martes, 12 de septiembre de 2017

Terrorismo: entre el odio y la injusticia


Tomado de Granma
Por 


Escribía José Martí en el diario bonaerense La Nación, el 1ro. de enero de 1888, sobre el ahorcamiento de los anarquistas acusados de atentar con bombas contra la policía durante las manifestaciones obreras de Chicago: «Ni el miedo a las justicias ni la simpatía ciega por los que las intentan, debe guiar a los pueblos en sus crisis (…) Solo sirve dignamente a la libertad el que, a riesgo de ser tomado por enemigo, la preserva sin temblar de los que la comprometen con sus errores».
Los cuatro anarcosindicalistas fueron ejecutados sin que se supiera la identidad del verdadero perpetrador. Sobre ellos pesaba, sin embargo, su protagonismo en la lucha contra el poder imperante.
Esto sucedió en mayo de 1887 y los textos de Martí denuncian, con igual vehemencia, tanto el crimen por la mentira como las estrategias extremas de los calumniados. En su desvelo por construir una nueva nación desde el equilibrio y la justeza, abogaba por el gobierno de la cordura y el destierro de esa violencia desmedida que puede provocar heridas y llagas difíciles de curar, como aquel incipiente atentado en Chicago. A pesar de la distancia de 131 años y la diferencia de circunstancias, la sabiduría de nuestro Héroe Nacional permite pensar hacia delante y detenernos a reflexionar entre la vorágine para corregir el camino.
Hace unas horas, en la misa que oficiaba en la ciudad colombiana de Medellín, el Papa Francisco destacaba el peso de la iniquidad en los brotes de violencia. Con sus palabras, afirmaba que si se atienden los acuciantes problemas de la pobreza y el hambre, si se detiene el abuso de poder y la represión, así como el logro de un reparto justo de los recursos, se alcanzará un equilibrio social que eliminará la «necesidad» de la violencia, que nace de la desesperación y la impotencia.
El Santo Padre también puso sobre la mesa realidades que pudieran aplicarse al análisis de los cimientos del terrorismo, un fenómeno que se pudiera catalogar como uno de los mayores flagelos que impacta la sociedad contemporánea.
Este 11 de septiembre, que como diría Silvio Rodríguez, «aúlla todavía su doble saldo escalofriante» puede ser el momento adecuado para detenernos a reflexionar sobre el porvenir de la civilización si no se logra detener al terrorismo.
No solo porque «todo sucede un mismo día producto de un odio semejante», el 11 de septiembre muestra las variadas formas en que se puede manifestar el terrorismo. A saber, ¿canaliza el rencor o es una alternativa del débil?, ¿es espada o escudo?, ¿existe un terrorismo bueno y un terrorismo malo? ¿no será un asunto de mera perspectiva de los que se encuentran dentro o fuera de su vórtice?
Algunos intentan asociar al Islam con el terrorismo y la muerte y esa es precisamente la idea contracultural que precisan los imperialistas, obviando su mensaje de paz y coexistencia similar al de otras religiones.
Solo un detalle al vuelo. Gracias a los musulmanes «atrasados» y «demoníacos» llegaron a Occidente muchos conocimientos de la Antigüedad que se habían consumido bajo los escombros de la biblioteca de Alejandría o las indetenibles piras de la Inquisición.
Decía el prócer mexicano Benito Juárez que el derecho ajeno es la paz y trabajar en pro de ayudar al que no puede luchar por sus derechos no implica que armemos a extremistas persiguiendo segundas intensiones. Si se respetara el derecho de las naciones a decidir sus destinos y no se construyeran guerras en las que pierden la vida millones de inocentes, posiblemente las víctimas no se llenen de tanto odio o acudan a cualquier método para minimizar sus desventajas.
 Esos que ahora se hacen estallar en lugares públicos, atropellan, apuñalan y son perseguidos como terroristas, un día fueron «combatientes por la libertad» a los que Estados Unidos capacitó en el uso de artefactos explosivos y guerra irregular.
Si no, vean el filme basado en hechos reales La guerra de Charlie Wilson (2007), en la que un congresista norteamericano, una magnate anticomunista y un agente de la CIA deciden proveer a los muyahidines afganos de explosivos, armas automáticas y cohetes antiaéreos contra los soviéticos, apoyándolos en su guerra, porque tenían el derecho de fe y de gobierno.
Por razones que no son tan veladas, esos terroristas aparecen cuando más se les necesita y preparan los escenarios para las «oportunas» guerras de la economía política del capitalismo. Al-Qaeda, el DAESH, Boko Haram solo son alias de una misma hidra, alimentada por esos que dicen defenderse de ella. Existe otro terrorismo, el de Estado, el que han practicado varios gobiernos de todo el orbe, apoyados por potencias que ahora son objetivos, para acallar el movimiento progresista de izquierda con dictaduras militares, escuadrones de la muerte y magnicidios. Un capítulo que tiene al chileno Salvador Allende, a los desaparecidos latinoamericanos en la Operación Cóndor, a Monseñor Oscar Arnulfo Romero y a muchos otros como sus víctimas. Terroristas son también los que asesinaron a la ecologista y activista por los derechos indígenas Berta Cáceres, los que encarcelaron a Milagro Sala, los que desaparecieron a Santiago Maldonado, los que han entristecido a Cuba por varias décadas y hoy se ensañan contra Venezuela; no solo los que actuaron en Niza, Oslo, Londres, Barcelona.
El terrorismo, en cualquiera de sus facetas, no es excusable. La justicia social es la meta y no construir muros ni expulsar inmigrantes. Si se eliminan los abusos, podrá lograrse una conciencia de paz. Pero lo dijo Martí en mejores palabras hace más de 100 años: «Ni merecen perdón los que, incapaces de domar el odio y la antipatía que el crimen inspira, juzguen los delitos sociales sin conocer y pesar las causas históricas de que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los producen». 

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