viernes, 22 de abril de 2016

Fidel Castro y la revolución en América Latina


Tomado de Pensar en Cuba
Por Alberto Prieto Rozos.

Fidel Castro revolucionó el concepto de hacer la revolución en América Latina. Se apartó de los establecidos cánones clásicos para tomar el poder y transformar la sociedad, planteando tres consignas básicas: armas, unidad, pueblo. Consideró que con ellas el proceso revolucionario sería inderrotable. Sabía que conocer el contexto material en que se desarrollaba la vida de los seres humanos, así como sus conflictos, resultaba básico e inobviable. Pero eso no bastaba. Había que interpretar los anhelos de las personas, pues la transformación de su moral dependía de ello. La actividad de los seres humanos está determinada por su conciencia. Esta se nutre –como reflejo– de una forma de pensar e idiosincrasia, de su manera de sentir o psicología, así como de su cultura. Las personas actúan influidas por sus tradiciones o historia y están motivadas por una ideología o concepción del mundo. Pero siempre sin olvidar que se piensa como se vive, y no al revés.
La primera fase de la lucha de Fidel se centró en combatir el indeseado régimen de Batista, instituido tras su golpe militar del 10 de marzo de 1952. El joven revolucionario demostró tener dominio sobre las características objetivas y subjetivas existentes en Cuba, cuando formuló su alegato–programa La historia me absolverá. Lo expuso durante la farsa judicial a la que fue sometido tras su fallido ataque al Cuartel Moncada –el 26 de julio de 1953–, que pretendía derrocar al anti–constitucional gobierno pro–imperialista. En dicha alocución Fidel convocó a crear un amplio frente anti-dictatorial, que resistiese a la tiranía y luego condujese al pueblo a una multifacética rebeldía –política, social, armada–, hasta el triunfo. Trataba de lograr la unidad por la negación, aunque dentro de aquella unos buscasen retornar al status anterior, mientras otros quisieran alcanzar un mundo mejor mediante la revolución.
Luego de dos años de guerra, Fidel –con el Ejército Rebelde– ocupó el poder e inició una segunda fase de su lucha. Planteó la necesidad de transformar o sustituir las viejas estructuras por otras nuevas. Esto se realizaría mediante un conjunto de etapas evolutivas. En ellas se eliminarían los reaccionarios intereses de los imperialistas y sus aliados internos, metamorfoseando al Estado y sus instituciones en nombre de los intereses generales de la sociedad. Ponía en práctica su novedoso concepto: «Revolución es el arte de aglutinar fuerzas para librar batallas decisivas contra el imperialismo. Ninguna revolución, ningún proceso se puede dar el lujo de excluir a ninguna fuerza; ninguna revolución se puede dar el lujo de excluir la palabra “sumar”». Eso implicaba unificar dirigencias políticas diferentes, pero susceptibles de integrar una vanguardia nacional–liberadora única, decidida, capaz y firme. La nueva unidad sería por la afirmación de lo que se quería.
A partir de esos criterios, desde el primero de enero de 1959 se intervinieron las propiedades malversadas por los antiguos gobernantes y se rebajaron los alquileres urbanos para luego entregar la propiedad de los domicilios a sus inquilinos. Se dictó una ley de Reforma Agraria que entregó a precaristas y aparceros los suelos que trabajaban; estatizó las plantaciones y latifundios ganaderos; limitó la posesión privada de la tierra a 65 hectáreas, e hizo surgir al lado de las pequeñas haciendas campesinas las cooperativas agrícolas. Se transformaron los cuarteles en escuelas. Se fundaron milicias de obreros, campesinos, estudiantes e intelectuales. Se nacionalizaron los bancos y demás compañías extranjeras. Se estatizaron cuatrocientas empresas propiedad de criollos. Se constituyeron en los barrios Comités de Defensa de la Revolución. Y se creó en septiembre de 1960 un Buró de Coordinación de Actividades Revolucionarias, encargado de integrar al ex–insurrecto Movimiento 26 de Julio con el estudiantil Directorio Revolucionario y el proletario Partido Socialista Popular.
Este proceso transformó el derecho y consecuentemente las formas de propiedad, el sistema económico, las relaciones sociales y la cultura. Igualmente sucedió con la moral, pues el cambio había sido anhelado. De esa manera Fidel logró el extraordinario éxito político de transformar la rebeldía en revolución. Luego dio a esta un contenido ideológico específico, el socialismo, al proclamarlo en vísperas de la derrotada –abril de 1961– invasión mercenaria que desembarcó por Playa Girón, organizada por la CIA. Se evidenció entonces que se había realizado un gigantesco paso de avance en la historia de América Latina. Se demostró, además, que no existían barreras infranqueables para los procesos decididos a llegar a su máximo desarrollo, cuyo límite lo establecería la idiosincrasia o costumbres y aspiraciones socioeconómicas de la población. Y dentro de todo era vital que el sector social ocupara el poder y quien lo dirigiese.
