Por Fernando Martínez Heredia.
Este artículo fue publicado en El Caimán Barbudo n. 11, La Habana, enero de 1967. Reproducido en Lecturas de Filosofía, Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, 1968, t. II. ps. 777-786.
Saber dudar... nada más contrario al ejercicio normal de
nuestras actividades mentales; gustamos de lo categórico, y nada nos enamora
como un dogma.
Enrique José Varona
Los planteamientos del comandante Fidel
Castro –en cuanto a la necesidad de pensar con cabeza propia, desarrollar la
conciencia socialista, asumir las implicaciones de la solidaridad
internacional–, expresan la creciente profundización de nuestra Revolución y
sitúan a los trabajadores intelectuales cubanos ante tareas importantísimas. La
actividad intelectual tiene sus funciones propias –y sus insuficiencias
propias–, lo que es necesario tener en cuenta para aumentar su efectividad.
Este artículo intenta contribuir a esa tarea desde un campo específico: la
filosofía marxista.
1. Teoría, ideología,
espíritu de partido
Entre la producción teórica misma y sus
funciones emerge la necesidad de que exista un orden de relaciones, que en la
práctica marxista se denomina genéricamente «espíritu de partido». Examinar las
raíces de la cuestión puede ser el primer paso para comprender mejor su significación
concreta actual.
El marxismo originario fue resultante de
una conjunción de factores: el despliegue económico del capitalismo europeo
occidental; su triunfo político, principalmente en Inglaterra y Francia, que
implicó la implantación de la democracia burguesa y la difusión del
individualismo; el desarrollo de ciencias sociales como la economía y la
historia; la bancarrota de la metafísica ordenadora de los sistemas
filosóficos, a la vez que el desarrollo y profundización de la investigación del
proceso de conocimiento con una alta consideración del papel del sujeto, por
los filósofos clásicos alemanes; sin olvidar, naturalmente, la genialidad
personal de Marx y Engels. Pero, sobre todo, la concepción del marxismo
originario se integró a partir de
la posibilidad más profundamente revolucionaria de la época: la de la clase
proletaria. Esto les permitió a sus creadores
basar el desenvolvimiento de su actividad teórico-práctica en el ideal de la
liquidación de toda explotación de clase y el desarrollo de la persona a
través de la toma revolucionaria del poder político y de la transformación
ulterior de todos los aspectos de la vida social.
La situación concreta en que vivieron Marx
y Engels adecuó su actividad organizativa y, hasta cierto punto, el objeto de
su investigación; por tanto, influyó también en los resultados. Esto nos indica
también la importancia que tienen, en el examen de actitudes individuales, las
relaciones entre los ideales y la teoría. Con ayuda de una rigurosa actitud
científica, Marx consiguió superar a las utopías comunistas y las formas
reformistas de organización obrera que ya entonces existían. Lenin escribió
sobre las limitaciones de los productos espontáneos del movimiento obrero y la
«importación» que el marxismo significó para aquél.[1] Esto
no debe oscurecer, sin embargo, una realidad: la identificación con los
intereses de clase proletarios, actitud práctica revolucionaria que deviene
intuición apasionada e hipótesis del trabajo teórico, es el elemento subjetivo
que impulsa a Marx al encuentro de sus propias tesis, y que condiciona después
el desarrollo mismo de su teoría. Por ejemplo, la afirmación de que el
proletariado es la clase más revolucionaria, que puede liberar a toda la
sociedad, [2] es
anterior a la profundización de los estudios de Marx sobre economía
política.
El descubrimiento científico de la
naturaleza y las funciones de las ideologías en la formación social capitalista
no elimina la existencia (por tanto, la naturaleza y las funciones) de la
ideología proletaria, aunque es cierto que la afecta grandemente. El rechazo de
toda posición iluminista, cientificista, es, a mi juicio, imprescindible para
intentar una comprensión marxista del marxismo, y para que el marxismo sea un
instrumento teórico útil en cualquier situación concreta.
