Fidel Castro.
Ernesto Ocaña, fotógrafo del Diario de Cuba, dormía en
su casa cuando lo despertó el intenso tiroteo. Se vistió y fue al
periódico de Santiago de Cuba para el cual trabajaba. Allí supo que la
balacera se producía en el cuartel Moncada. Con otros
dos colegas llegaron al escenario alrededor de las siete de la mañana y
aún se escuchaban disparos. Comenzó a fotografiar las primeras imágenes
de cadáveres con uniformes militares a la entrada del cuartel, pero la
cámara le fue quitada por los uniformados. No pudo rescatar ninguna de
las fotos que tomó el 26 de julio de 1953.
Seis días después, el primero de agosto, Fidel Castro fue hecho
prisionero junto a otros compañeros que intentaban internarse en las
montañas para continuar la lucha armada. El jefe revolucionario salvó su
vida gracias al gesto honorable del teniente Pedro Sarría Tartabull.
Fue conducido al Vivac de Santiago de Cuba. Ocaña estaba allí y tomó
fotos de los detenidos, entre otros: Juan Almeida, Armando Mestre y
Oscar Alcalde. En una de ellas, captó la mirada adusta de Fidel y
detrás, en una pared de la oficina donde estaba siendo interrogado, un
retrato del Apóstol José Martí.
Ni Ocaña ni los captores del líder revolucionario imaginaron que esa
gráfica se convertiría en un símbolo vigente seis décadas después, fruto
de una casual coincidencia que identificó al hasta entonces poco
conocido jefe de los audaces combatientes con el autor intelectual de
aquel frustrado intento de tomar el cielo por sorpresa.
Sí sabían los más de un centenar y medio de combatientes, escogidos
entre los 1 200 jóvenes reclutados y entrenados secretamente durante
meses, que la acción proyectada (sin revelarles cuándo ni dónde) no
sería un golpe de Estado como el del 10 de marzo, encabezado por el
dictador Fulgencio Batista, ni una batalla entre pandillas como las que
enseñorearon el ambiente político en las épocas de los expresidentes
Grau y Prío.
UNA IDEOLOGÍA FUNDADA EN EL PATRIOTISMO
Se trataba, esta vez, de un movimiento armado revolucionario contra la
dictadura militar impuesta por Batista, que proclamaba su ideario en las
reivindicaciones populares del programa cívico de la Ortodoxia fundada
por Eduardo R.Chibás, con principios asentados en la ideología del
Apóstol de la independencia, José Martí, y en las esencias
marxistas-leninistas que nutrían el pensamiento de los principales jefes
de la acción.
Lo curioso es que por mucho que se hurgase en el Programa del Moncada, a realizar después de obtener el triunfo popular, contenido en la autodefensa conocida por La Historia me Absolverá,
y en los manifiestos anteriores y posteriores al 26 de julio, no se
encontrarían en esos textos palabras ni conceptos de la retórica
marxista, ni mención a los creadores de esa ideología, aunque los
análisis de la situación histórica parecieran salidos del método
científico y la pluma de los amigos alemanes autores del Manifiesto Comunista.
En cambio, la traza de los móviles políticos e ideológicos que
atrajeron al sacrificio supremo por la Patria a tantos valiosos jóvenes,
la mayoría de procedencia muy humilde, conduce al ejemplo y pensamiento
del hombre que más influyó en la historia de Cuba desde finales del
siglo XIX, intelectual y político íntegro cuyo nombre sabían desde muy
pequeños casi todos los cubanos: José Martí y Pérez.
Fidel Castro ha insistido en que él no tuvo necesidad de convencer a
nadie para que participara en aquellas acciones, pues de las
conversaciones que sostuvo con cada uno, brotaba espontáneamente el
ideario inculcado por la vida consecuente de Martí y el odio a la
tiranía que usurpaba el poder de la nación, precisamente cuando se
conmemoraba el Centenario del Apóstol.
Si algo había sembrado la semilla de la rebeldía ante la tiranía y la
disposición a entregar la vida cuando el honor lo exigiera, era
precisamente el patriotismo emanado del ejemplo de aquel hijo de
españoles que, desde adolescente, sufrió por amor a su tierra y a su
pueblo, y enseñó la legitimidad de hacer la guerra para conquistar la
independencia, predicando la unión y el amor entre todos los cubanos, el
respeto a la dignidad de los humanos, sin importar razas, sexos ni
nacionalidades.
