El gobierno que encabeza Mariano
Rajoy cumplió ayer su amenaza de activar al Tribunal Constitucional en
contra de la consulta que las autoridades de Barcelona tienen previsto
realizar el próximo 9 de noviembre para preguntar a la sociedad si desea
la soberanía con respecto al Estado español. Con una rapidez que da
cuenta de su supeditación al Ejecutivo, el tribunal admitió los recursos
enviados por La Moncloa contra las disposiciones que fundamentarían el
ejercicio democrático –la Ley de Consultas, aprobada por el parlamento
catalán, y el decreto de la Generalitat que convoca al plebiscito sobre
el futuro político de la aún comunidad autonómica– y ordenó un compás de
espera de cinco meses, con lo que sienta las bases para una
confrontación abierta entre Madrid y Barcelona.
Más allá de la ya mencionada sumisión del Constitucional al gobierno
de Rajoy, el fallo clausura las vías legales para el desarrollo del
soberanismo catalán y deja a esa causa en el laberinto construido por la
clase política madrileña para frustrar cualquier perspectiva de
secesión catalana: citado a la letra, uno de los argumentos de La
Moncloa señala que el decreto para la consulta tiene por finalidad
exclusiva
convocar un referendo que tiene por objeto que el pueblo de Cataluña se pronuncie sobre si quiere que Cataluña sea un Estado independiente, y este objeto es inconstitucional.
Por otra parte, Rajoy ha declarado que la Generalitat y el Parlament se atribuyen, al llamar a las urnas, facultades
exclusivas del Estado español, poderes que, evidentemente, su gobierno no está dispuesto a ejercer para permitir que los catalanes se manifiesten en torno a su futuro político.
Acaso sin proponérselo, el gobierno de Madrid ha puesto en
evidencia el carácter antidemocrático de la Constitución vigente y del
Estado español, y ha contrastado la intolerancia y la cerrazón propias
con la muestra de civismo brindada hace unos días en Escocia, donde la
sociedad pudo recurrir a las urnas sin cortapisas para decidir en ellas
su independencia o su permanencia en el Reino Unido.
Asimismo, La Moncloa exhibió su rostro autocrático y contrario a
derechos colectivos básicos, como es el de los pueblos a la
autodeterminación, y se colocó ante el repudio de una de las
nacionalidades más dinámicas y sólidas de la península ibérica. No es
una buena perspectiva para el gobierno español, especialmente si se
considera que Rajoy viene de perder una partida fundamental ante la
sociedad: apenas la semana pasada, la administración del Partido Popular
hubo de renunciar a su empecinamiento de limitar el derecho de las
españolas a interrumpir el embarazo y se vio obligado a sacrificar a su
ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, impulsor principal de una
reforma cavernaria y regresiva en materia de aborto.
Más grave aún, la relación institucional entre Madrid y Barcelona ha
sido colocada en un callejón sin salida en el que todos pierden, tanto
si el gobierno catalán sigue adelante con su decisión de realizar en
rebeldía la consulta del 9 de noviembre, como si desiste, por el
momento, de llevarla a cabo. El primer escenario conllevaría un abierto
rompimiento entre el poder local y el nacional, y el segundo sería visto
por el conjunto de los catalanes como una imposición autoritaria. La
moneda está en el aire.
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