No es la ocasión para tratar extensamente
el tema. Sin embargo, considero necesario señalar dos aspectos:
1) Con el marxismo aparece la posibilidad
de comprender científicamente las ideologías, como el aspecto de la realidad a
través del cual los hombres se representan y entienden la sociedad en que
viven, y a partir de sus ideologías la sostienen o transforman.[3] Esto
implica --por lo menos para el ideólogo en posesión de la teoría-- la reducción
de su “falsa conciencia”, la posibilidad de llegar a comprender las
manifestaciones y la naturaleza de una forma ideológica dada, con la cual --o
contra la cual-- trabaja; y aun más, la de programar su acción en el campo
ideológico, para hacer confluir hacia su fin político determinadas manifestaciones
existentes, combatir unas, convivir con otras y, en fin, fundamentar su actitud
en cada caso. Aparece, por tanto, una comprensión tal del fundamento y del
condicionamiento social de la ideología, que podemos calificarla como
científica; y con ella, la posibilidad de trabajar científicamente en el campo
de la política y de las transformaciones sociales necesarias para llegar al
comunismo.
Lo anterior contiene
limitaciones implícitas: en toda ciencia, el investigador opera a partir de
concepciones preexistentes que él acepta (o en cuya problemática se mueve,
aunque las niegue), y de los pasos anteriores del conocimiento del fenómeno que
estudia; en la ciencia social, esa incidencia es muchísimo más marcada, ya que
incluye más fuertemente la noción de interés de clase, aunque el investigador
no tenga conciencia clara de ello. Se comprende que en el uso de la ideología
como objeto de ciencia habría que encontrar la forma de describir y
conceptualizar sin excluirse del juego –lo que no es posible– ni incluirse
hasta el punto de ser meramente un factor ideológico más.
2) El que se expresa corrientemente al
decir que la «teoría» de Marx tiene la función «práctica» de ser la ideología
del proletariado. En un sentido estricto, el conocimiento científico puede
pasar o no a tener una función ideológica, ser esta de órdenes diferentes, y
aun constituir un elemento negativo o positivo para los que lo han puesto en
circulación. Ejemplos: El Capital es una tesis científica sobre el
nivel económico de la formación social capitalista, que cumple una función
ideológica revolucionaria como una especie de hermano mayor del militante, el
cual generalmente no puede explicarlo, pero puede invocarlo. La teoría de la
plusvalía significa que uno es personalmente robado, explotado, que se
pertenece a una clase que es solidaria en su enemistad contra los burgueses. La
teoría de la agudización de las crisis capitalistas y del eventual derrumbe de
ese régimen ha tenido interpretaciones revolucionarias y no revolucionarias, y
a la negación de su validez se le han dado también interpretaciones
ideológicamente opuestas.
La teoría brinda certeza a las
aseveraciones de la ideología, da fe de que el interés se corresponde con la
«verdad», con la ciencia o con el «determinismo»; y todo esto refuerza el valor
de los programas, unifica la orientación de las acciones tácticas, ofrece
guías de principios a las organizaciones y aumenta la convicción, o la simple
fe, en el militante. En determinadas condiciones, puede ayudar a desalojar la
ideología religiosa y otras concepciones del mundo, e incluso llega a
participar en la formación de nuevas formas y normas de conducta. Por otro
lado, el objetivo ideológico organiza y dicta precedencias en los objetos de la
investigación científica, hace más claras las exposiciones, establece
proporciones entre el rigor de la teoría y su capacidad de hacerse comprensible
a las masas, etcétera.
Por su papel en la lucha revolucionaria, y
principalmente en la época de la dictadura del proletariado, el partido
comunista se constituye como la organización política marxista que dirige y
guía a la sociedad hacia el comunismo. El partido debe ser, por tanto, vehículo
de la acción revolucionaria para convertir la teoría en realidad y, en un
sentido político e ideológico, vínculo entre la concepción marxista y la vida
del pueblo. Dada la necesidad de transformar todos los aspectos de la sociedad
para alcanzar ese fin, la actividad del partido se extiende también al trabajo
intelectual, en la significación más restringida del término. Es en esta
situación específica que el espíritu de partido --noción que expresa, en todo
caso, la vinculación de la elaboración teórica con las posiciones clasistas--
puede ser considerado como una válvula de relación entre la producción teórica
(o, más exactamente, intelectual) y la necesidad política (o más bien, a veces,
sus enunciados).