“Los que reanudamos el 26 de julio de 1953 la lucha por la
independencia, iniciada el 10 de octubre de 1868 precisamente cuando se
cumplían cien años del nacimiento de Martí, de él habíamos recibido, por
encima de todo, los principios éticos sin los cuales no puede siquiera
concebirse una revolución.
“De él recibimos igualmente su inspirador patriotismo y un concepto tan
alto del honor y de la dignidad humana como nadie en el mundo podría
habernos enseñado”, expresó Fidel.
Explicaba el Comandante en Jefe de la Revolución al teólogo Frei Beto:
“Frases fabulosas, como aquella cuando afirma: “ni al golpe del látigo,
ni a la voz del insulto, ni al rumor de mis cadenas, he aprendido
todavía a odiar; dejadme que os desprecie, ya que no puedo odiar a
nadie.” A lo largo de su vida, Martí predicó la lucha por la
independencia, por la liberación, pero no predicó el odio al español”
Así lo enseñó también a sus continuadores.
En el Manifiesto del Moncada a la Nación,
que debía ser leído en una popular estación de radio santiaguera una
vez tomado el Cuartel Moncada, se expresan con singular elocuencia las
razones que llevaron a los jóvenes al sacrificio por la Patria, frente a
la quietud de los partidos políticos tradicionales y las flagrantes
violaciones de la dictadura a los derechos constitucionales.
Con pluma del poeta del grupo, Raúl Gómez García, por indicación de
Fidel, y conocimiento exacto del pensamiento de los jefes principales de
la acción, los combatientes se proclamaban “Juventud del Centenario,
pináculo histórico de la Revolución Cubana, época de sacrificio y de
grandeza martiana.”
Inspirado evidentemente en el Manifiesto de Montecristi,
suscrito en tierras dominicanas por el Apóstol y Máximo Gómez antes de
partir a la Guerra Necesaria, la proclama de los moncadistas explicaba
en forma resumida las razones, principios y programa de la lucha que se
iniciaba en los cuarteles orientales de Santiago de Cuba y Bayamo.
El texto declaraba: “En la vergüenza de los hombres de Cuba está el
triunfo de la revolución cubana: la revolución de Céspedes, de
Agramonte, de Maceo y de Martí, de Mella y de Guiteras, de Trejo y de
Chibás. La revolución que no ha triunfado todavía. Por la dignidad y el
decoro de los hombres, esta revolución triunfará.”
El extraordinario documento no fue radiado para evitar la frustración
de la opinión pública, toda vez que el cuartel no pudo ser tomado y el
llamamiento podía justificar una masacre de los militares con la
población santiaguera. Sería conocido con mayor amplitud después de la
salida de prisión de Fidel.
En el citado Manifiesto suscriben : “La Revolución declara que
reconoce y se orienta en los ideales de Martí, contenidos en sus
discursos, en las Bases del Partido Revolucionario Cubano y en el
Manifiesto de Montecristi…”
Durante el juicio por la Causa 37 no hubo un solo combatiente que
negase su participación en las acciones, como había sido acordado entre
ellos en breves contactos en las galeras en la cárcel provincial de
Boniato. Se exceptuaban aquellos contra los cuales la fiscalía carecía
de evidencias físicas sobre su vínculo con el grupo.
Con sus propias palabras, todos los acusados confesaron su filiación
martiana al concepto de Patria, y la convicción de que ella requería del
sacrificio personal para lavar la afrenta de la sangrienta dictadura,
la cual dejó en claro su grado extremo de criminalidad en el alto número
de revolucionarios asesinados, en el cuartel Moncada y en los
alrededores de la ciudad cuando fueron capturados durante el repliegue.
LA PALABRA Y LOS PRINCIPIOS
En la persona de Fidel quisieron ensañarse, primero llenándole de
adjetivos soltados en contactos con la prensa; luego, tratando de
eliminarlo físicamente para evitar llegara vivo al Vivac; más tarde,
intentando suministrarle veneno en las raciones del rancho mientras
permaneció en espera del juicio.
