Imagen: Bernardino Avila |
Por Gustavo Veira.
OSCAR FERNANDEZ MEL, MEDICO Y COMPAÑERO DEL CHE EN LA SIERRA MAESTRA Y EL CONGO.
–Usted es
médico como lo era el Che y compartió con él las experiencias guerrilleras en
la Sierra Maestra y el Congo, ¿de qué modo explica cómo se sobreponía a su
enemigo íntimo, el asma, en esos ambientes hostiles?
–El Che tenía
un diapasón de comportamiento y para tolerar el dolor y el sufrimiento era
admirable. El soportaba los ataques de asma con estoicismo. Imagínese que en
aquella época lo que él usaba era la adrenalina. No había los remedios que hay
ahora. Y por supuesto, le aceleraba el corazón y de tanto darle alguna vez se
intoxicaba. También tenía dolores de abdomen. Después que triunfó la revolución
yo le ponía su suero con cortisona, cuando él ya no podía más, y eso lo
mejoraba, le hacia eliminar la adrenalina. Sus ataques eran los más profundos
que yo he visto en mi vida.
–¿Llegó a
peligrar su vida por la enfermedad?
–Cuando él, en
otras etapas, tenía problemas con el aparatico, ahí sí perdía un poco la calma.
Sabía lo que le podía pasar en cualquier momento. Hay algunas anécdotas, como
por ejemplo un momento después del desembarco del “Granma”. Un hombre que se
llamaba Luis Crespo, del que el Che hablaba con verdadera fruición, lo había
ayudado en los primeros días cuando le daban los ataques de asma y no había
nada. Luis le decía: tómate de ese fusil y él le respondía, no, déjame aquí. Su
asma era muy profundo, demasiado y le venía desde muy pequeño. Usted sabe que
había una discusión entre el padre y la madre; se echaban la culpa del
problema. Lo cual no tiene sentido porque el asma es una enfermedad alérgica y
no creo que ninguno de ellos la haya provocado, y menos la madre, a la cual él
adoraba: Celia Serna, una mujer admirable.
–¿Guevara
tomaba en cuenta las sugerencias sobre su salud?
–No, si yo le
decía algo, no aceptaba nada. Cuando triunfa la revolución, pues, teníamos al
doctor Adolfo Rodríguez de la Vega, que era un profesor famoso y perteneció
también a nuestra columna y lo llevábamos como hacíamos con médicos importantes
del hospital Calixto García para que lo trataran. Yo había pasado a un plano
distinto, porque mis especialidades son la traumatología y ortopedia. Y si le
ponía los sueros con cortisona, era porque se los imponía. No crea que a él le
caía muy bien estar acostado con un suero.
–¿Desconfió
alguna vez de que el Che pudiera sobreponerse en la selva a esos ataques de
asma?
–El tenía mucha
disciplina. Cuando nosotros veníamos desde la Sierra Maestra al Escambray, en
el centro de la selva, marchábamos metidos en los pantanos con el agua hasta la
cintura. Agua sucia. Pero era tal la confianza que tenía la columna en el Che,
que si estábamos perdidos dando vueltas en el mismo lugar, todo el mundo sabía
que él nos iba a sacar hacia adelante con una brujulita y un mapita de
propaganda de la isla de Cuba.
–¿Qué
experiencias compartieron en la campaña de la Sierra Maestra?
–Hubo una parte
en la que estuvimos muy alejados. El se encontraba mucho más al oeste y yo más
al este. Nos volvimos a encontrar cuando se lanzó la ofensiva del ejército de
verano, porque como yo era un médico joven, de veintitantos años, me mandaban
para todos los frentes, de un lado para el otro... Y volví a caer con él en el
combate de Las Vegas de Jibacoa y sobre todo, en el de las Mercedes, que fueron
los últimos para que el ejército de Batista saliera derrotado de la Sierra
Maestra. Inmediatamente se formaron las columnas para venir hacia el centro de
la isla y aprovechar la ofensiva hacia occidente para partir la isla en dos, y
ya me quedé con él y vine en su columna. Ahí sí tuvimos mucho trato,
conversábamos mucho, yo no era un hombre de la política y me fui haciendo con
él.
