Por José Gabriel Martínez Rodríguez.
En la mayor parte de los artículos y ensayos relacionados con el tema se
profundiza en la planificación de las acciones, sus resultados y la
trascendencia que tuvo en el mediano plazo para el proceso
insurreccional que sacudió el país y condujo al triunfo de enero de
1959. En medio de estos, emerge una arista sumamente importante de la
gesta moncadista: su programa –dado a conocer por Fidel Castro, líder
del grupo, durante el juicio celebrado en septiembre de 1953, y
publicado clandestinamente pocos meses después, bajo el título de La
historia me absolverá–, que se convertiría en expresión máxima de la
importancia que desde su nacimiento como movimiento, los jóvenes
asaltantes le conferían al componente social dentro el desarrollo de la
nación, así como en una guía esencial del actuar del gobierno
revolucionario una vez ocupado el poder.
En torno a la materialización de las aspiraciones contenidas en dicho
programa gira el objetivo central de este artículo, que además propone
un repaso de las principales políticas sociales instrumentadas por el
gobierno revolucionario durante en los primeros años para darle
cumplimiento.
Hoy, a diferencia de lo que ocurría en los análisis de los primeros años de la Revolución,[1]
es aceptado el alto valor histórico del asalto a los cuarteles Moncada y
Carlos Manuel de Céspedes como inicio del proceso revolucionario
cubano en la década del cincuenta. En la mayor parte de los artículos y
ensayos relacionados con el tema se profundiza en la planificación de
las acciones, sus resultados y la trascendencia que tuvo en el mediano
plazo para el proceso insurreccional que sacudió el país y condujo al
triunfo de enero de 1959. En medio de estos, emerge una arista
sumamente importante de la gesta moncadista: su programa –dado a
conocer por Fidel Castro, líder del grupo, durante el juicio celebrado
en septiembre de 1953, y publicado clandestinamente pocos meses
después, bajo el título de La historia me absolverá–, que se
convertiría en expresión máxima de la importancia que desde su
nacimiento como movimiento, los jóvenes asaltantes le conferían al
componente social dentro del desarrollo de la nación, así como en una
guía esencial del actuar del gobierno revolucionario una vez ocupado el
poder.
En torno a
la materialización de las aspiraciones contenidas en dicho programa
gira el objetivo central de este artículo, que además propone un repaso
de las principales políticas sociales instrumentadas por el gobierno
revolucionario durante los primeros años para darle cumplimiento.
Seis problemas
Tras el
golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 y con la instauración de una
dictadura militar, la crisis de los moldes constitucionales en que
operaba la República se agudizó. Las respuestas de las fuerzas
opositoras al golpe, aunque con sus variaciones, resultaban
inoperantes, lo que contribuyó a que se acentuara la frustración del
pueblo y su descontento con la incapacidad de los dirigentes políticos.
Incluso
el Partido del Pueblo Cubano (ortodoxo), favorito para las elecciones
truncadas, no escapó al letargo en el que poco a poco fueron cayendo
las distintas agrupaciones. En él se deslindaron dos tendencias claras;
la pactista, compartida por un frente amplio de oposición, y la
independentista, que mantenía el principio de la ortodoxia en el sentido
de no aliarse a otro partido. Ninguna de estas dos variantes superaba
los marcos pseudodemocráticos impuestos por Batista, lo que dejó al
descubierto el agotamiento del movimiento populista ortodoxo antes de
emprender la práctica de gobierno que hubiera sido, también, «la prueba
histórica de su ineficacia como alternativa desarrollista dadas las
condiciones de la dominación capitalista en Cuba».[2]
Sin embargo, un grupo de militantes de la juventud ortodoxa integró secretamente una organización conocida a la que denominaron el Movimiento.
Ellos fueron capaces de ir más allá del juego a la denuncia o el pacto,
y ver en la acción armada la vía para romper la inercia en la que
entraba el país, que amenazaba con legitimar la dictadura.
