miércoles, 17 de agosto de 2016

EE.UU. oculta información sobre sus presos políticos

Los Estados Unidos siguen ocultando que mantienen presos políticos, porque no queda bien para la imagen de una nación que se autodefine como líder del mundi libre y democrático. - Créditos: Reproducción
Tomado de Opera Mundi
Por Breno Altman

El diplomático Andrew Jackson Young fue una figura destacada cuando Jimmy Carter gobernaba los Estados Unidos, entre 1977 y 1980. Nacido en Nueva Orleans, negro y demócrata, estaba por cumplir 45 años cuando asumió el puesto de embajador de las Naciones Unidas.

Este era su cargo cuando, en julio de 1978, dio una famosa entrevista al diario francés Le Matin. El tema fue la represión contra los disidentes en la Unión Soviética. Él no vaciló, sin embargo, en tocar en las heridas nacionales.

“Todavía tenemos cientos de personas en nuestras cárceles que podrían ser clasificadas como presos políticos”, dijo Young, respecto de activistas que habían sido encarcelados en los años 60 y 70.

Se vino el mundo encima.

Young sufrió un proceso de impugnación en la Cámara de Representantes, salvando su mandato por 293-82 votos. El propio presidente Carter se refirió a sus palabras como una “infeliz declaración”. El hecho es que el diplomático sincero, jamás volvería a desempeñar cualquier papel significativo en la política de su país.

Tras casi cuatro décadas de la rotunda confesión, poco ha cambiado, a pesar del fin de la Guerra Fría.

Los Estados Unidos siguen ocultando que mantienen presos políticos, porque no queda bien para la imagen de una nación que se autodefine como líder del mundi libre y democrático. Que, de hecho, explica la acción de sus tanques y aviones al rededor planeta como la exportación de la libertad.

El reportaje de Opera Mundi, después de entrevistar a varios dirigentes de grupos humanitarios e investigar su documentación, pudo consolidar una lista de al menos 54 condenados por razones políticas.

La relación incluye sólo los activistas que hayan sido juzgados por supuestos crímenes cometidos en el territorio norteamericano. Están fuera de este cálculo, por ejemplo, los desterrados de Guantánamo.

La mayoría de los presos está formada por minorías raciales o nacionales.

El contingente más expresivo proviene del antiguo grupo de los Panteras Negras y sus ramificaciones.

Varios de estos reclusos están tras las rejas hace más de 40 años, cuando Young aún no había reconocido el drama político y humano que mancharía cualquier nación.

El presidente Barack Obama, en el funeral de Nelson Mandela, en 2014, quiso recordar el martirio de Madiba, que pasó más de 28 años encerrado por el régimen del apartheid, cumpliendo sentencia por conspiración y resistencia armada.

Si fuera tocado por la misma compasión con relación a compatriotas suyos, encontraría 37 presos que ya han superado, algunos hace mucho, el periodo de prisión del líder sudafricano. Todos igualmente condenados por conspiración o resistencia armada.

Otros países occidentales que vivieron procesos de conflicto interno, como Italia y Alemania, dieron vuelta a la página de los años de plomo. Los militantes de la insurgencia — como los afiliados a las Brigadas Rojas o al grupo Baader-Meinhof — recuperaron gradualmente su ciudadanía.

Al sur del río Grande, las naciones de América Latina también superaron la mácula de los presos políticos, heredada de las dictaduras que contaban con la simpatía geopolítica de la Casa Blanca.

Los Estados Unidos, sin embargo, prefieren mantener abiertas estas heridas. No dudan en blandir cobranzas sobre derechos humanos en otros patios, pero se niegan a limpiar a su propio.La contradicción entre el discurso y la realidad parece profunda hasta el punto de provocar deserciones en el centro del poder. El abogado Ramsey Clark, hoy con 88 años, es quizás el máximo exponente de este disenso palaciego.

Como fiscal general, estuvo al frente del Departamento de Justicia entre 1967 y 1969, durante el gobierno del demócrata Lyndon Johnson, cuando se aprobaron las principales leyes contra la segregación. Sus disgustos aumentaron, sin embargo, con la escalada represiva dirigida por el FBI (la policía federal de los EE.UU.), en aquel momento bajo el mando de John Edgar Hoover, cuyos blancos principales eran las organizaciones que luchaban contra el racismo y la guerra de Vietnam.

Después de distanciarse, gradualmente asumió causas públicas y judiciales contra el sistema.
“Los presos políticos no tienen reconocimiento legal, son tratados como enemigos del Estado”, dice, en voz baja y pausada, traicionada a cada sílaba por el acento texano. “El objetivo es que sirvan de ejemplo para las nuevas generaciones, estableciendo el precio que se debe pagar si recurren a la rebelión y a la insubordinación.”