La misma generalidad de los enunciados
anteriores exige, naturalmente, su conversión en instrumentos de trabajo
teórico en cada investigación concreta. La prueba de la situación concreta para
todo principio es una garantía metodológica básica para el marxismo; sin ella
se retorna sin remedio al pensamiento especulativo, del cual no salvan –como
del infierno– ni las mejores intenciones.
2- Marxismo y
revolución en América Latina
El mundo que desarrolló el capitalismo
produjo también las corrientes fundamentales del pensamiento contemporáneo.
Recordar que es necesario ser cauto en materia de correlaciones
económico-filosóficas no resta validez a ese aserto: las corrientes liberales,
la democracia cristiana, el socialismo reformista, el comunismo, nacieron en
Europa. El Tercer Mundo ha tomado –o le han servido– estos productos para
enriquecer teóricamente sus ejercicios políticos. Sin embargo, esta
transferencia cultural presenta sus requisitos.
Una teoría social se arraiga y da frutos
sólo si el país receptor presenta, aunque sea en un estado mucho más primitivo,
elementos de las realidades que condicionaron el origen o desarrollo de
aquella. Por otra parte, la recepción cultural es, a la vez, un acto de
transformación del cual sale la teoría adecuada no sólo a la especificidad
estructural del medio en que se ha insertado, sino también a su complejo
ideológico, a la sucesión cultural propia del país receptor y a elementos como
la idiosincrasia nacional. De acuerdo con esos requisitos entendemos, por
ejemplo, el arraigo del marxismo en Cuba en la tercera década del siglo, como
radicalización del movimiento antimperialista que encuentra la dirección de la
liberación definitiva sin perder su pupila nacional. Y vemos a Julio Antonio
Mella como expresión sobresaliente de este encuentro.[4]
Hemos descrito –de la forma más simple– los
elementos más salientes de la transferencia cultural. Pero en la realidad del
subdesarrollo no se deforma solamente la estructura económica: las formas
políticas e ideológicas son también «subdesarrolladas», y tienden a integrarse
en una totalidad colonizada.
La democracia política y su ideología, en
América Latina, son un
ejemplo de lo anterior: en tanto carecen de una base social real, constituyen un
aparato desnaturalizado e inoperante; en tanto cumplen la función social de
adecuar y adormecer a los explotados políticamente activos –aquí la vanguardia
es la democracia cristiana– son un factor hegemónico eficaz para sostener un
régimen de explotación que es mucho más anticuado que el correspondiente al
orden democrático burgués. En este, como en muchos casos, la resultante de la
transferencia ideológica es deforme, el fruto es estéril, o hasta monstruoso. Y es que la colonización cultural penetra
fuertemente en todos los órdenes de la vida, hasta influir en el pensamiento (y
en la acción) de los propios luchadores contra el colonialismo, sea directa o
indirectamente, por sí misma, o bien como una negación de ella que se produce
en su mismo terreno; como un molde mental de castración, de incapacidad para
representarse un destino alcanzable con fuerzas propias.
En América Latina, el marxismo no se ha
salvado totalmente de producir resultantes deformes, estériles, o aun
monstruosas.
El traslado al escenario americano de la
posición revolucionaria marxista correspondiente a un proletariado desarrollado
al que se le señala su papel histórico, ha significado muchas veces la
formación de una secta que pugna dramáticamente por representar a una «clase
principal, polo de la contradicción antagónica» entre burgueses y obreros;
secta inoperante para aglutinar consigo una fuerza popular que realice la tarea
histórica inevitable para estas sociedades: la liberación nacional
antimperialista. Comprender la necesidad de realizar esa tarea no impediría,
por cierto, poseer una comprensión del papel de las luchas de clases y del
proletariado como agente histórico del comunismo, pues solo teniendo acceso revolucionario al poder político –y, por tanto, al poder
económico y militar– es posible generar relaciones que
proletaricen a la mayoría de la nación, proletarización
que es la premisa para intentar alcanzar el comunismo.