El grupo,
que asume el nombre de Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7)
a partir de las acciones desarrolladas en Santiago de Cuba y Bayamo
ese día de 1953, fue capaz de insertarse en la vida política cubana y
proyectarse hacia el futuro, «constituyéndose además en un polo de
atracción para la juventud y el pueblo y marcando un punto de ruptura
con la política tradicional».[3]
Lo
avanzado del pensamiento de estos jóvenes quedó reflejado en su programa
político, fundamentado a lo largo del alegato de autodefensa
desarrollado por su líder, Fidel Castro,[4]
durante el juicio seguido a los sobrevivientes de la acción. En su
exposición, el entonces joven abogado explicó las cinco primeras leyes
que hubiese proclamado su movimiento inmediatamente después de tomar el
cuartel Moncada. La primera de ellas devolvería la soberanía al pueblo y
proclamaría la restitución de la constitución de 1940 como la verdadera
ley suprema del Estado. La segunda concedería la propiedad inembargable
e intransferible de la tierra a todos sus trabajadores que ocuparan
parcelas de cinco caballerías o menos, indemnizando a sus anteriores
propietarios. La tercera ley otorgaría a los obreros y empleados el
derecho a participar del 30% de las utilidades en todas las grandes
empresas industriales, mercantiles y mineras, mientras que la cuarta
concedería a los colonos el derecho a participar del 55% del
rendimiento de la caña y les otorgaría una cuota mínima de 40 000
arrobas a todos los pequeños colonos que llevasen tres o más años de
establecidos. La última, establecería la confiscación de todos los
bienes malversados y dispondría que la mitad de lo recobrado fuera para
engrosar las cajas de retiros obreros y la otra a hospitales, asilos y
casas de beneficencia.
Además,
agregó que la actuación de Cuba en el continente americano estaría
guiada por la más estrecha solidaridad con los pueblos democráticos y
los perseguidos políticos de las sangrientas tiranías. La nación sería
«baluarte de libertad y no eslabón vergonzoso de despotismo».[5]
Este proyecto de leyes, unido a la definición de los seis problemas socioeconómicos[6]
a cuya solución se hubiesen encaminado resueltamente sus esfuerzos,
junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia
política, constituye una profunda manifestación del sentido de justicia
social que tenían los jóvenes integrantes del MR-26-7 y evidencia
asimismo su avanzada concepción de que «el desarrollo no es sólo el
crecimiento económico, sino que debe expresarse también en la
superación de las desigualdades económicas y sociales y en la forma de
distribución de lo producido».[7]
Pocos
años después, a partir del triunfo revolucionario de enero de 1959, esa
unidad entre desarrollo económico y desarrollo social caracterizó todas
las políticas aplicadas por el nuevo gobierno, guiadas en lo fundamental
por el objetivo programático de solucionar los seis problemas
denunciados por Fidel.
Los
problemas económicos y sociales comenzaron a tener igual importancia en
la estrategia de desarrollo del país tal y como dictaba el objetivo
supremo de la Revolución Cubana «de alcanzar progresiva y
sistemáticamente el mejoramiento de las condiciones de vida de la
población, partiendo de la premisa de que el crecimiento económico no es
una finalidad en sí mismo, y que el desarrollo económico y social han
de marchar de la mano».[8]
Es más,
el desarrollo empezó a verse como un proceso sistémico en el que lo
económico y lo social se encontraban articulados, a partir de la noción
de que un crecimiento económico carente de progreso y justicia social,
no conduciría al desarrollo y mucho menos ayudaría a lograr los
objetivos sociales deseados, teniendo en cuenta, en particular nuestro
carácter de país subdesarrollado.
Resultaba
evidente, desde los mismos inicios de 1959, «que emprender un proceso
de desarrollo que diera solución a los tres grandes problemas
económicos (la tierra, la industrialización y el desempleo),
significaba enfrentar y superar dos grandes obstáculos: la deformada
estructura económica heredada y las relaciones de dependencia con
respecto a Estados Unidos».[9]
Además,
atender prioritariamente los problemas sociales más graves, a saber,
vivienda, educación y salud, era la principal acción de justicia social
que debería complementar el programa de desarrollo y a la par,
contribuir al avance del mismo. Superar los bajos niveles de educación y
el precario estado de salud del pueblo posibilitaría la utilización más
productiva de la fuerza de trabajo, lo que inevitablemente
facilitaría el desarrollo económico. Este enfoque permitió que en pocos
años y ante la mirada escéptica de algunos, las políticas sociales y
medidas adoptadas mediante la acción centralizada del Estado, guiadas
por el Programa del Moncada, transformaran de forma radical la situación social del país.
