Por José Ramón Fernández.
La batalla inevitable constituye un
testimonio que se adentra en los orígenes, desarrollo y clímax de una etapa del
proyecto norteamericano para liquidar la Revolución Cubana, cuyo desenlace
final fue la derrota de la Brigada de Asalto 2506, en las arenas de Playa
Girón.
La obra se sustenta en una acuciosa
investigación, donde resalta lo inédito o poco conocido.
Pero quizás, lo que más llama la atención y
sorprende, es la magnitud del proyecto de la CIA, que no descuidó ningún
detalle, tanto militar, económico como político; preparación y
desencadenamiento de una guerra de insurgencia en zonas montañosas; verdadera
desestabilización subversiva en el país y su forma más relevante, el
terrorismo; el clima psicológico; los centros de reclutamiento y entrenamiento
y la óptima preparación de estas fuerzas para un enfrentamiento convencional
con alcance limitado y que incluyó en su aseguramiento detalles tan
sofisticados como los sombreros mosquiteros para protegerse el rostro de las
molestas picadas de insectos; los medios técnicos de que dispusieron, la
integración, estructura de las fuerzas y el trabajo ideológico con sus
miembros; la función manipuladora y hegemónica de los jefes militares y
políticos norteamericanos.
El desastroso fracaso en Playa Girón ha sido
uno de los acontecimientos que más análisis, informes, artículos y libros han
producido en Estados Unidos. La profunda amargura que provocó en los círculos
políticos y agencias de la administración, obligaba a efectuar el recuento de
qué había fallado en la casi siempre perfecta maquinaria bélica norteamericana.
Y es difícil, excepto en muy contadas excepciones, encontrar hoy, en la
literatura de ese país, una explicación X el valor, la firmeza, el denuedo y el
espíritu de victoria con que lo hicieron las fuerzas revolucionarias.
De aquí lo extraordinario del alcance de la
victoria del pueblo cubano, como seguramente sorprendió al gobierno de Estados
Unidos, que esperaba otros resultados. Y eso solo se explica por el coraje de
un pueblo que vio en el triunfo del 1ro de enero la posibilidad real de dirigir
sus propios destinos, razón por la cual vistió con orgullo la camisa azul de
mezclilla, la boina verde olivo y se dispuso a combatir con la certeza de que
no pasarán.
El hombre que aclamó a Fidel Castro en su
recorrido triunfal por casi toda la isla, durante los primeros días de enero de
1959, es el que ya convencido de la causa, fusil en mano, el 17 de abril de
1961, está decidido a resistir y vencer la agresión norteamericana. En ese
corto período de tiempo, la obra revolucionaria y, en especial la prédica de
Fidel, calaron hondo en los sentimientos del cubano. La gente se identificó con
los conceptos de soberanía nacional, justicia social, igualdad, dignidad. La
Revolución había resuelto el problema de la tierra, daba pasos seguros y
tangibles para liquidar la discriminación racial y de la mujer, aseguraba el
acceso de las grandes masas al trabajo, a la educación, a la salud pública, al
deporte, a la cultura; en la conciencia popular se enraizaba la erradicación de
todo tipo de corrupción.
La narración que hace el autor alrededor de
los cambios a partir de 1959 en la Ciénaga de Zapata, futuro teatro de
operaciones —además de su valor estético-político—, constituye una demostración
concreta de las realizaciones económicas y sociales alcanzadas en tan corto
tiempo.
“El pueblo cubano vivía momentos cumbres de
patriotismo y fervor revolucionario y el apoyo a la Revolución y a su líder
Fidel Castro mostraba una espiga como nunca antes la había logrado ningún gobernante
en el hemisferio” —señalaba el autor y ello será la causa fundamental de la
derrota mercenaria. “¡Levántate, que llegó la invasión y los americanos están
atacando! ¡En la Ciénaga están los americanos!” Eran las voces que corrían de
casa en casa en el pueblo de Jagüey Grande, el más próximo al escenario del
desembarco. Creían que se trataba de marines yanquis y se iban concentrando en
el local de la milicia, el gobierno municipal y el cuartel del Ejército XI a lo
ocurrido en estas playas, que no esté lastrada por esquemas y presupuestos
preconcebidos —ausencia de raids aéreos, dificultades con los suministros, si
la invasión debió haber sido por Trinidad, o por otro lado..., si esto o si lo
otro. En la mayoría de los análisis norteamericanos no se menciona un factor
tan evidente y que a la postre sería decisivo, con absoluta vigencia 45 años
después, como es el hecho incuestionable de que la población cubana vivía en
total clímax revolucionario, y mantenía una incuestionable cohesión de ideas
políticas con Fidel y, al mismo tiempo, esperaba una invasión, incluso directa.
