Por Ángel Guerra Cabrera.
Quienes vaticinan
el fin del llamado ciclo progresista en América Latina y el Caribe (ALC)
pierden de vista que el caldo en que se cuece la política es,
irremediablemente, la lucha de clases. Con sus flujos y reflujos, marchas y
contramarchas.
Mientras más se
mundializa el capitalismo, mayor importancia adquiere la lucha de clases a
escala internacional. Ello, debido a la irreversible crisis sistémica del
capitalismo y a la creciente crisis de hegemonía de Estados Unidos. Una impulsa
al capital a extraer crecientes tasas de ganancia sin importar los medios
extremadamente crueles, inhumanos y ecocidas para lograrlo (el desbocado
calentamiento global es un ecocidio). La otra, impulsa al imperialismo
estadunidense a emplear a fondo sus inmensos recursos para liquidar todo
ejemplo de rebeldía contra su odiosa tiranía mundial, sobre todo en ALC.
Independientemente
de las naturales diferencias entre países y procesos políticos, tanto la
derrota del kirchnerismo como la del chavismo en las elecciones del 22 de
noviembre y del 6 de diciembre pasados, se inscriben en el contexto de una
feroz lucha de clases nacional e internacional. Ella se expresa en la disputa
entre los pueblos del mundo y el capital, sea oligárquico o imperialista, por
el poder político (lo que incluye la conciencia y también el inconsciente
colectivos), la independencia nacional, los recursos naturales y el control
geopolítico.
Se trata, como lo
demuestra palmariamente el bloqueo de Estados Unidos a Cuba, que aún perdura,
de un enfrentamiento en que resalta la asimetría entre los contendientes. Lo
mismo ocurre con cuanto país latino-caribeño intenta librarse de la dominación
imperialista, aunque sea tibiamente. Un buen ejemplo es el golpe de Estado de
la CIA contra el gobierno del presidente de Guatemala, Jacobo Arbenz (1954).
Pero de entonces
a acá el imperialismo ha modificado sustancialmente la ingeniería del golpe de
Estado. Llámese golpe blando, revolución de colores, guerra de cuarta
generación, lo cierto es que Washington ha perfeccionado hasta la sofisticación
su objetivo de cambio de régimen contra todo gobierno que no se le subordine.
Paradójicamente, como muestran Argentina y Venezuela, las elecciones,
realizadas bajo la descomunal hegemonía mediática, financiera y militar imperialista,
se convierten en una de las armas fundamentales del golpe blando.
Claro que cometen
errores los revolucionarios y las fuerzas que pugnan por poner fin al
neoliberalismo y encaminar políticas de rescate de la independencia nacional y
de impulso a la justicia social. Heredan un Estado y una sociedad preñada de
lacras como el conservadurismo, la ignorancia, la corrupción y el clientelismo,
que a veces los envuelven.
Los proyectos de
poder alternativo iniciados con la Comuna de París (1871) están en gran
desventaja histórica con la milenaria experiencia de poder de las clases
dominantes.
Pero en todo
caso, los errores e insuficiencias del chavismo y el kirchnerismo son mucho
menos importantes que sus aciertos y logros. De modo que en su derrota
electoral pesó mucho la guerra económica y financiera, comunicacional y
diplomática desencadenada por Estados Unidos y la derecha contra el cambio de
época en nuestra América.
No obstante, el
ascenso derechista puede ser efímero y precario a juzgar por el carácter dictatorial
y antipopular de los decretos de Macri y su conducta servil a Wall Street en
menos de un mes de mandato. Mientras, sus pares de la contrarrevolución
venezolana desde el 6 de diciembre y en la instalación de la nueva Asamblea
Nacional han enseñado su desesperado afán de consumar un inconstitucional golpe
parlamentario contra el presidente Maduro y de acabar cuanto antes con las
conquistas de la revolución bolivariana.
El chavismo es un
sujeto político revolucionario, que si se mantiene unido, aprende de sus
errores, atrae a sus simpatizantes disgustados y moviliza a las masas puede
neutralizar a los millonarios, cómplices del golpismo pasado y presente y de la
implantación del neoliberalismo a sangre y fuego que pululan en la bancada
parlamentaria de la contrarrevolución.
El kirchnerismo
no se ha sacudido de una derrota que no esperaba ni del lastre del peronismo de
derecha, pero tiene enormes reservas de juventud organizada y combativa y
fuerza parlamentaria. Lo emplazan al combate una clase obrera y un pueblo que,
antes de lo que muchos esperan, entrarán en estado de rebelión contra el
regreso del neoliberalismo.
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