Reforma Agraria
Uno de
los principales compromisos contraídos por el movimiento revolucionario
con el pueblo fue la proscripción del latifundio y la implementación de
la tan ansiada reforma agraria. El problema de la tierra requería
atención urgente y restablecida en febrero la Constitución de 1940 en
sus aspectos esenciales,[10]
materialización de la primera de las cinco leyes anunciadas por los
moncadistas en 1953, tocaba ahora el turno de la segunda ley.
El 17 de
mayo de 1959, el Gobierno Revolucionario dictó la medida para muchos
más democrática, popular y decisiva hasta entonces para la
consolidación del nuevo poder: La Ley de Reforma Agraria.[11]
Con esta
ley se fijó en 405 hectáreas –alrededor de 30 caballerías–, el límite
ordinario de tierra para la propiedad agrícola, aunque se estipuló que
en casos excepcionales podía extenderse hasta las 1 342 hectáreas. De
esta forma se liquidó el latifundio nacional y extranjero y pudo
beneficiarse a más de 100 000 familias campesinas, transfiriendo
gratuitamente la propiedad de la tierra, dentro del límite de 26
hectáreas, a los campesinos que la trabajaban en condiciones
semifeudales.
Desde el
punto de vista institucional y jurídico, la ley dispuso la creación del
Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) para gestionar la
aplicación de las políticas económicas y sociales relacionadas con la
reforma, a la que se le confirió rango constitucional al declararla
parte de la Ley Fundamental de la República.
La
concepción de una institución como el INRA, reemplazado en 1976 por el
Ministerio de la Agricultura (MINAG), permitió que las expropiaciones y
la redistribución de las tierras se realizaran de manera eficiente y en
breve tiempo.
La ley no
se desentendía de las indemnizaciones o el respeto a la propiedad,
pues establecía el pago a los antiguos propietarios mediante bonos
redimibles en un plazo de veinte años y con un interés del 4,5% anual.
A medida
que avanzaban las transformaciones socioeconómicas y definido en 1961
el carácter socialista de la Revolución Cubana, la política agraria se
radicalizó y el 3 de octubre de 1963 se dictó una nueva ley que completó
el proceso de reforma. Con esta, quedaron nacionalizadas todas las
fincas con una extensión superior a las 67 hectáreas, cinco caballerías,
y se instauró un predominio de la agricultura estatal al pasar al
control del Estado alrededor del 70% de las tierras agrícolas.
Fueron
precisamente los efectos políticos de la Ley promulgada el 17 de mayo de
1959 uno los factores que motivaron esta radicalización posterior de
la reforma agraria y su consecuente drástica reducción de la máxima
extensión de tierras a poseer por las personas naturales. Dicha Ley
tuvo, tal y como se aprecia en su exposición de motivos, propósitos
esencialmente políticos: «golpear definitivamente a la burguesía rural
dada la incompatibilidad de esta clase con la revolución puesto que
estaba sirviendo de apoyo al imperialismo norteamericano y afectando los
intereses del pueblo trabajador obstruyendo la producción y el acopio
de productos agrícolas».[12]
Industrialización y empleo
La
solución del problema de la industrialización, en la que se enfocaría
también el joven gobierno revolucionario, partía de una concepción
integral de la estrategia de desarrollo que buscaba superar las
deficiencias del modelo heredado.
Las
primeras acciones estuvieron influenciadas por la asesoría técnica de
expertos foráneos y nacionales, entre los que se destacaron un grupo de
especialistas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(CEPAL). Como resultado de este trabajo conjunto, el modelo de
desarrollo económico se propuso como metas esenciales la utilización
plena de los recursos productivos, a partir de la liquidación de las
causas de la subutilización de la tierra con la reforma agraria; el
aumento del volumen del excedente económico y, por consiguiente, el
incremento de los recursos destinados a la inversión; la transformación
radical de la industria azucarera para convertirla en una actividad
mucho más compleja en la que el azúcar sería un subproducto más dentro
de una gama diversa de producciones; la ruptura del punto de
estrangulamiento del sector de la energía; el desarrollo de la industria
siderúrgica y de algunas ramas de la industria mecánica; y la
absorción por la industria de todo el crecimiento previsible de la
población ocupada en los siguientes años y de toda la desocupación
existente en ese momento.[13]
Estas
ideas se inscribían en el enfoque cepalista, que privilegiaba la
necesidad de una política arancelaria más proteccionista, garante de un
desarrollo endógeno basado en una deliberada política de sustitución de
importaciones; elementos característicos además de la concepción del
desarrollismo como teoría económica cuyo momento de esplendor se ubica
en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo.