–¿Cómo que no
era un hombre de la política?
–La gente
quería tumbar a Batista y entre ellos estaba yo. Fue con el Che que aprendí a
ser revolucionario, si es que llegué a serlo, tanto desde el punto de vista
teórico como desde el práctico. Digo teórico, porque como yo llegué a tener
tanta admiración por él, hicimos una amistad muy estrecha. Y eso influía mucho.
Yo pensaba: si este hombre es comunista, es porque esto es bueno. Después yo
realicé mis estudios aparte, pero si me hice revolucionario fue por él. Y cuando
le pedía explicación sobre algunas cosas, él las daba. Porque hay otra cosa del
Che de la que tampoco se habla mucho: le encantaba enseñarles a escribir y a
leer a los soldados, que muchos de ellos eran totalmente analfabetos. En el
Congo enseñó a hablar francés. O sea, eso siempre estaba presente.
–Después de que
triunfara la revolución, ¿de qué modo continuó la relación entre los dos?
–Ah, hombre, yo
seguí con él. Viví en todas sus casas. En la única oportunidad en que no lo
acompañé, fue cuando se retiró a la playa porque estaba enfermo de neumonía.
Pero después estuvimos en cuatro o cinco casas. En la de Miramar, en la calle
18; después, donde ahora está la última casa en que él vivió, y cuando llegamos
a Columbia, que era el cuartel principal de Batista, ahí también. O sea, seguí
con él hasta que me casé. Y no era que yo me impusiera: voy a vivir en la casa
del Che porque es un gran dirigente, ¡no! El decía: cuál es el cuarto de
Oscarito, porque Oscarito me decían a mí. Había satisfacción en él de que yo
participara. Disfruté mucho de su amistad y no lo traicioné nunca. Conmigo
estaba seguro.
–¿El Che fue su
padrino de bodas?
–Sí, por
supuesto. Para mí fue una gran satisfacción, porque él no era un hombre de
actos protocolares. La boda del Che también fue una boda muy sencilla. Un día
se reunieron con Aleida en la casa de uno de los escoltas de él. Y allí, en una
mesita, se casaron. El ya estaba un tanto enfermo de neumonía. No se cuidaba la
salud. La impresión que yo tengo es que sabía que iba a morir. Imagínese usted
un hombre con ese asma y fumaba tabacos hasta que se quemaba los dedos. Cogió
el vicio de fumar para combatir un poco los mosquitos en los primeros tiempos
de la Sierra Maestra, en la parte más baja. Y lo disfrutaba como usted no es
capaz de imaginar. Después del triunfo, en el llano, le recomendaron dejar de
fumar. Y él no tenía interés alguno en hacerlo.
–¿Es cierto que
usted le presentó a Aleida March, su segunda esposa?
–(Se ríe.)
Bueno, cuando nosotros estábamos en el Escambray, tenía siempre armado mi
hospital, que era un bohío, con una mesa donde hacía lo que podía. Y entonces
llegó Aleida que ya estaba en el movimiento 26 de Julio y venía un poco quemada
de la ciudad. Subió con dinero, y el Che me la mandó a mí primero para que le quitara
los esparadrapos y que fuera a vivir al bohío donde se supone que estaba el
hospital. Un ambiente un poco más lindo para ella, mejor que el de un
campamento. No es que yo se la había presentado; sí la conocía un poco más. Era
atrevida, agresiva, y empezó a ir con él a los combates. Así se fueron uniendo
sin saber que serían marido y mujer, que iban a constituir un matrimonio. Por
eso, Aleida guarda un grato recuerdo hacia mí y yo también hacia ella.
–¿También
conocía a los pequeños hijos de la pareja?
–Cuando ellos
se enfermaban, el Che me decía: “Inyéctalos tú, porque figúrate, me ven muy
poco y cuando me ven, si me ven con una jeringuilla van a odiarme”. Cosas
cotidianas como éstas se producían. Y ésa fue la amistad que tuvimos y que
cultivamos. Yo me imagino que para él también debió ser una satisfacción
similar a la que yo siento. Pero claro, él siempre en el papel de jefe, aunque
no lo quisiera.