Ya en este camino equivocado, nos
encontraremos resultados paradójicos respecto al aparente sueño de futuro de
aquella utopía. La lucha por reformas económicas, necesarias por la situación
precaria de la mayoría de los proletarios, engendra actitudes políticas
reformistas, forma de adecuación práctica a la hegemonía de los explotadores.
La concepción estratégica de la «lucha de masas» como factor revolucionario
determinante, que parte de la creencia en que es factible la incorporación
masiva de la población a la actividad política sindical y partidista a un grado
tal de profundidad y permanencia que lleguen a hacer posible un cambio social,
es sólo concebible –al menos teóricamente– en aquellos países capitalistas
desarrollados en los que una historia de lucha de clases contra la burguesía
pueda materializar la polarización de intereses burguesía-proletariado, unida
esa posibilidad a la existencia de instituciones y de hábitos políticos
arraigados que la favorezcan.
Sin embargo, hay un «marxismo» que ofrece
la estrategia de «lucha de masas» como la alternativa para «ganar la
democracia», frente a la alternativa revolucionaria de la lucha armada.
Democracia que no es «ganable» ni siquiera por los tibios portadores de
reformas que, asistidos también por los votos marxistas, acceden al poder en
circunstancias determinadas en que le es conveniente o necesario a los que
dominan que eso suceda, para a la larga restablecer en su pureza el régimen
neocolonial, ellos mismos o sus peludos sucesores, representantes de la única
institución latinoamericana estable: el ejército.[5]
La democracia se convierte así en una utopía «marxista» reaccionaria.
No hago más que describir sucintamente
algunos elementos –atinentes, eso sí, a lo fundamental de la actividad
marxista, que es hacer la revolución– que caracterizan a un estado determinado
de deformación y abandono del marxismo, cuya crítica principal se hace mediante
la propia lucha armada revolucionaria. Por otra parte, no pretendo ignorar
ingenuamente la importancia de otros factores, entre los cuales ocupa lugar
destacado la existencia de desaciertos e imposiciones en la historia del
movimiento comunista internacional. Naturalmente, no intento pasar balance en
esta nota a la actividad marxista en América Latina. Ni siquiera me asomo a
otras manifestaciones, como las trotskistas, o al producto «indígena» del viejo
aprismo. Cuando eso se haga, habrá que consignar la heroica lucha
antimperialista de muchos militantes y dirigentes comunistas, el papel de la
teoría marxista en la profundización del antimperialismo, los aciertos y
errores de la III Internacional, la estructura organizativa de los partidos
comunistas.
¿Y las relaciones entre teoría e ideología?
En la etapa escolástica del pensamiento marxista la teoría, considerada «la
única científica», jugó el triste papel de cobertura de las declaraciones y
posiciones políticas, con escasas excepciones. Al florecer violento del año 30
–Mariátegui, Mella, Rubén–, sucedió un decaimiento general. Se ha explicado, a
partir del XX Congreso del PCUS, lo que fue esa etapa de dogmatismo. Pero,
cabría preguntarse, ¿por qué en estos diez años transcurridos desde aquel
congreso no se han hecho profundos análisis, cuyos resultados renovadores
ayudaran a las organizaciones marxistas a su labor de transformación del
mundo? ¿Dónde está la fructífera comunidad de la teoría y la ideología?
Durante demasiado tiempo, el espíritu de
partido ha consistido en alegar cualquier cosa, y cosas opuestas sucesivamente,
con la misma pedantesca afirmación de que aquello es lo único científico. Se ha
condenado política y moralmente toda opinión no marxista, se ha llegado a
imponer criterios científicos y artísticos sin otra base que una decisión política;
la «ciencia» marxista ha partido de conclusiones para arribar a conclusiones,
siempre enfática e inapelable. Lo que se piensa pertenece a la «línea» o a las
«desviaciones», y hasta el simple error se ha explicado por la estructura de
clases de la sociedad. En pocas palabras, la militancia ha implicado la
existencia de un preconcepto ideológico opuesto en general al desarrollo
creador del marxismo.
El acontecimiento contemporáneo más
importante en América Latina, la Revolución cubana, ha tenido trascendencia
internacional en múltiples aspectos, inclusive el teórico marxista. Ella
realizó la liberación nacional, la revolución agraria, la alfabetización,
nacionalizó a los yanquis y sus socios indígenas, después de destruir el
ejército tradicional y crear un nuevo ejército popular. Y proclamó que era
marxista y socialista.