La
concepción desarrollista no tardaría en ser superada al materializarse
debilidades y limitaciones como «el desconocimiento del significado que
tiene la competencia internacional en el incremento de la eficiencia de
la producción, como resultado de una protección excesiva de la
producción nacional que fue combinada con otros errores en el manejo
estatal de los recursos por parte de los gobiernos de los países
latinoamericanos».[14]
Sin
embargo, en coherencia con el resto de las necesidades más urgentes del
país, en el programa de desarrollo de la Revolución en sus primeros años
prevalecerían como objetivos principales la diversificación de la
producción agrícola, y el proceso de industrialización, dirigido a la
solución de los problemas de la balanza de pagos y al desempleo urbano.[15]
La
industrialización acelerada era concebida en Cuba entonces como
requisito indispensable para la independencia económica que necesitaba
el país, que posibilitaba una menor dependencia del sector externo y
facilitaba, con recursos propios, una salida a las agresiones
económicas de los Estados Unidos. Para su instrumentación resultaba
necesaria una nueva institucionalidad que canalizara las políticas e
intereses del Estado como actor principal del proceso, lo que fue
comprendido de inmediato por el gobierno revolucionario, que en el
propio 1959 creó dentro de la estructura del INRA el Departamento de
Industrialización, dirigido por Ernesto Guevara.
Hoy, a diferencia de lo que ocurría en los análisis de los primeros años de la Revolución,[1]
es aceptado el alto valor histórico del asalto a los cuarteles Moncada y
Carlos Manuel de Céspedes como inicio del proceso revolucionario
cubano en la década del cincuenta. En la mayor parte de los artículos y
ensayos relacionados con el tema se profundiza en la planificación de
las acciones, sus resultados y la trascendencia que tuvo en el mediano
plazo para el proceso insurreccional que sacudió el país y condujo al
triunfo de enero de 1959. En medio de estos, emerge una arista
sumamente importante de la gesta moncadista: su programa –dado a
conocer por Fidel Castro, líder del grupo, durante el juicio celebrado
en septiembre de 1953, y publicado clandestinamente pocos meses
después, bajo el título de La historia me absolverá–, que se
convertiría en expresión máxima de la importancia que desde su
nacimiento como movimiento, los jóvenes asaltantes le conferían al
componente social dentro del desarrollo de la nación, así como en una
guía esencial del actuar del gobierno revolucionario una vez ocupado el
poder.
En torno a
la materialización de las aspiraciones contenidas en dicho programa
gira el objetivo central de este artículo, que además propone un repaso
de las principales políticas sociales instrumentadas por el gobierno
revolucionario durante los primeros años para darle cumplimiento.
Seis problemas
Tras el
golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 y con la instauración de una
dictadura militar, la crisis de los moldes constitucionales en que
operaba la República se agudizó. Las respuestas de las fuerzas
opositoras al golpe, aunque con sus variaciones, resultaban
inoperantes, lo que contribuyó a que se acentuara la frustración del
pueblo y su descontento con la incapacidad de los dirigentes políticos.
Incluso
el Partido del Pueblo Cubano (ortodoxo), favorito para las elecciones
truncadas, no escapó al letargo en el que poco a poco fueron cayendo
las distintas agrupaciones. En él se deslindaron dos tendencias claras;
la pactista, compartida por un frente amplio de oposición, y la
independentista, que mantenía el principio de la ortodoxia en el sentido
de no aliarse a otro partido. Ninguna de estas dos variantes superaba
los marcos pseudodemocráticos impuestos por Batista, lo que dejó al
descubierto el agotamiento del movimiento populista ortodoxo antes de
emprender la práctica de gobierno que hubiera sido, también, «la prueba
histórica de su ineficacia como alternativa desarrollista dadas las
condiciones de la dominación capitalista en Cuba».[2]
Sin embargo, un grupo de militantes de la juventud ortodoxa integró secretamente una organización conocida a la que denominaron el Movimiento.
