Por Iosu Perales
La guerra se ha vuelto infinita. Su lógica no consiste tanto en hacerla para que un bando gane, sino para mantener regiones del mundo en situación de guerra, porque sospecho que ya no es un medio, sino el fin, tal y como señala Sandy E. Ramírez. Esta aseveración se inspira en una reflexión del escritor uruguayo Eduardo Galeano que en 2009 escribió: “Las armas exigen guerras”. A ello añade el escritor que “las guerras exigen más armas”, lo que supone el cierre de un círculo infernal. Creo que el 11 de septiembre de 2001 fue el punto de inflexión de un modo de hacer la guerra y también el momento en que se pasa a concebir la guerra como una necesidad permanente, a tal punto que, nuevamente en palabras de Galeano “es un absurdo que los cinco países más poderosos que deben velar por la paz sean los mayores productores y exportadores de armas”. Los cinco países son Estados Unidos, China, Rusia, Francia y Reino Unido.
Hace ya unos cuantos años escribí sobre el neoliberalismo de guerra que no es sino la consecuencia de la subordinación de la política y de su actor principal, el Estado, a ese campo de batalla que es la economía desregulada y global, que defiende su derecho a poner en peligro la vida de poblaciones en nombre de la libertad de hacer negocios. Esa subordinación hace del Estado el brazo ejecutor de una doctrina y de una estrategia que no conoce fronteras ni geográficas ni morales, en su propósito de hacer un mundo a la medida de un capitalismo salvaje. Esto quiere decir que en el escenario neoliberal el Estado no es que desaparezca sino que toma otras funciones que le asignan los mercados mundiales vinculados a nuevas estrategias y tecnologías. Ese nuevo rol significa la sustitución del contrato social (Estado-sociedad) por otro supeditado a las poderosas fuerzas financieras y económicas en el que los recursos militares tienen gran relevancia. El Estado liberal guardián del orden público se torna en Estado para la conquista.
Esta simbiosis entre neoliberalismo de guerra y Estado ejecutor encuentra en el caso de Estado Unidos el grado más avanzado de la arquitectura económico-militar. El poderío bélico, económico y diplomático, unido a una ética protestante providencial, hace de la mayor potencia mundial el líder de este modelo. Hasta tal punto que su propia “Estrategia de seguridad nacional” incorpora la seguridad económica propia, en primer lugar el control de fuentes de energía diversificadas, como un asunto de especial importancia. A nadie se le oculta que dos tercios de las reservas mundiales de petróleo comprobadas se encuentran en Oriente Medio. De ello se deduce que la seguridad energética de Estados Unidos no puede estar mediatizada por perturbaciones incontroladas sino que requiere de una intervención agresiva que las impida.
Pero como afirmo al comienzo de este artículo, ya las guerras no son únicamente el medio para la apropiación y control de materias primas, u otros fines de orden geoestratégico. Son además el escenario en el que la gran industria del armamento despliega toda su inventiva criminal para multiplicar enormes beneficios. Ocurre, sin embargo, que para presentar al propio pueblo norteamericano lo que en realidad es un servicio a las grandes corporaciones, incluida la industria armamentística, el gobierno de Estados Unidos presenta sus incursiones por el mundo como la puesta en práctica de una misión por la libertad y la democracia que es poco menos que un encargo divino que conecta con la tradición mesiánica protestante actualmente gestionada por la Nueva Derecha neoconservadora, en una nueva versión del Destino Manifiesto.
Pero hay algo más. Las guerras no son sólo negocio y un medio al servicio de fines tangibles. Son también un instrumento poderoso para mantener a las sociedades sujetas, atemorizadas y dóciles. Las guerras generan enemigos, odios, perturbación, miedo. Así ocurre que junto con el legítimo despliegue de la seguridad para combatir el terrorismo se difunde el miedo como cobertura para poner en marcha recortes de libertades, leyes mordaza y la ocupación policial de las calles.
Pero no hace falta ir hasta el principal impulsor de guerras en el mundo. Aquí, entre nosotros, una industria del armamento exporta todo cuanto puede, y puede mucho. Por ejemplo a Arabia Saudí, cuya monarquía petrolera ha decidido ejercer de matón regional. Es difícil sostener, a menos que se sea un cínico, que democracia y fabricación de armas ofensivas para matar pueden ir de la mano. Por eso la campaña de Greenpeace, Amnistía Internacional, OXFAM, FundiPau y otras ONGs, contra el tráfico de armas y en particular denunciando el envío desde Bilbao al Golfo Pérsico de más de 300 contenedores con explosivos con el riesgo de que sean utilizados en Yemen, es una campaña moral y política de extraordinaria importancia. Ya antes, un bombero ejemplar se negó a embarcar contenedores cargados de 4.000 toneladas de bombas con destino a Arabia Saudí. "No podía participar en eso" confesó. No, no le han concedido ningún reconocimiento institucional, la moral no se premia. Pero mucha gente consciente lo admiramos.
Ciertamente el comercio de armas es tan vergonzoso que las propias autoridades y empresarios ocultan las cifras y el tipo de armamento que se exportan. Pero, ¿es cierto que el estado español vende muchas armas? La respuesta es clara: es el séptimo vendedor mundial, según informe del diario El País de marzo de 2015. El año pasado, 2016, lo hizo por un monto de 4.300 millones de euros (en España, el Ministerio de Defensa tiene referenciadas en torno a 560 empresas proveedoras de armas o servicios relacionados, de las que cuatro producen el 75% de toda la fabricación y las ventas). Para más indecencia hay que recordar que el ex ministro de Defensa, Pedro Morenés, fue desde el 26 de agosto de 2005 y hasta el 30 de marzo de 2009 consejero de la entidad Instalaza S.A. la principal fabricante española de bombas de racimo hasta 2008. Al gobierno español no le importa que en 2013, la Asamblea General de la ONU, adoptara un tratado histórico para regular el comercio internacional de armas, en el que se establece la prohibición de vender armamento cuando se tienen indicios de que puede ser usado para cometer genocidio y crímenes contra la humanidad.
Del gobierno español no espero nada, para que ocultarlo. Pero del gobierno vasco si espero una reacción que ponga coto a la venta de armas a países cuyos gobernantes desprecian el derecho a la vida y violan los derechos humanos. De lo contrario ¿cuál es el valor que tienen palabras y promesas de una sociedad mejor? La campaña Armas Bajo Control que impulsan las ONGs aspira justamente a que nuestra institución máxima controle a quién se exporta armas y se asegure un seguimiento posterior en cuanto a su uso. No vale el secretismo que acompaña a esta actividad. Se debe abrir un examen de las prácticas de fabricación y exportación, de manera que se ajusten al derecho internacional y al objetivo general de la paz y los derechos humanos, revocando contratos si es necesario y no abriendo nuevos que estén bajo sospecha.
El negocio de las armas mueve más dinero que el tráfico de drogas y de personas. Según un último informe de Amnistía Internacional cada día millones de hombres, mujeres, niñas y niños viven bajo la amenaza de la violencia armada. 650 millones de armas circulan por el mundo y cada año se fabrican ocho millones más y 16.000 millones de balas. El volumen medio anual del comercio de armas, en los últimos 10 años, se evalúa en 100.000 millones de dólares según Amnistía Internacional. Alrededor del 60% de las violaciones de derechos humanos sobre las que trabaja Amnistía Internacional se cometen con armas.
El mundo es un matadero y no podemos contribuir a ello. Claro que a lo mejor soy un populista, y es el realismo (sino vendemos armas otros lo harán) el que impone la marcha suicida del planeta Tierra.
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