Muchos de los condenados, de hecho, se consideran prisioneros de guerra, víctimas de una ofensiva militar que tuvo la intención de someter el pueblo negra y preservar un régimen de supremacía blanca. Esa era la razón en la cual encontraron legitimidad para sus acciones de autodefensa y ataques armados

Irregularidades en los procesos

“Hay muchas condenas fabricadas, con presión sobre los testigos y supresión de evidencias a favor de los acusados”, dijo el abogado Robert Boyle, de 61 años, que desde su graduación en la universidad se dedica a la defensa de presos políticos. “Un acuerdo tácito, que ata el poder judicial y la policía, determina las reglas especiales de represión contra miembros de grupos revolucionarios, a menudo violando el debido proceso legal.”

Incluso Amnistía Internacional, que normalmente ignora casos de lucha armada, corrobora la tesis de Boyle.Son ilustrativas las situaciones de Ed Poindexter y Mondo We Langa (nombre africano de David Rice), líderes de los Panteras Negras en Omaha, en el Estado de Nebraska. Poindexter está encarcelado hace 45 años, cumpliendo cadena perpetua por el asesinato de un policía. Langa, después de pasar el mismo periodo detenido, murió el 11 de marzo de 2016.

La única evidencia condenatoria fue el testimonio de un adolescente torturado y amenazado con la silla eléctrica si no culpaba a los dos militantes. La gravedad del episodio llevó a los líderes de la más famosa entidad humanitaria del planeta a clasificarlos como presos de conciencia.

Abundantes, las denuncias de ilegalidades compiten con críticas a las normas procesales y su ejecución.

“Los presos políticos casi nunca reciben el beneficio de la libertad condicional que les toca”, dice Boyle, con una amarga sonrisa de quien se ve a sí mismo pidiendo peras al olmo. “Además de la mala voluntad de las mesas de evaluación, es enorme la presión de las asociaciones de policías para impedir la liberación de los que son acusados de la muerte de algun compañero.”

A menudo las condenas se basaron en un dispositivo nunca usado en delitos comunes. Se trata de la ley establecida en 1861, que creó el delito de conspiración sediciosa, para castigar a los gobiernos estatales que se levantaban en contra a la Unión.

Se volvió a utilizar en la persecución de comunistas y anarquistas durante las dos primeras décadas del siglo pasado, antes de hacerla parte del menú represivo de la Guerra Fría.

“La conspiración sediciosa es un instrumento de criminalización de la contestación popular”, explica el abogado Bret Grote, director del Centro Legal Abolicionista, de Pittsburgh, en Pennsylvania, organización dedicada a presionar por cambios en los códigos penales. “Esta regla deniega prueba material del crimen y lleva a la cárcel quien comete el delito de intención.”

Esta ley es responsable por la condena a 55 años de prisión, del líder comunitario Oscar López Rivera, encarcelado desde 1981. El crimen más importante por el que fue juzgado es de haber integrado las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, grupo independentista de Puerto Rico, su país de nacimiento, por muchos historiadores considerado una especie de colonia norteamericana, aunque disfrute de la condición de Estado autónomo.

Héroe en Vietnam, condecorado con la Estrella de Bronce, Rivera no pudo ser vinculado efectivamente a ningun delito probado, pero su pertenencia a un partido separatista fue suficiente para hacerle languidecer tras las rejas.

E.E.U.U. después del 11 de setiembre

Pocos de los 54 presos políticos todavía tienen derechos de apelación, a pesar de que muchos plantean, año tras año, las solicitudes de libertad condicional, que acostumbran ser negadas.

Aquellos condenados por los jueces estatales, también estarían aptos al indulto de los respectivos gobernadores. Los presos federales dependen de la buena voluntad del presidente de la República, que no puede interferir en las decisiones de los estados.

Pero una cortina de hierro oculta la saga de estos hombres y mujeres.

Todo empeoró después de los atentados de 2001 y de la declaración de la “guerra contra el terror”, con la aprobación de la Ley Patriota, debilitando aún más las salvaguardias legales para los sospechosos de actuar contra el Estado.

Nuevas olas de prisioneros, en su mayoría de origen musulmán, se añadieron a los antiguos combatientes encarcelados.

Los principales vehículos de imprenta, normalmente con ganas de denunciar los atropellos humanitarios en otras fronteras, raramente cuentan o investigan esta tragedia norteamericana.

El Departamento de Justicia, insistentemente contactado por Opera Mundi, se comprometió a dar su versión de los hechos, pero prefirió el silencio y dijo, a través de su portavoz, que no había interés en tratar del asunto.

De hecho, “nada que declarar” siempre ha sido una de las respuestas preferidas de los gobiernos que desean ocultar la brutalidad de la violencia que practican o encubren.

- Breno Altman, Opera Mundi
Traducción: Resumen Latinoamericano

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