Para los cubanos se trataba de enfrentar; rechazar y derrotar una invasión
extranjera. Y existe una fuerza más poderosa que el vapor; la electricidad y la
energía atómica: la voluntad de los hombres.
El autor trata con amplitud la labor de
enfrentamiento que desplegó la Revolución con el objetivo de vencer los planes
del enemigo. Se destacan las acciones contra el bandidismo, la penetración del
Centro CIA en La Habana y sus organizaciones contrarrevolucionarias en Cuba y
Estados Unidos; la lucha contra el sabotaje, que redujo a cenizas algunos de
los más importantes centros comerciales y diversas industrias del país; la
liquidación de los planes de atentados contra la vida del Comandante en Jefe,
los que constituyen un récord en el período previo a Girón; la labor
esclarecedora de Fidel frente a los planes de intimidación al pueblo, a través
de operaciones psicológicas, donde se evidenció todo el arsenal de me-dios,
métodos y técnicas de la propaganda de guerra subversiva, con sus principales
armas: Radio Swan, las bolas y los rumores, carentes de ética y de un cinismo
inaudito, como aquellas que impulsaron la operación de la “patria potestad”,
encaminada a violentar los más puros valores de la familia cubana.
Debemos decir que la concepción de la
operación, desde el punto de vista estratégico y táctico, no fue un error;
escogieron una porción de tierra donde podían desembarcar, donde había una
pista de aviación, construcciones, y que estaba separada de la tierra firme por
un pantano, a través del cual solo había tres accesos por carretera y sobre
estos lanzaron a los paracaidistas; venían bien organizados, bien armados, con
un buen apoyo, pero les faltó la razón, la justeza de la causa que defendían.
Por ello no combatieron con el ardor, XII le entregaba un pequeño impreso a
cada miliciano para comprobar el recorrido y se acuñaba en distintos puntos.
Esa noche cayó un tremendo aguacero. Fidel se incorporó, durante la marcha, a
una parte del recorrido, bajo la lluvia. Al siguiente día, por la mañana, a la
hora estimada, no regresaba nadie. Suponíamos que iban a comenzar a llegar poco
después del amanecer del siguiente día, pero amaneció y nadie llegó. Como a las
diez de la mañana llegaron los primeros; y así, a las once, a las doce, a la
una, a chorritos, la gente llegaba agotada; y después, sobre cualquier
vehículo, los que no vencieron la prueba.
Cerca de las cuatro de la tarde, reúno a
los cuadros de mando y estoy analizando y criticando, allí en un aula, cuando
se abre la puerta y entra Fidel, le explico. Entonces me ordena que mande a
formar el batallón. Organizamos a aquel despojo. Unos con más ánimo. Fidel les
habló a los milicianos. A los que no habían pasado la prueba les dijo que para
formar parte del batallón era necesario vencer la prueba de los 62 kilómetros y
el que no, que aquello era voluntario. A los que llegaron primero, los puso a
un lado y les dijo que ellos constituían la “compañía ligera de combate”, que
era una unidad con destino y armas diferentes, la tropa de choque. Al
finalizar, expresó a los que no habían vencido que si querían, podían
marcharse; los que decidieran quedarse, tendrían que repetir la caminata. Nadie
se marchó. “¿Cuándo la hacemos?” —preguntó. Siempre hay exagerados y ahí los
hubo. “¡Hoy mismo!”, contestaron muchos enardecidos. Se decidió hacerla dos
días después. Y la vencieron todos.
Es importante decir que los milicianos,
durante el tiempo que duraba el curso, no vivían ni dormían dentro de los
edificios, era en la hamaca, debajo de los árboles; se cocinaba con leña, a la
intemperie; letrinas rudimentarias en la tierra, sin agua corriente y por ello
sin duchas; no había otra luz que la de la luna y las estrellas y cuando
llovía, era la lluvia y el lodo; todo el día haciendo ejercicios militares, de
noche las guardias. Aquello no era fácil. Y cada batallón tenía 995 efectivos.
Al finalizar el curso, que duraba dos
semanas, se entregaba a cada miliciano la boina verde que se convirtió en un
emblema. La entrega de la boina era un motivo de fiesta. Las milicias se
convirtieron en una gigantesca escuela de revolucionarios. Del anonimato de sus
filas surgieron los cuadros de mando; no vinieron de XIII Rebelde, reclamando
armas e instrucciones.
