Fidel y Juan Pablo II dieron al mundo una lección de cuánto pueden conseguir la tolerancia y el respeto. Foto: elmundo.es |
Si contra viento y marea Cuba se inscribió en la geografía del mundo
como la Isla de la Libertad, esa emancipación no podía excluir el
intenso campo de la religión. Nuestra Constitución, entonces, refrenda
la libertad para escoger cómo y en qué creer, o no creer, y establece la
igualdad de todas las manifestaciones religiosas.
Por Enrique Milanés León.
Misas, procesiones, cultos, conciertos, toques de tambor, promesas,
peregrinaciones… Es Cuba, mestiza en creencias como en su otra piel,
Isla marcada por el sincretismo que Fernando Ortiz definiera —cual un
plato criollo cada día degustado más— en una palabra de
entrecruzamientos de cielo y tierra: transculturación.
Esto somos, del fruto a la raíz: pueblo pendiente del Dios llegado
con los conquistadores y del orisha nunca conquistado del esclavo,
devoto de ellos y de otras pautas de pensamiento que en adelante se
sumaron al mapa espiritual de la nación. O de ninguna.
La resultante es, junto a una masa creyente más formal, otra de
fervor espontáneo y hasta múltiple que a menudo roza la irreverencia y
confirma, junto a aquella, el principal acto de fe que pueda concebirse:
la creencia en el diálogo con el ser superior.
Si contra viento y marea Cuba se inscribió en la geografía del mundo
como la Isla de la Libertad, esa emancipación no podía excluir el
intenso campo de la religión. Nuestra Constitución, entonces, refrenda
la libertad para escoger cómo y en qué creer, o no creer, y establece la
igualdad de todas las manifestaciones religiosas.
Ya en el IV Congreso del Partido se concretó la justa esperanza de
admitir a creyentes revolucionarios, y en el VI Raúl llamó a «hermanar
en la virtud y en la defensa de nuestra Revolución a todas y a todos los
cubanos, creyentes o no…».
Hermanar… ¿acaso habrá verbo más importante para quienes aspiran a
defender un país y quienes pretenden sostener una fe? Hermanar fue el
argumento con el cual Fidel —ese gran comunista que dio al mundo, por
mediación de Frei Betto, 23 horas de reflexión profunda sobre religión—
ganó inobjetablemente un cuartel que no pudo tomar, conservó hasta hoy
un yate de angustioso desembarco y amansó para siempre la montaraz
altura de una Sierra. Con hermanos de disímiles creencias, nuestro guía
pudo conseguirlo.
Por razones religiosas, históricas y culturales, el Santuario Nacional de la Virgen de la Caridad de El Cobre toca las fibras del pueblo cubano. Foto: Archivo JR |
No ha habido en nosotros fe sin lucha. Es testigo la Virgen de la
Caridad, cuya imagen fue estandarte de pelea en la manigua. En su
Santuario Nacional de El Cobre ella preside cada día una misa a los
cubanos y a su vera, en la Capilla de los Milagros, joyas, prendas,
documentos, atributos militares, medallas… son ofrendas de fe de un
pueblo que, a su vuelta, se lleva de la vieja mina pequeñas piedras
cobrizas como aliadas de luz para el futuro.
Entre objetos incontables, está en el Santuario de El Cobre la imagen
de la Virgen que Lina Ruz mandó a su hijo Fidel cuando, en la lucha, la
vida del líder parecía milagro cotidiano.
Solo un pueblo muy especial puede decir que su pensamiento revolucionario floreció de las Lecciones de Filosofía de un padre que llamó a liberar primero el pensamiento para quitar las cadenas a la patria.
El presbítero Félix Varela, fundador de «la idea patriótica» cubana,
fue todo un mambí del pensamiento cuando los otros mambises aun no se
habían levantado. Varela nos enseñó que no surgiría espontáneamente una
Cuba mejor; conquistarla era tarea de sus hijos y, para hacerlo,
disponían de herramientas múltiples: ciencia y conciencia, sapiencia y
virtud, ética y obra. Así inspiró los primeros impulsos de emancipación y
encabezó en el tiempo una trinidad patriótica integrada además por José
de la Luz y Caballero y José Martí —discípulo predilecto de Mendive,
quien a su vez fue alumno cercano de De la Luz— en la cual se trenzó un
ideario virtuoso que conserva pleno vigor.