En estos últimos años se ha recrudecido la acción popular antimperialista, al
extremo de emprenderse la lucha armada, que en varios países se mantiene y
progresa; el imperialismo también ha incrementado su acción represiva, por sí
mismo y a través de sus lacayos, así como mediante otras formas de acción
política e ideológica (reformismo, cuerpos de paz, penetración entre los
intelectuales, etcétera).
Esta lucha va llevando, en mayor o menor
grado, a las organizaciones marxistas del continente a la prueba decisiva: la
capacidad o no para hacer la revolución. Ya algún partido ha salido triunfante,
pero más de una directiva comunista ha demostrado que no podía. Otros hacen
grandes esfuerzos por encontrar el camino; alguno por no encontrarlo.
Hay que convenir en que ese efecto
revolucionario es posible porque el conjunto de la situación latinoamericana
está marcado por una explotación creciente, combinada con la impotencia del
propio régimen imperialista para resolver las crisis mediante reformas.[6] Las
vanguardias revolucionarias actúan para hacer real esa posibilidad. Creo que
para derivar enseñanza del desvalimiento teórico y organizativo en que la
coyuntura revolucionaria encuentra a muchos partidos comunistas, es necesario
también convenir en que estos no se planteaban la actualidad de la revolución.
En el plano estrictamente teórico se
introdujo el antidogmatismo, el antiestalisnismo, el humanismo, la enajenación;
pero no se produjo una investigación de los factores estructurales, del papel
del partido en la revolución antimperialista latinoamericana, de la correlación
de los factores subjetivos y objetivos, de las relaciones entre clase y nación,
etcétera, porque no estaban a la orden del día de la necesidad política. Y es que la posición ideológica revolucionaria es un elemento
interno a la elaboración creadora en la teoría marxista de la sociedad. El
libro ¿Qué hacer?, de Lenin, no es la fría
elaboración «imparcial» de un teórico, sino la obra apasionada de un
revolucionario; su preconcepción –que la teoría se aproxime a la realidad, y la
realidad a la teoría– se trasmuta en logro teórico de valor actual por la
conjunción de la actividad científica con el interés ideológico revolucionario.
Mariátegui, que no temió ser llamado europeizante por llevar a Perú el
marxismo revolucionario, nos advierte al comienzo de su obra principal: «Otra
vez repito que no soy un crítico imparcial y objetivo. Mis juicios se nutren de
mis ideales, de mis sentimientos, de mis pasiones. Tengo una declarada y
enérgica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruano. Estoy
lo más lejos posible de la técnica profesoral y del espíritu universitario».[7]
3. Problemas y
perspectivas
La Revolución ha abierto un enorme cauce al
desarrollo del marxismo en nuestro país, ante todo incorporando a la convicción
marxista a cientos de miles de personas que la desconocían y que eran
afectadas, en mayor o menor grado, por la tremenda campaña anticomunista, desplegada
sin descanso por los explotadores. Pero aquella incorporación masiva y
permanente ha sido posible sólo porque:
1) Una vanguardia revolucionaria llevó
audazmente al pueblo, cada vez en mayor número y organización, a obtener la
libertad nacional, liquidar la maquinaria militar de los explotadores,
expropiar a los terratenientes y burgueses extranjeros y nativos
y aprender a dirigir y sostener los procesos productivos, participar en el
funcionamiento de la compleja y deficiente máquina del Estado, sobrecargada de
inicio al tomar gran número de atribuciones nuevas; a desempeñar, en fin,
nuevas tareas sociales, como la alfabetización, que jamás habían sido siquiera
soñadas.
2) Todo lo anterior ha producido la
modificación radical de las estructuras del país –esto es, una revolución
social–, que convierte a los trabajadores, a quienes se unen los pequeños
agricultores, en la clase determinante en la vida económica y política
nacional. La propiedad social sobre los medios de producción, una nueva
disciplina del trabajo en que la utilización de estímulos se propone contribuir
a la formación de un individuo que viva cada vez más su bienestar en el
bienestar social, una democracia de trabajadores que realmente trata de ir
incorporando a las mayorías al ejercicio del poder (elección de ejemplares,
poder local, tribunales populares, etcétera), la extensión del trabajo a toda
la población capaz, y de la protección social a niños, ancianos y desvalidos.