Ellos fueron capaces de ir más allá del juego a la denuncia o el pacto,
y ver en la acción armada la vía para romper la inercia en la que
entraba el país, que amenazaba con legitimar la dictadura.
El grupo,
que asume el nombre de Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7)
a partir de las acciones desarrolladas en Santiago de Cuba y Bayamo
ese día de 1953, fue capaz de insertarse en la vida política cubana y
proyectarse hacia el futuro, «constituyéndose además en un polo de
atracción para la juventud y el pueblo y marcando un punto de ruptura
con la política tradicional».[3]
Lo
avanzado del pensamiento de estos jóvenes quedó reflejado en su programa
político, fundamentado a lo largo del alegato de autodefensa
desarrollado por su líder, Fidel Castro,[4]
durante el juicio seguido a los sobrevivientes de la acción. En su
exposición, el entonces joven abogado explicó las cinco primeras leyes
que hubiese proclamado su movimiento inmediatamente después de tomar el
cuartel Moncada. La primera de ellas devolvería la soberanía al pueblo y
proclamaría la restitución de la constitución de 1940 como la verdadera
ley suprema del Estado. La segunda concedería la propiedad inembargable
e intransferible de la tierra a todos sus trabajadores que ocuparan
parcelas de cinco caballerías o menos, indemnizando a sus anteriores
propietarios. La tercera ley otorgaría a los obreros y empleados el
derecho a participar del 30% de las utilidades en todas las grandes
empresas industriales, mercantiles y mineras, mientras que la cuarta
concedería a los colonos el derecho a participar del 55% del
rendimiento de la caña y les otorgaría una cuota mínima de 40 000
arrobas a todos los pequeños colonos que llevasen tres o más años de
establecidos. La última, establecería la confiscación de todos los
bienes malversados y dispondría que la mitad de lo recobrado fuera para
engrosar las cajas de retiros obreros y la otra a hospitales, asilos y
casas de beneficencia.
Además,
agregó que la actuación de Cuba en el continente americano estaría
guiada por la más estrecha solidaridad con los pueblos democráticos y
los perseguidos políticos de las sangrientas tiranías. La nación sería
«baluarte de libertad y no eslabón vergonzoso de despotismo».[5]
Este proyecto de leyes, unido a la definición de los seis problemas socioeconómicos[6]
a cuya solución se hubiesen encaminado resueltamente sus esfuerzos,
junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia
política, constituye una profunda manifestación del sentido de justicia
social que tenían los jóvenes integrantes del MR-26-7 y evidencia
asimismo su avanzada concepción de que «el desarrollo no es sólo el
crecimiento económico, sino que debe expresarse también en la
superación de las desigualdades económicas y sociales y en la forma de
distribución de lo producido».[7]
Pocos
años después, a partir del triunfo revolucionario de enero de 1959, esa
unidad entre desarrollo económico y desarrollo social caracterizó todas
las políticas aplicadas por el nuevo gobierno, guiadas en lo fundamental
por el objetivo programático de solucionar los seis problemas
denunciados por Fidel.
Los
problemas económicos y sociales comenzaron a tener igual importancia en
la estrategia de desarrollo del país tal y como dictaba el objetivo
supremo de la Revolución Cubana «de alcanzar progresiva y
sistemáticamente el mejoramiento de las condiciones de vida de la
población, partiendo de la premisa de que el crecimiento económico no es
una finalidad en sí mismo, y que el desarrollo económico y social han
de marchar de la mano».[8]
Es más,
el desarrollo empezó a verse como un proceso sistémico en el que lo
económico y lo social se encontraban articulados, a partir de la noción
de que un crecimiento económico carente de progreso y justicia social,
no conduciría al desarrollo y mucho menos ayudaría a lograr los
objetivos sociales deseados, teniendo en cuenta, en particular nuestro
carácter de país subdesarrollado.
