Por Arleen Rodríguez Derivet
Guantánamo. Escribo ese nombre y pienso en todo lo que alimentó mi
primer sentido de pertenencia a un lugar geográfico: el barrio polvoriento con
camino al río Jaibo y el potrero de Alejo donde jugaba en mi infancia. Antes de
que me hiciera mujer, la calle se vistió de asfalto, se levantaron biplantas
sobre viejos ranchos y un Hospital General Docente, un tecnológico de la salud
y una facultad de Ciencias Médicas cubrieron de esperanza las tierras donde
antes solo pastaban las vacas.
Por allí se entraba y aun se entra a la ciudad. “Hey, hey, aguante un
poco”, se puede leer todavía en la pared gastada de la que fue, en tiempos de
República neocolonial, la bodega de mi abuelo canario, quien nunca tuvo
habilidad para los negocios y, como tantos, terminó trabajando en la Base
Naval, donde también trabajaría mi padre.
A la Base nunca le llamamos Guantánamo. Tampoco sus ocupantes. Ellos
le decían Gitmo, una contracción del topónimo que evitaba las confusiones y en mascaraba
la identidad real de los 117 kilómetros cuadrados ocupados a la entrada de esa formidable
bahía, donde se vivieron algunos de los momentos más calientes de la Guerra
Fría y después han sufrido vejación, torturas y negación de todo derecho
personas de lenguas y credos remotos que ya jamás podrán oír sin temblar de odio
la palabra Guantánamo.
Hasta esa época más reciente, de Campo Delta con sus presos
encapuchados y en un limbo jurídico digno de un territorio sin leyes, jamás
escuchamos a nadie gritar “Abajo Guantánamo”. Recuerdo la protesta de muchos
coterráneos, cuando decenas de pacifistas norteamericanos y de otras nacionalidades,
gritaban la consigna marchando por sus propias calles hace algunos años. Sin
embargo, posiblemente en ningún otro momento se hizo tan visible la
irregularidad en que se opera esa porción del territorio cubano.
Y la verdad es que ni la historia ni las demandas sobre ese trozo
cortado a la nación comenzaron con los abusos de George W. Bush en el siglo
XXI. Ambas acumulan razones y legajos desde la primera Constitución republicana
hasta el editorial de Granma que da la bienvenida al presidente Obama.
Si lo sabré yo, que nací con la Revolución y viví la confrontación,
antes que en los libros o los medios de prensa, en el pequeño mundo de la
familia, los vecinos, los amigos, como hija de un trabajador de la Base en el
contexto efervescente del cambio revolucionario.
Para cuando comencé la escuela, en la única frontera cubana en tierra,
ya habían asesinado a dos jóvenes soldados que cuidaban el perímetro y a un
pescador, padre de una niña de mi misma edad. Y en la ciudad de Guantánamo
todavía se hablaba con vergüenza de la zona de tolerancia que por casi 60 años
tuvo la prostitución local para el “franco americano”*.
Hasta la gente menos politizada se enorgullecía del desprecio que
despertaban los marines en el pueblo. Y llovían las anécdotas: de la vez que un
humilde chófer sacó con sus manos al yanqui que quiso entrar a caballo en el
parque Martí, de
los que apedrearon al tren La Titina que llevaba a las “chicas USO” a
bailar con la oficialidad norteamericana en Caimanera un siete de diciembre. De
la rebeldía que estremeció a ese poblado cuando de una lancha de la Base
echaron a golpes y causaron la muerte a Chicle, un obrero negro que luchaba por
un día de trabajo.
Imposible contar en unas líneas las dudas y las lágrimas, las
incomprensiones y malentendidos que me hicieron preguntarle a mi padre un día
por qué trabajaba allí. “Porque cuando la necesidad me obligó a buscar trabajo
a la edad en que ustedes pueden darse el lujo de estudiar, yo tuve dos
opciones: ser guardia de Batista o ser obrero de la Base”.
Fue tras el boom constructivo que abrió la II Guerra Mundial. Casi 10
000 hombres llegaron a trabajar en la ampliación de la Base. Gente de toda Cuba
que buscaba un empleo y se apostaba a esperar que llegaran los marines a
seleccionar a quién le tocaba la suerte de trabajar por unas horas, y al otro
día, de nuevo a “luchar”.
Con los años creció mi interés por saber más de aquel mundo donde
nuestro padre pasaba todas las horas del día y nosotros nunca tuvimos el derecho
a entrar. Leí libros, encontré fotos y lo interrogué sin piedad. Le debo un
texto con esas narraciones tremendas que algunas veces me hicieron reír y
muchas veces me hicieron llorar.
Todos los años van colegas míos de medios nacionales e internacionales
a buscar los recuerdos de mi padre, uno de los dos cubanos que todavía cruzan
mensualmente la única frontera cubana en tierra, para cobrar las pensiones de
los poquísimos que llegaron a tener jubilación.
Por el camino quedaron mujeres y hombres como mi abuelo, quien al
jubilarse en 1959 perdió ese derecho. Suerte que la nación tenía ya trabajo y
pensiones para los miles que quedaron sin empleo y sin seguridad. Hasta el día
de su muerte en 1984, abuelo tuvo una chequera otorgada por el Estado cubano para
el que, sin embargo, nunca llegó a trabajar debido a su edad.
En el amplio patio de su casa, a la entrada de Guantánamo, me enseñó a
escribir y a imaginar el mundo que vendría con la Revolución. Tenía dos sueños
fijos: que se levantara un hospital en esa zona, según él la más sana de la
ciudad, y que le devolvieran a Cuba el territorio ocupado por la Base Naval por
su enorme potencialidad para el desarrollo local. El primer sueño se le dio con
creces. El segundo se ha convertido en el mío también con una ilusión agregada:
jubilarme e irme a vivir en la tierra reconquistada para escribir allí las
historias que en exclusivas me contaron mi abuelo y mi padre de esa parte de
Guantánamo por la que sufrimos tanto.
*Así se conocía la «invasión» de marines norteamericanos que inundaban la ciudad en sus horas de asueto.
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