–¿Se
frecuentaban en reuniones familiares o resultaba imposible por las múltiples
actividades del Che?
–Pudo haberse
dado, aunque no lo recuerdo. Sí en una oportunidad fuimos a Colón, mi pueblo
natal, y él conoció a mi padre, mi hermano, mi familia... No me acuerdo de más
encuentros semejantes, aunque por supuesto, tampoco las evitábamos. El Che
trabajaba extraordinariamente y los fines de semana tenía las sesiones de
trabajo voluntario. No era un hombre que descansara. Y no disfrutaba de muchos
días libres. Yo, a pesar de estar trabajando en otras cosas, salía con él a
distintos lados. Fuimos en su avioneta a Cayo Largo, porque se construía un
motel ahí, donde estaba la columna 8. Pero no recuerdo relaciones de familia a
familia, muy amplias.
–Usted
compartió con Guevara la experiencia guerrillera del ex Congo Belga que
concluyó en un fracaso, ¿cómo nació esa idea?
–Yo me lo
pregunto también. Usted sabe que él tiene un libro que se llama La guerra de
guerrillas. Era un hombre que conocía teoría y práctica de la lucha. Pero,
¿cómo fue que se metió allí? Intervinieron algunos factores: la información
inadecuada que le llevaron fue uno de ellos. Hubo gente que estuvo viendo el
frente guerrillero del Congo Belga y entonces le informó que había miles de
efectivos armados, que estaba todo muy bien organizado. Pero el Che, antes de
irse para el Congo, hizo dos viajes por todo el continente africano y ahí
surgió esa idea. Hay algunas cosas que avalan esto.
–¿Cuáles?
–En primer
lugar, que se creó un ambiente en las visitas que él realizó. Hizo mucha
amistad con Ben Bella, de Argelia, que era en aquel momento el centro progresista
del continente africano. Entonces se reunió con Kwame Nkrumah, con Sékou Touré,
con Leopold Sengor, con Julius Nyerere... y en un momento determinado se habló
de crear un ejército de los distintos países. Había una efervescencia
progresista y revolucionaria en el continente africano, extraordinaria. Esa es
la verdad. Y él se encontró en Tanzania con todos estos dirigentes, inclusive
con Kabila, que era el jefe del frente congolés. Pues él creía que podía hacer
algo, encaminar aquello. También pensaba que a través de la guerra, los
soldados africanos podrían alcanzar un mayor nivel cultural, un mayor nivel
ideológico, a través de la lucha, siempre y cuando se prestaran a luchar. Pero
aquello no resultó así.
–¿Qué
conclusiones sacó de aquel foco guerrillero en el corazón del Africa?
–Yo siempre he
dicho que es la etapa más plana del Che, donde no pudo aportar nada desde el
punto de vista militar e intelectual. Por supuesto que él era un maestro de la
lucha guerrillera y sus aliados se aparecían con la propuesta de atacar a las
ciudades y él les respondía: esto no se puede. Primero hay que hacerse fuertes,
tener tropas, arreglar el frente antes de lanzarse, y no le hacían caso. En lo
personal, creo que nos equivocamos de continente, de país y de dirigentes.
Porque ya vimos qué fue lo que pasó con Kabila. El otro era Soumialot, que para
mí era un tipo totalmente anodino. Me tocó tratarlo. El se la pasaba viviendo
de la revolución (sonríe). También estaba Mulele por el noreste... El que podía
hacer algo era Kabila, porque nosotros éramos blancos y eso pesa mucho en el
continente africano.
–¿Cuántos
cubanos acompañaban al Che?
–Unos cien, en
determinado momento un poquito más, en otro un poco menos.
–¿A quiénes
recuerda entre los más conocidos?
–Bueno, estaban
Emilio Aragonés, Margolles, Pombo, Víctor Dreke, que era el segundo del Che, un
hombre negro. Había una cantidad de negros cubanos bien grande. Blancos éramos
los menos.