Estos son algunos rasgos de la formación de una nueva sociedad, que encuentra
en el marxismo la ideología más apropiada para vivir sus transformaciones y
fijar sus ideales, para comprender su destino y su lugar en el ámbito mundial
de luchas de liberación, de clases y de sistemas sociales.
Con la declaración del socialismo, nuestro
pueblo se abalanzó al estudio del marxismo, con un fervor sólo comparable al de
su actividad práctica revolucionaria. Todo lo que se declarase marxista era
consumido inmediatamente. Después hemos vivido un proceso más lento de
decantación. Nuestra posición marxista se ha afilado en la lucha contra el
sectarismo, la necesidad de combatir al marxista-burócrata, al
marxista-oportunista, etc., las debilidades del marxismo de algunos comunistas
latinoamericanos –a las que nos hemos referido--, la necesidad de encontrar
soluciones a nuestros problemas reales, y la de sostener una posición
revolucionaria comunista ligada a la lucha tricontinental antimperialista, en
medio de una compleja situación internacional agravada por la división del movimiento
comunista.
La versión deformada y teologizante del
marxismo que contenía gran parte de la literatura a nuestro alcance resultó
ineficaz para contribuir a formar revolucionarios capaces de analizar y
resolver nuestras situaciones concretas. Al contrario, amenazó agudizar la
pereza y «manquedad» mental típicas del individuo colonizado, en una etapa en
que el atraso económico y las dificultades de todo orden exigen el desarrollo
rápido del espíritu creador. En realidad esto ha sido, parcialmente, una forma de
pervivencia del «marxismo» subdesarrollado, que une la pretensión de ortodoxia
a un abstractismo totalmente ajeno a Marx y Lenin. El sectarismo, la incapacidad
de salir de la prisión de un determinado esquema económico, político,
organizativo, o de comprender la necesidad de ser radicales en la formación de
la conciencia socialista, han sido combatidos por nuestro máximo dirigente, y
se trata de extender cada vez más esta actitud, a través de la actividad del
partido, el Estado y las demás organizaciones revolucionarias.
La realidad de nuestra «herejía»
revolucionaria frente al seudomarxismo no puede traducirse en un desprecio a la
teoría. Pero si esta prevención no quiere verse reducida a una simple frase de
intelectual es necesario recordar algunos factores:
a) la historia de la revolución ofrece
numerosos ejemplos de soluciones prácticas opuestas a presupuestos teóricos o,
en otros casos, al margen de ellos; esa realidad, absolutizada, no inclinaría a
valorar las posibilidades de utilidad del trabajo teórico;
b) lo anterior está ligado al cuadro de
detención del desarrollo de la teoría marxista y de deformación de sus
funciones ideológicas, antes mencionado;
c) el intelectual, separado del trabajo
manual por una tradición de milenios, y, por otra parte, menospreciado
habitualmente por la mayor parte de la propia clase dirigente, que no aprecia
claramente el papel que desempeña en la integración de su hegemonía sobre la
sociedad, es depositario de un individualismo y una marcada tendencia a la
incomprensión de la necesidad social, que el marxismo teorizante no elimina:
su formación ha de sufrir profundos cambios para integrarse plenamente a la
sociedad socialista;
d) la reducción de la mayoría de los
trabajadores al lindero de la animalidad, producida por la explotación, no
genera, naturalmente, aprecio por los teóricos e intelectuales en general. En
las ideologías proletarias esto ha conducido a extremos absurdos –como el de la
supuesta prioridad de la mano sobre el cerebro–, que conducen a considerar pecaminosa
toda actividad intelectual;
e) la necesidad de trabajar cada vez mejor
en el terreno ideológico, teniendo en cuenta que la simple abundancia material
no traerá el comunismo, y que la voluntad organizada se puede constituir en
fuerza invencible. Los ideales de Marx, un siglo después, siguen apuntando a
la posibilidad más revolucionaria de nuestro tiempo: el comunismo;
f) es un deber internacionalista realizar
estudios acerca de la estructura social, la vida política, la historia,
etcétera, de los países dominados aún por el imperialismo, así como ofrecerles
las experiencias de nuestra lucha por la liberación y el socialismo; todo ello
desde un ángulo marxista revolucionario; y
g) la teoría marxista no solo «se convierte
en fuerza material al encarnar en las masas», como escribió el joven Marx.