Resultaba
evidente, desde los mismos inicios de 1959, «que emprender un proceso
de desarrollo que diera solución a los tres grandes problemas
económicos (la tierra, la industrialización y el desempleo),
significaba enfrentar y superar dos grandes obstáculos: la deformada
estructura económica heredada y las relaciones de dependencia con
respecto a Estados Unidos».[9]
Además,
atender prioritariamente los problemas sociales más graves, a saber,
vivienda, educación y salud, era la principal acción de justicia social
que debería complementar el programa de desarrollo y a la par,
contribuir al avance del mismo. Superar los bajos niveles de educación y
el precario estado de salud del pueblo posibilitaría la utilización más
productiva de la fuerza de trabajo, lo que inevitablemente
facilitaría el desarrollo económico. Este enfoque permitió que en pocos
años y ante la mirada escéptica de algunos, las políticas sociales y
medidas adoptadas mediante la acción centralizada del Estado, guiadas
por el Programa del Moncada, transformaran de forma radical la situación social del país.
Reforma Agraria
Uno de
los principales compromisos contraídos por el movimiento revolucionario
con el pueblo fue la proscripción del latifundio y la implementación de
la tan ansiada reforma agraria. El problema de la tierra requería
atención urgente y restablecida en febrero la Constitución de 1940 en
sus aspectos esenciales,[10]
materialización de la primera de las cinco leyes anunciadas por los
moncadistas en 1953, tocaba ahora el turno de la segunda ley.
El 17 de
mayo de 1959, el Gobierno Revolucionario dictó la medida para muchos
más democrática, popular y decisiva hasta entonces para la
consolidación del nuevo poder: La Ley de Reforma Agraria.[11]
Con esta
ley se fijó en 405 hectáreas –alrededor de 30 caballerías–, el límite
ordinario de tierra para la propiedad agrícola, aunque se estipuló que
en casos excepcionales podía extenderse hasta las 1 342 hectáreas. De
esta forma se liquidó el latifundio nacional y extranjero y pudo
beneficiarse a más de 100 000 familias campesinas, transfiriendo
gratuitamente la propiedad de la tierra, dentro del límite de 26
hectáreas, a los campesinos que la trabajaban en condiciones
semifeudales.
Desde el
punto de vista institucional y jurídico, la ley dispuso la creación del
Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) para gestionar la
aplicación de las políticas económicas y sociales relacionadas con la
reforma, a la que se le confirió rango constitucional al declararla
parte de la Ley Fundamental de la República.
La
concepción de una institución como el INRA, reemplazado en 1976 por el
Ministerio de la Agricultura (MINAG), permitió que las expropiaciones y
la redistribución de las tierras se realizaran de manera eficiente y en
breve tiempo.
La ley no
se desentendía de las indemnizaciones o el respeto a la propiedad,
pues establecía el pago a los antiguos propietarios mediante bonos
redimibles en un plazo de veinte años y con un interés del 4,5% anual.
A medida
que avanzaban las transformaciones socioeconómicas y definido en 1961
el carácter socialista de la Revolución Cubana, la política agraria se
radicalizó y el 3 de octubre de 1963 se dictó una nueva ley que completó
el proceso de reforma. Con esta, quedaron nacionalizadas todas las
fincas con una extensión superior a las 67 hectáreas, cinco caballerías,
y se instauró un predominio de la agricultura estatal al pasar al
control del Estado alrededor del 70% de las tierras agrícolas.
Fueron
precisamente los efectos políticos de la Ley promulgada el 17 de mayo de
1959 uno los factores que motivaron esta radicalización posterior de
la reforma agraria y su consecuente drástica reducción de la máxima
extensión de tierras a poseer por las personas naturales. Dicha Ley
tuvo, tal y como se aprecia en su exposición de motivos, propósitos
esencialmente políticos: «golpear definitivamente a la burguesía rural
dada la incompatibilidad de esta clase con la revolución puesto que
estaba sirviendo de apoyo al imperialismo norteamericano y afectando los
intereses del pueblo trabajador obstruyendo la producción y el acopio
de productos agrícolas».[12]
Industrialización y empleo
La
solución del problema de la industrialización, en la que se enfocaría
también el joven gobierno revolucionario, partía de una concepción
integral de la estrategia de desarrollo que buscaba superar las
deficiencias del modelo heredado.
