XXI. Han llegado a sus extremos la corrupción, el latrocinio y el derrumbe ético de las sociedades civilizadas. Por muchas denuncias que hagamos al imperialismo, la más efectiva, concreta y profunda es que se trata de un régimen corrompido, inmoral e injusto. Empecemos denunciando esta situación derivada del egoísmo que este sistema alienta.
Las crisis económicas que se presentan como realidad incontrastable a escala internacional, y en especial en diversos países, van íntimamente relacionadas con el debilitamiento moral, el latrocinio, la inmoralidad y las más diversas formas de perversión ética. Así ha sido siempre en la historia. La monarquía francesa del siglo XVIII entró en crisis por factores económico-sociales, pero de modo concreto por la degradación de carácter moral. Hegel decía que en el siglo XVIII había tanta realidad en la monarquía francesa como en la revolución que esa sociedad llevaba dentro. Los que abordan el tema del realismo con superficialidad se olvidan de las necesidades que están en el subsuelo de la realidad y en las exigencias de millones de personas, y de que estas se expresan a través de la quiebra moral. Ellos son los verdaderamente fantasiosos y ajenos a la realidad.
Cuando se le dijo a Martí que no había atmósfera para la revolución, el Apóstol dijo que no hablaba de atmósfera, sino del subsuelo, y para asumir y captar esas formas profundas de lo real en lo social no basta  con el razonamiento intelectual, aunque esto es imprescindible, sino que debe ir acompañado de la fantasía del sueño, del amor, o digámoslo en una palabra de la poesía. Esto tiene valor científico, la fantasía y el amor dan aliento a la búsqueda de un mundo nuevo. Ahí es donde se pierden los que se atienen a identificar la realidad con lo que se halla en la superficie.
La inmensa cultura occidental racionalista y científica de los reformistas cubanos del siglo XIX no logró realizar el sueño de una patria como la que concibieron el pensar y el actuar de Céspedes, Agramonte, Maceo y Martí, es decir, la que hoy tenemos. Los independentistas, acusados de irreales, tuvieron más alto realismo histórico que los reformistas que se presentaban con fórmulas formalmente “realistas”. ¿Cuál es la lección intelectual que nos dejaron los reformistas y autonomistas más ilustres? El razonamiento intelectual y científico en Cuba, aunque es indispensable, no basta. Para la cubanía completa y cabal es necesario también querer y soñar con la igualdad social del hombre entendida en su alcance más universal. Ello no se logra exclusivamente con el apoyo de la ciencia, aunque esta es imprescindible. Resultan necesarias también la conciencia, la voluntad y, por tanto, el cultivo de los sentimientos y emociones que tienden a la solidaridad humana. Esto último, aunque resulta infinitamente más difícil de mostrar su realidad, posee fundamentos científicos e influencia en la historia. He ahí el papel de la educación y la cultura.
Con una visión ecuménica y de búsqueda del equilibrio en la vida social  José Martí encontró, a partir de la tradición que nos viene de Varela, el camino de un realismo consecuente para la sociedad cubana del siglo XIX. Una conclusión fundamental está en que para alcanzar un nuevo aporte en la historia se requiere exaltar los valores y factores de la superestructura.
Hay dos corrientes fundamentales del pensar occidental. Tal como las vamos a caracterizar, se relacionan con las que en el lenguaje de la filosofía de Marx y Engels se conoce como oposición entre idealismo y materialismo. Pero busquemos una fórmula más comprensible para entender el problema en este tiempo que muchos llaman postmoderno. Esas corrientes son:
  1. La evolución del pensar científico que concluyó en su más alta escala con el pensamiento científico racional y dialéctico. A este respecto, después de Marx y Engels no se ha alcanzado nada más elevado en filosofía, a no ser por aquellos que partieron de sus fundamentos y los enriquecieron.
  2. La tradición del pensamiento utópico que tiene raíces asentadas en las ingenuas ideas religiosas de las primeras etapas de la historia humana y que en la civilización occidental se nutrió inicialmente, y en su ulterior evolución, de lo que conocemos por cristianismo.