Al triunfar la revolución en Cuba, la América Latina se encontraba bajo la hegemonía del imperialismo estadounidense. Los gobiernos del nacionalismo burgués populista –en Argentina, Brasil y México– habían agotado sus posibilidades y dejado de existir. El empeño de revolución democrático–burguesa en la Guatemala de Arbenz, había sido frustrado por una invasión mercenaria organizada por la CIA. Y en Bolivia, donde la insurrección de los mineros había colocado en el gobierno al MNR, ese partido se había desacreditado al entregar el petróleo –nacionalizado hacía tres lustros– a las empresas imperialistas y haberse alineado en política exterior con los Estados Unidos.
La Revolución Cubana influyó profundamente en las conciencias más audaces; se entendía que amplias perspectivas de liberación se abrían para millones de humildes y desposeídos, cuya lucha podría terminar con la opresión. Y hubo quienes de inmediato se lanzaron al combate guerrillero rural. Sucedió así en Nicaragua, Panamá, Guatemala, Haití, Perú, República Dominicana, Paraguay y Venezuela, mientras en Colombia el gobierno pretendió –inútilmente– liquidar la sobreviviente insurgencia comunista. En ese contexto, en febrero de 1962, Fidel Castro lanzó su trascendental Segunda Declaración de La Habana. El texto afirmaba que el movimiento de liberación contemporáneo latinoamericano era indetenible. Pero su triunfo dependía de que se vertebraran los esfuerzos de obreros, campesinos, intelectuales, pequeño burgueses y capas progresistas de la burguesía nacional, sin prejuicios ni divisiones o sectarismos, dirigidos por los mejores revolucionarios de la sociedad. En dicho movimiento –precisaba– debían luchar juntos desde el viejo militante marxista hasta el católico sincero, así como los elementos avanzados de las fuerzas armadas. Entonces en el sub–continente entraron en crisis los acuerdos del VII Congreso de la Tercera Internacional sobre la estrategia de los «Frentes Populares» encabezados por la burguesía, que por inercia los Partidos Comunistas habían seguido considerando como válidos, a pesar de haber sido disuelta dicha organización hacía casi veinte años. Quienes rechazaron aquella orientación se sumaron a los partidarios de la lucha armada, que se animaba en la región.
La disputa entre los simpatizantes de una u otra tendencia pronto se vio agravada por conflictos políticos originados allende los mares; se había producido el cisma chino–soviético, impulsado con vigor por Pekín a partir de 1963, cuando publicara su «Propuesta de Línea General para el Movimiento Comunista Internacional». La médula de la polémica radicaba en que Moscú proponía la «coexistencia pacífica» entre el Este y el Oeste, lo cual implicaba que se aceptara exclusivamente la vía electoral como opción política al interior de los países. En cambio, los «maoístas» brindaban una visión simplificada de las específicas condiciones chinas antes del triunfo socialista en esa enorme república asiática. De ahí que plantearan la necesidad de sostener una «guerra popular prolongada» del campo a la ciudad, en los países subdesarrollados del llamado Tercer Mundo.
Con el propósito de analizar cuestiones de tanta trascendencia y complejidad, Fidel convocó en 1964 a la tercera Conferencia de los Partidos Comunistas de América Latina. En sus conclusiones se trazó una sinuosa línea conciliatoria entre enemigos y proclives de la lucha guerrillera. A los tres años, con el apoyo de estos últimos, en La Habana se celebró la Conferencia de Solidaridad de América Latina –más conocida por las siglas OLAS– a la que asistieron los abanderados del combate armado, ahora engrosados con los partidarios de las guerrillas urbanas en Argentina y Uruguay. En ella se concluyó que, en nuestra región existían condiciones socioeconómicas y políticas susceptibles de crear –con el desarrollo de la guerra popular– situaciones revolucionarias, en dependencia de las concepciones ideológicas y capacidades organizativas de las vanguardias. Por su parte, la militancia comunista atraída por el «maoísmo», se esforzó por escindir dichos partidos, añadiendo casi siempre al nombre de su organización de origen, el término de «marxista–leninista» o alguna variación parecida. Al atribulado panorama de tendencias revolucionarias habría que añadir la del trotskismo; ésta abordaba la cuestión de la toma del poder de manera nebulosa, aunque se planteara –tal vez para un futuro– la posibilidad de una súbita lucha armada, que en breves combates debería triunfar sin realizar alianza alguna con otras fuerzas.