También sigue teniendo un gran valor metodológico para la actividad científica
e ideológica; algunos de sus principios pueden ser puestos en la base de la
comprensión de las ciencias sociales; y expresa, en categorías como «modo de
producción» o «dictadura del proletariado», logros teóricos de valor
permanente.
Si tenemos en cuenta, entre otros, esos
factores –para combatir lo negativo y auspiciar lo necesario–, puede resultar
más rápido y profundo el desarrollo del marxismo entre nosotros. Creo que
estamos en condiciones óptimas para lograrlo, a pesar de las deficiencias de
nuestra formación. La necesidad, que puede más que las universidades, lo exige.
Quizás sea conveniente señalar algunas
características de los trabajos que se emprendan. Ante todo, tener como objeto
problemas concretos de Cuba, o de nuestros deberes internacionalistas. Esto no
significa, naturalmente, que toda la actividad intelectual esté dirigida a
ellos. La creencia en la inmediatez entre los objetos y el conocimiento más
general, por una parte, y la reducción de los objetos de investigación a lo
inmediatamente necesario, por otra, son dos errores que hay que prevenir.
Existe el trabajo estrictamente formativo, que también es necesario.
Todo lo anterior denota la especificidad
del trabajo científico: «ligar la teoría a la práctica» sólo es realmente
posible si la teoría tiene objetivos «prácticos», y si a la vez la teoría es
reconocida como una práctica determinada. Esto se expresa en la exigencia de un
control partidista del trabajo y sus resultados, que garantice el oportuno uso
ideológico de estos últimos, y que, en gran medida, establezca las necesidades
de investigación y la prelación de los temas. Por otra parte, se expresa en la
necesidad de libertad de investigación científica, que incluye la existencia
de una atmósfera favorable a la actitud indagadora que no parte de
conclusiones, sino que intenta llegar a ellas, y que no teme equivocarse y
volver a buscar, ni reducir, ampliar o derribar lo que parecía verdad
inconmovible.
La formación como militante revolucionario
–trabajador productivo y combatiente dispuesto– es indispensable para teñir las
hipótesis de trabajo marxistas. Ella se completa con el ejercicio indeclinable
de pensar con cabeza propia. De este conjunto emergerá un nuevo espíritu de
partido, cuya extensión será un paso más hacia el comunismo.
Diciembre
de 1966
[1]Sobre este y
otros aspectos tratados aquí, ver el interesante artículo de Louis Althusser:
«Teoría, práctica teórica y formación teórica. Ideología y lucha ideológica», Casa de las Américas n. 34, La
Habana, enero-febrero de 1966, pp. 5-31.
[3] Carlos Marx: Prólogo de Contribución a la crítica
de la economía política, Editora
Política, La Habana, 1966, pp.12-13.
[4] Fernando Martínez Heredia: «¿Por qué Julio Antonio?»,
en El
Caimán Barbudo n. 1, La Habana, febrero de 1966.
[5]Julio del
Valle: «Contra la tendencia conservadora en el partido», Pensamiento Crítico, n.1; La
Habana, pp. 130-156; Osvaldo Barreto: «Revolución o resignación de América
Latina» (inédito).
[6]Un serio
intento por demostrar lo contrario hace Henri Edme en su «amistoso» artículo
«¿Revolución en América Latina?», en Les
TempsModernes, no. 240, París, mayo de 1966. El citado
artículo de Osvaldo Barreto también responde a Edme y, en mucho, a una
corriente ideológica seudorrevolucionaria que está siendo difundida por América
Latina.
[7]José Carlos Mariátegui: Siete ensayos de interpretación de la realidad
peruana, Editorial Casa de las Américas, La Habana, 1963,
p. XIV.
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