Ambas tendencias, necesarias para el desarrollo y estabilidad  han venido siendo desvirtuadas y tergiversadas a lo largo de la historia por la acción de los hombres. Unas veces cayendo en el materialismo vulgar y otras en el intento de situarse fuera de la naturaleza ignorando sus potencialidades creativas. Martí hablaba de la necesidad de relacionar la capacidad intelectual del hombre y sus facultades emocionales. Entre ellas está incluida una de las esencias de las aspiraciones del Apóstol. Por esto hablamos, de un lado, del pensamiento filosófico sobre el respeto a lo mejor y más depurado de las ideas científicas, y del otro, lo que se ha llamado pensamiento utópico. Es decir, las esperanzas y posibilidades de realización hacia el mañana.
Una filosofía que se corresponda con los intereses de los pueblos será aquella que articule uno y otro plano partiendo de la idea leninista de que la práctica es la prueba definitiva de la verdad y del principio martiano de procurar la fórmula del amor triunfante.
Es tal la fragmentación y la dispersión que la larga evolución de la civilización occidental ha creado sobre la expresión cultural que para descubrir su verdadera naturaleza es necesario estudiarla en su génesis más antigua.
La singularidad humana en la historia natural está en que el hombre tomó conciencia de su propia existencia, de su pertenencia a la naturaleza, y se planteó como exigencia descubrir y descifrar el misterio de lo desconocido. Es un ser bio-sico-social. El trabajo, que es en esencia un hecho cultural, está como peldaño inicial en la historia de las civilizaciones. Los hombres son los únicos seres vivientes que tienen ese reto, de ahí nace la cultura hasta convertirse en segunda naturaleza, ella es, a la vez, claustro materno y creación de la humanidad.
No hay hombre, en el sentido pleno y universal del término, sin cultura y esta no existe sin aquél. Su afán de descubrir lo que no conoce lo lleva al extremo de intentar encontrar el sentido de su propia existencia. No existe objetivamente respuesta racional a este noble interés humano; sin embargo, en parte lo puede hallar aquí en la Tierra cuando asume que todos los hombres, sin excepción, tienen derecho a una vida plena de felicidad tanto material como espiritual y, por tanto, a facilitar se supere la enajenación social a que ha estado sometido. Ahí nacen la ética y la necesidad de ejercer la facultad de asociarse que el pensamiento martiano situaba como el secreto de lo humano.
El proceso de surgimiento de la cultura está presente en la génesis antropológica de homo sapiens hasta convertirse en el individuo hombre. Desde que los hombres comprendieron que podían extraerle a la naturaleza el sustento para vivir y tenían la posibilidad de reproducir los objetos creados por ella, apreciaron también que podían expropiar el trabajo de otros hombres y se dio inicio a la división entre explotados y explotadores. Se impuso como demanda y necesidad lograr una relación social que garantizara el trabajo en común y la distribución equitativa del producto del trabajo. Nació así la idea de la justicia. El trabajo y la justicia son los primeros acontecimientos de carácter cultural; surgen de esta manera las primeras ideas éticas y jurídicas necesarias para garantizar la justicia y la convivencia humana.
En Martí, la mejor tradición cubana se asume desde una visión en la cual se sintetizan arte, ciencia, ética y cultura, recogida en aquella frase memorable del Apóstol: Verso: o nos condenan juntos o nos salvamos los dos. Vale la pena hacer un estudio sobre las relaciones entre el pensamiento estético y el ético en el Héroe Nacional Cubano.
Martí lo expresa bellamente en su poema “Yugo y Estrella”, con tal fuerza de universalidad que deja el alma en suspenso, y asumimos lo que objetivamente somos: piezas de una larga evolución de la historia natural y social. Se llega en medio de nuestra insignificancia individual a sentir como deber sagrado el de continuar luchando por un paso de avance en la historia social del hombre. Lo experimentamos también en el “Canto Cósmico” de Ernesto Cardenal. La esencia de este pensar y sentir martiano se concreta y se ensambla con su prodigiosa percepción del arte. Aquí ética, filosofía, arte, política y ciencia se funden como una joya de nuestra historia cultural, muestran otros sellos clave de la identidad latinoamericana en la cual se sintetiza y renueva el pensamiento europeo.