–¿Fue al Congo
más como médico o militar?
–Había que
hacer de todo. En realidad, yo era como un jefe de estado mayor, por llamarle
de alguna manera desde el punto de vista militar, pero también debía actuar
como médico, porque era un factor político importante. Había una aldea y usted
iba a allí a conseguir dos cosas: tratar de curar un poco y hacer política. El
médico cubano, el médico de la guerrilla, era importante. Pero también ahí uno
se dio cuenta de que el problema de Africa es mucho más complejo.
–¿Por qué?
–Porque usted
llegaba y veía a un joven lleno de parásitos. Si tenía la pastilla algunas
veces se la daba, pero él seguía tomando agua en el mismo charco. O sea, era
relativamente poco lo que podíamos hacer. Por ejemplo, en Kigoma, Tanzania,
había prostíbulos y los soldados de vez en cuando iban para allá. Unas veces se
escapaban y otras había que darles el pase. Ellos tenían un concepto de la
guerrilla que había que darles el pase y entonces venían llenos de gonorrea. La
guerrilla en Cuba no tenía pase. Yo nunca había visto una cosa tan exagerada,
porque las denopatías eran del tamaño de un puño. Sin embargo, les poníamos una
penicilina rapilenta y al otro día no tenían nada. Porque estaban vírgenes de
antibióticos. O sea, que debíamos hacer de médicos.
–¿Cuánto tiempo
permanecieron en esa región?
–Fuimos en
abril del ’65 y salimos en diciembre del mismo año.
–¿Cómo quedó el
Che después de esa experiencia?
–El se fue por
su lado hacia Tanzania. Allí, en un cuarto, es donde escribe el famoso diario.
Una de las veces que viajé a Dar es Salaam me lo enseñó y me dijo: “Oye, estamos
duros”. Se lo veía muy resentido por la ida. El tema es que él, pese al
fracaso, planteaba dos o tres salidas. Una era que un grupo pequeño de los que
estábamos ahí iría a ver a Mulele. Pero éste se encontraba en el noroeste.
Había que atravesar todo el Congo hasta que el Che se dio cuenta de que era
imposible. La otra consistía en sacar a todos los que estuvieran enfermos
porque Africa es un continente extraño. Había compañeros que no tenían nada,
pero a las siete de la noche les entraban unos escalofríos y se la pasaban
sudando, dando vueltas. Y aunque al otro día por la mañana se les quitaba, eso
nos iba debilitando mucho. Entonces la idea era que se dejara enfriar la
situación en esa zona para después volver a empezar a levantar el frente
guerrillero. Pero parece que primó la idea de ir por otros lados, a América
latina, y entonces aceptó con el dolor de su alma salir del Congo. En el diario
se nota ese resentimiento que tenía por haber fracasado en el intento. El mismo
se echaba la culpa de que no fue lo suficientemente inteligente para estudiar
swahili, el dialecto local.
–Se retiran del
Congo y desde diciembre del ’65 a la muerte del Che en Bolivia faltan casi dos
años. ¿Qué pasó durante ese período?
–Bueno, yo
vuelvo a principios de marzo. Traigo todos los documentos, incluyendo el
diario. Y a partir de ahí, ya perdí el contacto con él. Me imagino que estaría
preparando toda la cuestión de América latina que, en definitiva, era su
objetivo final. Que además lo había planteado desde México: él le pidió a Fidel
que le permitieran irse a otro país cuando triunfara la revolución cubana.
Tenía alma de conspirador de verdad, pero para las buenas causas.
–¿Usted tuvo
una estrecha relación con el periodista Jorge Masetti, que murió mientras
intentaba crear un foco guerrillero en Salta?