Era propósito del dictador y sus genízaros evitar que el jefe máximo
de la acción, aislado durante dos meses de sus compañeros, pudiera
presentarse al juicio donde asumió su propia defensa. Ya conocían y
temían el verbo duro y explícito que desharía todas las patrañas que
contra él y sus compañeros se encargaron de propagar, además de la viril
denuncia que seguramente haría sobre los crímenes del 26, 27, 28 y 29
de julio conocidas por testimonios e informaciones que pudo reunir.
La astucia del jefe revolucionario en combinación con sus dos
compañeras prisioneras Melba y Haydeé logró burlar la vigilancia de la
galera y hacer llegar al Tribunal, presentada por la primera en su
condición también de abogada, una denuncia de la maniobra que se
tramaba para impedirle acudir al juicio, aduciendo supuesta falsa
enfermedad, y en cambio, pedía que un médico de prestigio con presencia
de un magistrado lo revisase para comprobar su real estado de salud.
La solicitud fue atendida y Fidel pudo incorporarse al juicio, pero la
suscribió convencido de que su petición surtiría efecto positivo, como
efectivamente ocurrió, porque la apuntalaba con su disposición a perder
mil veces la vida si fuese necesario, sin ceder un ápice de su derecho u
honor, basado en el pensamiento martiano expuesto en la carta que envió
a los jueces: “Un principio justo, desde el fondo de una cueva, puede
más que un ejército.”
El juicio del Moncada, para muchos el proceso judicial más trascendente
de Cuba en el siglo XX, propició al líder histórico de la Revolución
hacer una brillante exposición política, militar, histórica, jurídica y
económica sobre las raíces de los hechos que ocurrieron el 26 de julio
de 1953.
Era también la posibilidad de saber que había surgido a la palestra
pública una generación de hombres y mujeres que mantenía vivos los
ideales de una República digna y justa, con todos y para el bien de
todos, recogiendo el legado olvidado del Héroe de Dos Ríos, plasmado en
el programa de la Revolución que apenas se iniciaba.
La frase pronunciada por Fidel en el Vivac de Santiago de Cuba
declarando a Martí como el autor intelectual de aquellas acciones
heroicas se argumenta ampliamente en el relato que mantuvo en vilo a los
presentes durante más de dos horas en la sala de enfermeras del
hospital provincial Saturnino Lora, rodeado de centenares de bayonetas y
en las peores condiciones materiales para que el acusado devenido
acusador ejerciese su oficio.
Se le impidió contar para la preparación de su defensa como abogado,
siendo el principal encartado en la causa, ningún tratado de derecho
penal, ni los libros de Martí, cuyo rico y variado pensamiento citó de
memoria innumerables veces para argumentar, denunciar las violaciones y
crímenes de la dictadura contra sus hermanos asesinados y ratificar la
convicción que le animaba en la justeza final de la lucha que habían
emprendido.
“¿Será porque yo dije que Martí era el autor intelectual del 26 de julio?”, preguntó a los magistrados atónitos.
“¡No importa en absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del
Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que
han defendido la libertad de los pueblos”, les espetó.
Casi al finalizar su exposición, resumiendo las razones éticas que
llevaron a los jóvenes del Centenario a la lucha, recordó lo que
escribió el Apóstol para la educación de los ciudadanos libres en La
Edad de Oro: “ En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro como
ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin
decoro hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres.
Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban
a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En
esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad
humana…”
Lo que aconteció luego de este juicio es otra historia, tan larga y
apasionante como la que antecedió y culminó en el juicio por los sucesos
del Moncada y Bayamo, apuntalada también con el ejemplo de la vida y
pensamiento de quien justamente ha sido considerado el Héroe Nacional
cubano.
A propósito de sus enseñanzas, el Jefe de la Revolución confesó hace
pocos años, en la etapa más dura del período especial, a un pequeño
grupo de periodistas en el cementerio de Santa Ifigenia, de Santiago de
Cuba, donde descansan los restos de José Martí, de los combatientes del
Moncada y de otras gestas posteriores.
“Yo creo que Martí estaría muy orgulloso de su pueblo, pero muy
orgulloso y, desde luego, luchó y murió por un pueblo como ese. Por
darle a ese pueblo toda la dignidad que se requería. Él y otros muchos.
Él y los que lucharon en la guerra del 95. Yo creo que es un pueblo
digno del Martí que cayó en dos Ríos”. (Crónica de Katiuska Blanco,
Fidel en Dos Ríos y en Santa Ifigenia).