Sobre estos fundamentos nos planteamos el tema de la cultura general integral. Ella constituye una necesidad política a corto, mediano y largo plazo, tanto en lo nacional como en lo internacional.
Fidel, al situar la cultura como la máxima prioridad política, se colocó en la vanguardia ideológica universal para enfrentar los graves desafíos que tienen ante sí América y el mundo.
La Revolución Cubana se ubicó en los años 60 en la avanzada del movimiento revolucionario internacional proclamando desde sus raíces latinoamericanas la necesidad del socialismo, insistiendo en la importancia clave de los factores morales en la historia y promoviendo, desde la izquierda, cambios que resultaban inevitables, para superar el equilibrio bipolar, facilitar caminos a la diversidad y la justicia universal. Hoy, en el siglo XXI nuestra patria de nuevo se sitúa en un lugar avanzado y esclarecido del movimiento filosófico –subrayo la palabra– de la contemporaneidad; lo hace colocando la cultura como genuina creación humana.
Es necesario examinar las consecuencias prácticas a este hecho fundamental. En la esencia de la identidad cubana están los fundamentos filosóficos, políticos y sociales sin los cuales no es posible alcanzar un alto nivel de calidad y de masividad. Si encontramos las esencias filosóficas que sirvieron de orientación a nuestra historia política podremos asumir a plenitud el inmenso saber acumulado por el país, e incluso sería decisivo para entender la sicología individual y social del cubano. Por ahí debe comenzar el debate teórico y derivar del mismo sus consecuencias prácticas.
En la cultura cubana calidad y masividad forman una unidad dialéctica de manera que si no se desarrolla una tampoco lo hace la otra. Si se extiende masivamente la cultura sin fundamentos cualitativos solo se logrará populismo y superficialidad. Si se promueve la calidad sin tener en cuenta la masividad se creará una supuesta élite, no se insertará la cultura en los temas claves del desarrollo, y acaba empobreciéndose. Para una ofensiva moral y específicamente política que desarrolle los dos aspectos hace falta, pues, nuestra historia espiritual, y debe hacerse tomando en cuenta las raíces del movimiento intelectual de Occidente y su larga evolución.
Las debilidades del sistema imperialista norteamericano se hallan, en buena medida, en la ignorancia, desinformación y el tratamiento anticultural de esas claves. La pregunta es la siguiente: ¿es posible dominar el mundo que llaman unipolar sin una sólida cultura de base filosófica? Es el desafío que tienen ante sí los hombres que vivirán bien entrado el siglo XXI y aquellos que trabajamos para una vida superior que a muchos de nosotros individualmente no nos será posible disfrutar, pero será el siglo de nuestros hijos y nietos. Para este empeño debemos tener muy presente lo expresado por José Carlos Mariátegui cuando señaló que toda gran revolución necesita de grandes mitos multitudinarios.
Nadie niega a las ciencias naturales y tecnológicas el derecho a emplear símbolos para representar realidades en espacios y tiempos que han sido válidos para alcanzar los grandes descubrimientos científicos del mundo actual. Sin embargo, un materialismo tosco y superficial no fue capaz de exaltar filosóficamente el valor de los símbolos que las ciencias sociales, humanísticas y filosóficas necesitaban para mostrar los planos de las realidades históricas, y uno de esos símbolos claves de las ciencias humanistas son los mitos.
A modo de ejemplo, estudiemos al Che Guevara, que es un mito del siglo XX, él representa lo que quedó olvidado o al margen por las ideas socialistas de la centuria pasada, es decir la necesidad de la ética, el valor de la utopía. El Che simboliza el sello que necesita el siglo XXI de relacionar la ciencia con la utopía; representa, a la vez, el dolor y la miseria de millones de seres humanos. Estos grandes mitos se encarnan en hombres, y esos grandes hombres, como figuras excepcionales, nos sirven para medir y caracterizar una época.

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