Fuente original: TeleSur
Por Ricardo Arturo Salgado Bonilla
Es muy común escuchar a algunos dirigentes políticos, o incluso a académicos, que justifican sus traspiés con frases como “cada pueblo tiene el gobernante que se merece”, o “los pueblos son malagradecidos”. Este no es un tema nuevo, pero su discusión sigue siendo de vital importancia para la consolidación de procesos revolucionarios en cualquier etapa en que se encuentren.
Digamos que Marx y su obra provocan posiciones diversas de debate: los que lo veneran y tratan como un ser divino de pensamiento final; los que lo adversan y pertenecen a las elites, que dedican tiempo y recursos a su estudio, y aquellos que se ubican a la derecha y son anti comunistas por definición, que se plantan en cualquier debate, con los argumentos más descabellados, incluso la descalificación personal. Menos suerte tiene la obra de Gramsci y sus categorías que son ampliamente estudiadas en centros de pensamiento del poder de las élites gobernantes en el mundo, pero poco entendidas por quienes aspiramos a un mundo mejor. Sin embargo, de su estudio y entendimiento depende mucho nuestra capacidad de trazar una ruta revolucionaria.
El tema de la ideología es más bien utilizado y aprovechado por la derecha para manipular las sociedades, y para satanizar los planteamientos de la izquierda. Esto nos hace pensar que es necesario plantear un debate alrededor de la capacidad real y la necesidad que tenemos de entender en que estamos. Esto se hace crucial cuando caemos en cuenta de la relación indisoluble que existe entre esta y la hegemonía, y de ambas con el poder.
Para comenzar, digamos que vivimos en sociedades capitalistas, con mayor o menor grado de desarrollo, y con un lugar en el mapa de la actividad económica. Todas nuestras sociedades viven bajo las ideas que permiten el funcionamiento del sistema, cuya misión fundamental es reproducir el capital; todas esas ideas tienden entonces a dar soporte a la forma en que se genera el proceso de reproducción. Por ejemplo, la usura, condenada en otros tiempos, es hoy una actividad normal, y moralmente inserta en nuestra visión del mundo. Es gracias a todas esas ideas que se reproduce el sistema, por lo tanto, son ellas mismas la que le permiten ser un sistema hegemónico.
La cultura, las modas, la música, la literatura, y todas las fuentes de ideas dirigidas a las masas están cargadas de conceptos que soportan la existencia del sistema y todas sus aberraciones. Incluso la idea de libertad, de derechos, de justicia, están condicionadas de tal forma que a nadie conmueve, para el caso, que un juez falle en favor de un banco y despoje una familia de su vivienda y la deje en la calle. De hecho, es más común que la gente piense con naturalidad “cuando me tocara a mí”. Pero en ninguna parte de esa ideología dominante aparecen argumentos que muestren el carácter inhumano y auto destructivo del sistema.
Este sistema es tal, que nos plantean el predominio del “libre mercado” como la panacea, como si este fuera un señor que sabe cómo podremos vivir mejor todos. Bajo la égida de este sistema hegemónico, se justifica su dominio sobre la riqueza, y los medios que utilice para mantenerlos, reproducirlos y perpetuarlos. En este proceso, la ideología genera la legitimación del monopolio del uso de la fuerza por la clase dominante, y en este punto nos encontramos en presencia de eso que tanto mencionamos: el poder.
Puesto de otra manera, cuando alcanzamos el gobierno, nos encontramos en un entorno hostil que funciona bajo la ideología y la hegemonía de la clase dominante. Las leyes, el Estado, las instituciones, todo funciona con el propósito de mantener esa estructura de dominación. De ese modo, cuando llegamos al gobierno, comenzamos una guerra sin cuartel que se libra en un ámbito menos evidente: cotidianidad, la vida, las ideas de las personas. Entonces nos encontramos aun distantes del poder, y esto queda evidenciado por nuestra tendencia a condescender con los paradigmas válidos para el sistema.
En este sentido, hemos podido enfrentar varios desafíos bastante difíciles, en los cuales la mayoría de las veces optamos por coexistir con la hegemonía del enemigo. De hecho, mientras aquel nos define sin problemas y manifiesta sin reservas su propósito de destruirnos, nosotros tratamos de parecer mansas ovejas, hasta el punto de convertirnos en tales.
Los procesos progresistas en América Latina han traído bienestar a los pueblos de la región que no era imaginable hace apenas dos décadas, y, sin embargo, ese cambio material no ha sido acompañado de un proceso contra hegemónico, que promueva cambios de paradigmas, y que reemplace el consumismo predominante entre nosotros. No es raro que los ataques del enemigo vayan dirigidos a afectar justamente el consumo, la creación de necesidades y la proliferación de angustias relacionadas con el proceso de adquirir.
En algunos países que aún estamos en proceso de lucha por el gobierno, nos enfrentamos a menudo con la dificultad de que es lo que planteamos como alternativa al capitalismo. Siempre resulta más fácil decir que “es mejor agarrar lo bueno de cada sistema”, como si el asunto fuera una disputa entre el bien y el mal, o de conciliar a dios con el diablo. Nuestros economistas tienen grandes dificultades para imaginarse un mundo no capitalista, lo que se agrava cuando la derecha trae de regreso el tema del “fracaso” del socialismo real en Europa.
Aquí vienen cosas muy prácticas que debemos asimilar y debatir. Por ejemplo, cada vez que un hondureño común discute sobre los problemas domésticos, alguien, casi mágicamente, aparece mencionándole el fracaso del socialismo del siglo XXI y las penurias que pasan los venezolanos. Pocos hondureños saben que ninguno en este país ha tenido nunca acceso a todas las ventajas que ha traído la revolución bolivariana al pueblo venezolano. Todo este proceso se da en el imaginario, en el debate de las ideas.
Si nos preguntamos “fracasaron la revolución bolivariana y el socialismo del siglo XXI”, por ejemplo, la respuesta tendría que ser dividida. Simplemente los parámetros para valorar el éxito o fracaso dependen de los intereses de clase de cada quien. Seguramente la derecha venezolana pregona un supuesto fracaso, porque no termina de aceptar que el patrimonio de toda la nación sea distribuido de una forma más justa. Para la mayoría de los venezolanos, la revolución es profundamente exitosa, pero, aun así, muchos votan en favor de los intereses que apuntan a quitarles todo ¿Por qué?
Muchas personas de izquierda se aferran cuasi con religiosidad a la parte económica; argumentan que mientras la revolución coexista con la burguesía criminal, permita la propiedad privada y la libertad de empresa. Pero ¿será que, emprendiendo esa ruta, se cambiará la ideología predominante? Justamente las bases para una contrarrevolución son aquellas raíces que quedan en la mente de las sociedades, que se aferran a lo que han conocido siempre.
Indudablemente, sería irresponsable buscar fórmulas para recetar a los pueblos, pero la tarea de cambiar la ideología dominante es fundamental para completar un proceso revolucionario, que debe terminar, además, siendo hegemónico y controlando el poder. Además, es imperativo comprender que el proceso es dialéctico, esto significa, entre otras cosas, que el enemigo está siempre presente y activo; siempre conspirando para terminar lo que nosotros hacemos.
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