Las
primeras acciones estuvieron influenciadas por la asesoría técnica de
expertos foráneos y nacionales, entre los que se destacaron un grupo de
especialistas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(CEPAL). Como resultado de este trabajo conjunto, el modelo de
desarrollo económico se propuso como metas esenciales la utilización
plena de los recursos productivos, a partir de la liquidación de las
causas de la subutilización de la tierra con la reforma agraria; el
aumento del volumen del excedente económico y, por consiguiente, el
incremento de los recursos destinados a la inversión; la transformación
radical de la industria azucarera para convertirla en una actividad
mucho más compleja en la que el azúcar sería un subproducto más dentro
de una gama diversa de producciones; la ruptura del punto de
estrangulamiento del sector de la energía; el desarrollo de la industria
siderúrgica y de algunas ramas de la industria mecánica; y la
absorción por la industria de todo el crecimiento previsible de la
población ocupada en los siguientes años y de toda la desocupación
existente en ese momento.[13]
Estas
ideas se inscribían en el enfoque cepalista, que privilegiaba la
necesidad de una política arancelaria más proteccionista, garante de un
desarrollo endógeno basado en una deliberada política de sustitución de
importaciones; elementos característicos además de la concepción del
desarrollismo como teoría económica cuyo momento de esplendor se ubica
en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo.
La
concepción desarrollista no tardaría en ser superada al materializarse
debilidades y limitaciones como «el desconocimiento del significado que
tiene la competencia internacional en el incremento de la eficiencia de
la producción, como resultado de una protección excesiva de la
producción nacional que fue combinada con otros errores en el manejo
estatal de los recursos por parte de los gobiernos de los países
latinoamericanos».[14]
Sin
embargo, en coherencia con el resto de las necesidades más urgentes del
país, en el programa de desarrollo de la Revolución en sus primeros años
prevalecerían como objetivos principales la diversificación de la
producción agrícola, y el proceso de industrialización, dirigido a la
solución de los problemas de la balanza de pagos y al desempleo urbano.[15]
La
industrialización acelerada era concebida en Cuba entonces como
requisito indispensable para la independencia económica que necesitaba
el país, que posibilitaba una menor dependencia del sector externo y
facilitaba, con recursos propios, una salida a las agresiones
económicas de los Estados Unidos. Para su instrumentación resultaba
necesaria una nueva institucionalidad que canalizara las políticas e
intereses del Estado como actor principal del proceso, lo que fue
comprendido de inmediato por el gobierno revolucionario, que en el
propio 1959 creó dentro de la estructura del INRA el Departamento de
Industrialización, dirigido por Ernesto Guevara.
[1]
Las acciones del 26 de julio no serían valoradas en su justa medida
hasta después del triunfo del 1ro de enero de 1959. Antes de esa fecha,
eran mayormente consideradas dentro y fuera de Cuba como parte de una
aventura romántica de un grupo de jóvenes pequeño burgueses o un pustch
aventurero. Para más información al respecto ver Germán Sánchez Otero:
«El Moncada: inicio de la Revolución Cubana», Punto Final, No. 62, Santiago de Chile, 1972.
[2] Ibídem.
[3] José Bell Lara: Fase insurreccional de la Revolución Cubana, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2007, p. 2.
[4] Fidel Castro Ruz: La historia me absolverá, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2007, pp. 35-46.
[5] Ibídem.
[6] En el Programa del Moncada se
sintetizan los seis problemas esenciales que atenazaban la vida de los
cubanos: el problema de la tierra, el de la industrialización, la
vivienda, el desempleo, la educación, y el problema de la salud del
pueblo.
[7] Elena C. Álvarez González: Cuba: un modelo de desarrollo con justicia social, Instituto Nacional de Investigaciones Económicas, 1998, pp. 2-12.
[8] Rita Castiñeiras García: «Calidad de vida y desarrollo social en Cuba», Cuba Socialista, La Habana, 2011, Disponible en la URL: http:// www.cubasocialista.cubaweb.cu/index.php?q=calidad-de-vida-y-desarrollo-social-en-cuba.
[9] José Luis Rodríguez en Elena C. Álvarez González: ob. cit., p. 7.