–Yo lo conocí,
fue el fundador de Prensa Latina. Una vez producido el triunfo de la
revolución, el Che estaba un poco detrás de él, de esa idea, y Masetti con esa
tenacidad, con esa profundidad de trabajo que él tenía, consiguió los mejores
corresponsales. García Márquez era el que estaba en Colombia y Rodolfo Walsh en
la Argentina. No creo que Cuba le haya entregado mucho dinero para fundarla y,
si se lo dio, habrá sido el Che. Fue un trabajo muy fuerte y que es obra
exclusiva de Jorge Masetti. Yo tengo mi pedacito también, pero porque el Che me
lo pidió. Inclusive, el edificio donde funcionaba se lo di cuando era
presidente del colegio médico y les cedí un piso completo para la agencia. Y
aún sigue ahí. O sea, que aunque no me lo reconozcan, me siento un poco
fundador de Prensa Latina. Pero Masetti fue el corazón, el alma, hasta que
murió aquí, en el norte, en Salta.
–Dijo que
después de la aventura en el Congo perdió todo contacto con el Che. ¿O sea que
no intervino en los preparativos para la incursión en Bolivia?
–Yo llegué
hasta el Congo. En la parte de Bolivia no participé en nada. El se precipitó en
ir, parece que la zona no era la mejor y no había muchos campesinos tampoco.
Luego vino la famosa discusión con Mario Monje, el secretario general del PC
boliviano, que no asumió la responsabilidad para la que se había comprometido
con Cuba. Pienso que ahí influyó lo que pasó en Africa con Kabila. Y el Che tal
vez pensó: no voy a subordinarme de nuevo. Pero la operación podría haberse
hecho de otra manera porque Kabila no era secretario general de ningún partido
comunista ni mucho menos, y Monje sí.
–¿Qué queda de
Guevara hoy? ¿Su ideario? ¿Su mito? ¿Su imagen glorificada?
–No creo que
haya previsto que se lo recordara a nivel universal como ahora. Pero él
afirmaba: yo tengo que hacer algo para que la gente me recuerde. Eso me lo dijo
a mí. En Europa, donde estuve con unos periodistas franceses, me comentaron que
hay una locura con el mito. No me gusta la palabra mito porque el Che es una
realidad objetiva, sus consignas andan por ahí. Yo lo llamaría icono.
–¿Un icono de
qué?
–Un icono de la
libertad, de las fuerzas más pobres, del progreso de la humanidad... Tenía
muchas virtudes y también defectos. No era un hombre perfecto ni mucho menos,
pero estaba bastante cerca. El era consecuente entre lo que hacía en su vida
pública y en su vida privada. No aspiraba a grandes lujos a pesar de que los
conocía. Sabía de un buen vino o un buen bife, pero era capaz de comer lo que
se come en la guerrilla, que es un desastre.
–¿Y la gente
qué le transmite?, ¿sus valores o un producto de marketing?
–Yo fui
embajador en Londres y los ingleses tenían locura con el Che. Había hasta una
cerveza. Y una tienda de chucherías. Era un tipo muy admirado. Hay una
explosión con él, quizá porque no existen otros dirigentes u otra personalidad
de su nivel. Pero a la gente se le olvida que el Che fue comunista. El nunca
hubiera estado de acuerdo, quería que se lo recordara de otra forma, con más
contenido político.
–¿Queda algún
rastro del hombre nuevo por el que Guevara luchaba?
–El decía que
el socialismo económico no le interesaba, que no tenía futuro, que debía ir
acompañado con un cambio de conciencia de las masas. Y hablaba mucho de eso.
Hacía hincapié en los estímulos morales y decía que así se llegaba a la gente.
Tampoco era de los que metían la ideología a martillazos.
–¿Qué le
pareció la última película sobre el Che donde lo protagoniza Benicio Del Toro?
–Acá en la Argentina me he encontrado con gente que la vio y que le gustó.
Todas las películas que se habían hecho antes eran muy malas. La actuación de
Benicio ha sido estupenda. También me gustaron las declaraciones que ha hecho.
En España le preguntaron si Fidel se había convertido en un dictador. El respondió:
no olvidemos que hace cincuenta años hay un bloqueo sobre ese país chiquito. O
sea, no se lanzó a una defensa a ultranza de la revolución, pero a mí me
pareció que la respuesta fue formidable.
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