Los millones de cubanos que, como los
pobladores de Jagüey, se dispusieron a resistir, o aquellos que enfrentaron la
invasión directamente y dieron sus vidas o vencieron, o los que neutralizaron
la contrarrevolución interna auténticamente anexionista, sabían por qué lo hacían.
Pero, contrario a lo acontecido a otros pueblos, el nuestro no estaba desarmado
ni desorganizado al producirse la agresión.
Mas, ni siquiera la necesidad de defender
la Revolución ante tan descomunal peligro, llevó a Fidel a hacer concesiones.
Ser miliciano no era fácil. Había que ganarse ese derecho.
Me encontraba en el campamento de la
Escuela de Cadetes de Managua, ubicado en la desembocadura del río La
Magdalena, en la vertiente sur de la Sierra Maestra. Desde allí subíamos al
Pico Turquino. La orden era ascender veinte veces y cuando llevábamos cumplida
la mitad de la misión, recibí la orden de presentarme ante el Comandante en
Jefe, aquí en La Habana. Él me indicó buscar un lugar para instalar una escuela
en la que daríamos cursos a un numeroso grupo de trabajadores, dirigentes
sindicales y estudiantes seleccionados quienes después dirigirían, a su vez,
los batallones de milicias. Debo decir que cuando tuve contacto con ese primer
curso, ya, por indicación de Fidel, sus integrantes habían escalado cinco veces
el Turquino.
Pocas semanas después de organizado este
curso en la Escuela de Responsables de Milicias en Matanzas se comienzan a
organizar los batallones de milicias. Fidel me manda a buscar para que me
hiciera cargo de dirigir el entrenamiento de los batallones de la capital. Es
cuando nos pregunta a qué prueba los vamos a someter para medir su voluntad,
firmeza, y decisión de ser milicianos.
Recuerdo que Fidel propuso que fueran y
regresaran en una jornada desde Managua hasta Santa Cruz del Norte. Buscamos el
mapa, medimos la distancia. Había más de 100 kilómetros, ida y vuelta. Se
requería un hombre de excepcionales condiciones físicas y bien entrenado para
que lo hiciera en una jornada. Era casi imposible. Finalmente, se escogió la
ruta por Managua, saliendo por la carretera que conduce a Batabanó, hasta San
Antonio de las Vegas, de ahí a la Ruda, saliendo a la Carretera Central, San
José, Cuatro Caminos y regresaban a Managua. Ese es el origen de la famosa
prueba de los 62 kilómetros.
El primer batallón en pasar la prueba y la
escuela fue el 111. Se XIV castas; obreros industriales, agrícolas,
trabajadores intelectuales, estudiantes.
Los soldados y oficiales del Ejército
Rebelde y de la Policía Nacional Revolucionaria eran sometidos a pruebas también
muy duras. Conocedores de la guerra de guerrillas, apenas comenzaban a dominar
el nuevo armamento y el arte de la guerra convencional, cuando se produjo el
desembarco. Los tanquistas iban por el camino, hacia la zona del combate,
aprendiendo cómo se cargaba el cañón. Los pocos pilotos que teníamos despegaban
en aviones que ellos mismos calificaban de “Patria o Muerte”; no estaban ni de
alta ni de baja, simplemente volaban por la inventiva de los mecánicos y el
coraje de los aviadores. Los soldados de las columnas principales eran
movilizados constantemente.
Todas esas pruebas, esa concepción de
Fidel, que no era nueva, era de la Sierra, contribuyó mucho a la alta moral de
las milicias y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias; sobre todo en aquellos
hombres de la ciudad que nunca habían tenido una vida tan rústica, día y noche;
tan difícil, a la intemperie, bajo la lluvia, el sereno; factores decisivos en
la derrota de las bandas armadas, de los mercenarios de Girón y factor
importante durante la Crisis de Octubre. Una disposición que se ha repetido
muchas veces y que ya es tradición de nuestro pueblo.
No puede dejar de mencionarse que en ese
mismo espíritu, en esa pasión revolucionaria que impregnó Fidel en la Sierra,
en aquellos tiempos iniciales de la lucha, han continuado educándose nuestras
Fuerzas Armadas Revolucionarias, bajo la dirección de Raúl, y que son ejemplo
de austeridad, honradez, abnegación y patriotismo.
Una pasión como la que se ha demostrado en
los últimos tiempos, como esas que se ven, sobre todo, ante un peligro real,
inminente; como fue Girón, cuya victoria asombró al mundo y preservó la
Revolución, porque Fidel había desatado la fuerza del pueblo. Solo así se
explica cómo se logró vencer un proyecto tan descomunal y agresivo como el que
se describe en esta obra.
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