[10]
Mario Mencía aclara que la Revolución toma de la Constitución de 1940
los aspectos más revolucionarios contenidos en ella y que le resultaban
imprescindibles para su desarrollo, pero que no la establece en la
totalidad de su articulado porque «hubiese sido absurdo que la
Revolución triunfante se autocastrara». Asumirla mecánicamente, «hubiera
forzado a la Revolución triunfante a convocar elecciones generales en
seis meses, reinsuflar vida al sistema de injusticia social y al
sistema económico contra el que se había luchado durante toda la
pseudorrepública, y mantener el poderío del aparato policiaco y militar
represivo, sostenedor del régimen burgués, que acababa de ser
derrotado y que, de inmediato, iba a ser desmantelado y sustituido por
el Ejército del pueblo». Para más información ver Mario Mencía: «El
programa del Moncada, La historia me absolverá y la constitución de 1940», en revista Caliban, La Habana, octubre-noviembre-diciembre 2009, disponible en la URL:
http://www.revistacaliban.cu/articulo. php?numero=5&article_id=59
[11] Rolando Pavo Acosta: La Reforma Agraria en Cuba; del Programa de Joven Cuba a la Ley de 17 de mayo de 1959, [s.a.], pp. 242-243.
[12] En Rolando Pavó Acosta: Derecho agrario; teoría general. Su recepción y estado actual en Cuba,
Universidad de Oriente, Santiago de Cuba, 2009, Versión PDF Disponible
en la URL: http://www. eumed.net/libros-gratis/2012b/1213/index.htm.
[13] Raysa Fuentes de Armas: La
economía cubana durante la primera mitad de los años 60. Las
trasformaciones económicas, la estrategia de desarrollo y los mecanismos
de funcionamiento, Facultad de Ciencias Sociales y Humanísticas, Universidad de Matanzas Camilo Cienfuegos, Matanzas, 2001, p. 11.
[14] Ibídem.
[15] Ernesto Guevara en José Luis Rodríguez: ob. cit., p. 47.
[16] Elena C. Álvarez González: ob. cit., pp. 10-12.
[17] Ibídem.
[18] Dania González Couret: «Medio siglo de vivienda social en Cuba», Revista Invi, Vol. 24, No. 67, pp. 69-92, Santiago de Chile, 2009.
[19] Carmelo Mesa Lago: ob. cit.
Sin
embargo, la importancia medular que se le concede al tema desde 1959,
más allá del primer programa revolucionario pues ha estado presente
como objeto prioritario en todas las estrategias de desarrollo trazadas,
es innegable. Todas las unidades que se construyen por la vía estatal,
con independencia del cumplimiento o no de los planes, son financiadas
centralmente y entregadas mayoritariamente en propiedad mediante una
elevada subvención y a través de créditos bancarios, amortizables en
10,15 ó 20 años. De esta forma se asegura el nivel de acceso de las
familias, inclusive las de menores ingresos. Rita Castiñeiras García: ob. cit.
[20]
Datos tomados de José Pedro González González y Raúl Reyes Velázquez:
«Desarrollo de la Educación en Cuba después del año 1959», Revista Complutense de Educación, Vol. 21, pp. 13-35, Madrid, 2010.
[21] José Pedro González González y Raúl Reyes Velázquez: ob. cit., p. 17.
[22] Carmen Gómez García: La Alfabetización en Cuba, inicio de un proceso de culturización de las masas populares, [s.a.], Disponible en la URL: http://www.achegas.net/numero/vinteetres/carmen_garcia_23.htm
[23] Juan Marinello: «Un testimonio concluyente», Revista Bohemia (Versión Web), La Habana, 1965, Disponible en la URL: http://www.bohemia.cu/centenario-bohemia-2/testimonio.html
[24] Joseba Macías: Revolución Cubana: Mujer, Género y Sociedad Civil, [s.a.], p. 9, versión PDF, Disponible en la URL: www.vientosur.info/documentos/Cuba%20%20Joseba.pdf
[25] La Reforma Universitaria de 1962, [s.a.], pp. 61- 65, versión PDF, Disponible en la URL: http://www.dialnet.unirioja.es
[26] Ibídem.
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