En Nicaragua el Frente Sandinista de Liberación Nacional acometió la lucha armada contra la dictadura nepotista de los Somoza, teniendo en cuenta a los partidos burgueses –como el Conservador– que influían en la oposición. Luego de tres lustros de guerra popular prolongada en los campos, en el FSLN brotó la Tendencia Proletaria –urbana-, seguida de la Tercerista. Ésta insistía en la unión de todas las clases, grupos y sectores sociales opuestos a la tiranía, en un proceso de creciente actividad político-militar. Ella se desarrollaría bajo la hegemonía armada y partidista del sandinismo, hacia un gobierno democrático, anti-imperialista y de reconstrucción nacional. Tras reunificarse, el FSLN sincronizó sus ofensivas guerrilleras con sublevaciones en las ciudades y una huelga política general. Luego con todas las fuerzas patrióticas se conformó un clandestino Gobierno Provisional que propuso nacionalizar los bienes de Somoza, la banca, el comercio exterior, la minería y las tierras ociosas. Una vez conquistado el poder en julio de 1979, esos mismos elementos políticos conformaron la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, que aplicó los postulados acordados. La contrarrevolución estructurada por el imperialismo, que organizó bandas mercenarias, no impidió la institucionalización del país. La nueva Constitución garantizó el pluripartidismo, la tripartición de poderes, la economía mixta, la autonomía de la Costa Atlántica, así como elecciones presidenciales cada sexenio. La intensa lucha armada de la contrarrevolución también transitó por el escándalo estadounidense «Irán–Contra», lo que auspició el surgimiento del novedoso Grupo Contadora. Este significó el inicio de los empeños diplomáticos latinoamericanos por sustraer los conflictos regionales de la contraposición Este–Oeste, característica de la «Guerra Fría».
Pero el Servicio Militar Obligatorio establecido para luchar contra los mercenarios, así como el agravado desabastecimiento en el país, perjudicó a los sandinistas; del exterior no provenía un sustancial socorro económico, salvo el susceptible de ser aportado por la pequeña y bloqueada Cuba socialista. Dicha ayuda sobre todo se materializó en un impresionante aflujo de médicos y maestros, algunos de los cuales, incluso, fueron asesinados por la contra. Dicha situación provocó en 1990 la derrota electoral del sandinismo. Simultáneamente,la Unión Soviética inició el proceso de su desintegración. Este fue acompañado por la disolución del CAME –al cual la economía cubana estaba fortísimamente incorporada–, y la desaparición del campo socialista europeo. En ese contexto, Fidel Castro se reunió en Cuba con Luiz Inacio Lula Da Silva –fundador del Partido de los Trabajadores del Brasil–, y juntos decidieron convocar a un encuentro de las organizaciones políticas de izquierda de América Latina y el Caribe. El mismo se inició ese año en Sao Paulo, que desde entonces brindó su nombre al cónclave que ha celebrado casi dos decenas de reuniones en poco más de veinte años, y se ha convertido en el principal instrumento de articulación progresista en el mundo. El Foro de Sao Paulo demostró que en América Latina existían posibilidades para impulsar procesos que acometiesen mayor justicia social e igualdad de oportunidades en la región.
La Revolución Bolivariana fue engendrada por el colosal estallido de violencia popular –27 de febrero de 1989– conocido como «El Caracazo», cuando las masas fueron reprimidas con brutalidad por las fuerzas armadas. Esto motivó el rechazo de la oficialidad progresista nucleada alrededor de Hugo Chávez, quien a los tres años intentó una fallida sublevación militar. Excarcelado, el ex–teniente coronel fue invitado por Fidel Castro a Cuba. Este país recién había concluido en Angola una década de victoriosa gesta militar, en la cual unos trescientos mil cubanos colaboraron en garantizar su independencia y la de Namibia, e influyeron en el desmantelamiento del apartheid racista en Sudáfrica. Además, la pequeña isla caribeña se había convertido en una potencia mundial en educación y salud; su esperanza de vida rondaba los 80 años, y decenas de miles de sus médicos curaban en un centenar de naciones. Pero sobre todo Chávez descubrió que la revolución socialista había creado una sociedad muy humanista, con impresionante tranquilidad social y elevada cultura, lo cual reflejaba un modo nuevo de pensar en el que se conjugaban asombrosa dignidad, gran audacia, mucha inteligencia y enorme apego a la realidad.