De un modo que solo Cuba puede intuir, Varela, el sacerdote que murió
en la absoluta pobreza de un cuartico al fondo de la floridana iglesia
de San Agustín mandaba, en lo hondo, a los miles de mambises que
cargaban en los montes por el derecho a todos los derechos.
Jamás nos faltó fe serena en los ruidos de la lucha. Cintio Vitier,
un cubano sensible con creencia y aporte iguales de gigantescos, ubicaba
en Varela, José de la Luz y Caballero y José Agustín Caballero «las
tres raíces maestras de nuestro cristianismo fundador» y elogiaba
que ninguno de ellos admitiera discrepancia entre el culto a Dios y el
servicio a la patria.
De ahí, entre otras fuentes, vienen los prodigios, camuflados con un
recurso infalible: parecer obra de lo común cotidiano. Eusebio Leal, un
sabio contemporáneo que rebosa fe en la Isla y en su gente, no ha dudado
en decir que «…el milagro del padre Varela es y tiene que ser Cuba; una
Cuba sana y salva; una Cuba renovada y diferente; una Cuba con
esperanza, con concordia…».
Es la Cuba que —alumbrados por Varela y por una fe diversa— levantan
con sus manos, de a poquitos, infinidad de compatriotas con total
humildad, como si no fueran el centro de todo un país. Un milagro, sin
dudas.
Las figuras de culto han calado tanto en nuestros hechos mayores que
alguna vez las ceremonias a ellas dedicadas fueron tenidas por focos
conspirativos. En 1851, el mismo año en que el patriota Joaquín de
Agüero se levantaba en armas en Camagüey, las misas dedicadas a la
Virgen de la Caridad eran consideradas allí sediciosas, porque pedían la
separación de España.
Años después, en el Oriente, cuando las campanas de un ingenio
doblaron por nueva fe, Céspedes, que era masón, confeccionó su
estandarte, entre otras, con tela del dosel que su esposa tenía en el
altar de la virgen. Y en la iglesia bayamesa, el recio caballero de La
Demajagua le pidió a la Virgen que bendijera su bandera.
Si hablamos de mujer, en las almas llevamos a Mariana, madre
entrañable de la nación, quien guió, crucifijo en alto, «delante de
Cristo, que fue el primer hombre liberal que vino al mundo», el
juramento de los suyos por la libertad. Su hijo Antonio se haría capitán
peleando en El Cobre, en los predios sagrados de la Virgen. Aquella
familia fue el más sólido palmar de Cuba.
Hay múltiples enlaces de fe y batalla asentados en la historia de los
cubanos. El padre Olallo beatificado en 2008 fue el mismo que en el
mayo aciago de 1873 lavó los restos de El Mayor, en franco desafío a
España y eterna conquista del corazón del Camagüey.
Otro repaso de grandezas hará ver en Santiago a Frank País, fruto
virtuoso de un hogar de recogimiento y oración que, al igual que su
hermano Josué, no cesó de entregar hasta entregarse.
Y maestro en la Maestra, el padre Guillermo Sardiñas bautizaba en la
Sierra, casaba y asistía el espíritu en zonas de operaciones, ataviado
con singular sotana verde olivo —diseñada por Camilo Cienfuegos— cuya
solapa fuera un día clareada por la estrella de comandante.
Benedicto XVI, durante la misa en la Plaza de la Revolución, en La Habana. Foto www.infobae.com. |
Los hechos de siempre explican los sucesos de ahora. La nutrida
acogida a los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI —tanto por creyentes
como por quienes no lo son o quienes profesan fe diferente— y la
afectuosa espera a Francisco parten de la comprensión de que en Cuba los
asuntos de la espiritualidad siempre han estado ligados a nuestro
historial de acciones.
La obra de bien corre sin pausa en las venas de esta Isla; es cierto,
pero la explicación es compleja: está en cada uno de nosotros, los
hijos diversos que pusimos nuestra patria en un altar. Cintio Vitier,
ese católico fervoroso que nos mostró con su vida por qué hay que
venerar a Martí, decía que «nuestra identidad, religiosamente hablando,
es de la loma, pero canta en el llano, y vuelve a la loma, y solo se
insinúa; es un secreto».
Cintio no optaba por definir, sino por iluminar y ser iluminados. Con
la larga luz de los buenos, una vez, comentando lo que somos y
aspiramos, el poeta todo fe escribió: «Ese es el proyecto: una luz
desconocida». Por ella vamos.
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