De regreso a Venezuela, Chávez impulsó con civiles y antiguos compañeros de armas un movimiento en contra de la desprestigiada «cuarta república». Para ello estructuró un amplio frente –el Movimiento V República– a favor de su creación. Tras su notable victoria electoral, Chávez ocupó la presidencia en 1999 y celebró comicios para una Constituyente, la cual aprobó un ejecutivo fortalecido, mayor control estatal sobre la economía y disposiciones que permitían realizar transformaciones en el desarrollo agrario y los hidrocarburos. El disgusto reaccionario condujo a un intento de golpe contrarrevolucionario cívico–militar, que fue derrotado por la actividad conjunta del pueblo en las calles y el accionar de militares institucionalistas. Entonces Chávez clamó por una sociedad «rumbo al socialismo del Siglo XXI» y después viajó de nuevo a Cuba. Allí, junto a Fidel Castro, en el 2004 firmó un proyecto integracionista que se nombraría Alianza Bolivariana para América Latina y el Caribe (ALBA).
Fidel Castro, desde el triunfo la Revolución Cubana, estaba consciente de lo imperioso que resultaba en nuestra región, rechazar la hegemonía estadounidense mediante la integración latinoamericana. Por eso en su visita al Río de la Plata en el propio 1959, planteó:
Unámonos primero en pos de nuestros anhelos económicos, en pos del mercado común y después podremos ir superando las barreras aduaneras, y algún día las barreras artificiales habrán desaparecido. Que en un futuro no muy lejano nuestros hijos puedan abrazarse en una América Latina unida y fuerte. Ello será un gran paso de avance hacia la unión política futura, como fue el sueño de nuestros antepasados.
Acorde con esos postulados, el ALBA rechazó la rivalidad o competencia económica, auspició la complementariedad productiva e impulsó el comercio avalado por una acertada práctica inversionista. Otros países progresistas mostraron su intención de incorporarse a esa novedosa alianza democrática, flexible y abierta, que se adaptaba al contexto propio de cada país; todos con su propia forma de gobernar, pues eran diferentes. En el 2008 el ALBA estaba ya integrado por Cuba, Venezuela, Nicaragua –de nuevo sandinista–, Ecuador –presidido por Correa–, Bolivia –gobernada por Evo Morales–, Honduras, Antigua, Barbudas, Dominica, San Vicente y las Granadinas. Se convirtió así en una plataforma de poder, que expresaba las concepciones y anhelos de una izquierda nueva en América Latina. Esto incidió en el surgimiento de una región latinoamericana y caribeña verdaderamente libre y soberana, en la cual se mezclaban las luchas democráticas con las revolucionarias junto a los renovados empeños por la integración. Ello se reiteró ese mismo año, cuando Cuba oficialmente ingresó en el llamado Mecanismo Permanente de Consulta y Concertación Política, más conocido como Grupo de Río, distante heredero de Contadora. En dicha reunión, por primera vez, los 33 países que integraban el área –con la notable presencia de Cuba– se reunieron sin participación foránea, fuese de Estados Unidos o Europa. En dicho cónclave se emitió una Declaración Final en la que se expresaba total acuerdo en la defensa de la soberanía de las naciones latinoamericanas, el derecho de los Estados a construir su propio sistema político, libre de amenazas y agresiones o medidas coercitivas; se subrayaba que siempre debería prevalecer un ambiente de paz, estabilidad, justicia, democracia y respeto a los derechos humanos, con igualdad soberana de los Estados y solución pacífica de las controversias. En esa referida Primera Cumbre también se emitió una declaración especial sobre la necesidad de poner fin al bloqueo financiero, comercial y económico –incluida la aplicación de la Ley Helms Burton– impuesto por el gobierno de Estados Unidos contra Cuba. En dicho ámbito, además, el presidente ecuatoriano Rafael Correa propuso que el llamado Grupo de Río se transformara en Organización de Estados Latinoamericanos y Caribeños, sin participación alguna de cualquier país ajeno a nuestra región. En concordancia con esa propuesta, México realizó la convocatoria para celebrar en febrero del 2010 otra Cumbre de América Latina y el Caribe, que tendría lugar simultáneamente –en su caribeña Riviera Maya– con una reunión del Grupo de Río. Y en dicho cónclave, el día 23 de ese mes, ambas entidades se fusionaron en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Esta novedosa organización debería promocionar la integración y el desarrollo sostenible regional, e impulsar los intereses del área en los foros globales ante acontecimientos de relevancia mundial. Ello implicaba un gigantesco paso de avance en cumplimentar nuestros bicentenarios anhelos de integración. Luego Cuba fue designada para ocupar la presidencia pro-tempore del ascendente bloque integrador durante el 2013.
Y al final de ese año, con todo éxito, se celebró en La Habana la Segunda Conferencia de mandatarios de la región. Era un reconocimiento a la lucha de la Revolución Cubana, cuya guía son los aportes del pensamiento creador de Fidel Castro.

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