Por Manuel E. Yepe.
La agenda
contrarrevolucionaria para Cuba de Washington ha estado siempre cuajada de
contradicciones y absurdos destinados a justificar la erogación de fondos del
erario constituido por las contribuciones de la ciudadanía estadounidense que
acaban engordando bolsillos en Miami y Nueva Jersey a cambio de cierto apoyo a
sectores de uno o ambos partidos que gobiernan la nación.
Es por motivo de esos oscuros
propósitos que los sectores neoconservadores de la oligarquía estadounidense
presionan hasta irracionales límites su hostilidad contra Cuba, acudiendo al
fácil pretexto de culpar de ello a supuestas iniciativas de los grupos de
presión integrados por cubanos residentes en Miami y Nueva Jersey que en
realidad no disponen de esa gran fuerza política que les permita influir
seriamente en la política doméstica de Estados Unidos. Estos grupos son apenas
parásitos que se benefician materialmente de esa política de odio a cambio de
su colaboración en inconfesables rejuegos políticos.
Si se sigue la ruta de los
argumentos de Washington contra La Habana a lo largo del Siglo XX y lo que va
del Siglo XXI se verá que éstos han carecido en todo momento de bases
racionales y que solo a fuerza de reiteración infinita en los medios de
comunicación han podido condicionar reflejos en los receptores de la
propaganda.
Primero fue la campaña de
condena al naciente gobierno de la revolución por la aplicación de justicia a
cargo de tribunales legalmente
establecidos a los ejecutores de crímenes repugnantes durante los años de la
tiranía batistiana, una demanda popular que era también promesa de la jefatura
revolucionaria.
Poco después vino la
demonización de la revolución por la materialización de la largamente esperada
ley de reforma agraria que convirtió en propietarios de sus tierras a los
campesinos que la trabajaban.
Siguieron las que condenaban
las nacionalizaciones de las grandes corporaciones en manos extranjeras, la
solidaridad con las luchas de los pueblos hermanos del Tercer Mundo y los
vínculos amistosos con la URSS y demás países socialistas de Europa y Asía que
no apoyaban la política hostil de Washington contra Cuba.
Finalmente, en clara muestra
de falta de argumentos lícitos que contrarrestasen la presión neoconservadora a
favor de sanciones a Cuba, Washington ha acudido a lo largo de muchos años, a
la que, en el caso específico de Cuba,
es la menos creíble de todos las tachas:
la violación por el gobierno
cubano de los derechos humanos de su pueblo, un tema en el que la Isla ha
cultivado y afianzado de mil maneras un enorme prestigio en todo el mundo.
Washington ha incluido a Cuba
en ilegítimas listas de países que no respetan la libertad religiosa, que
promueven la prostitución o que practican el terrorismo de Estado, acusaciones
todas por las que Estados Unidos debía ocupar el banquillo de los acusados y temas
sobre los cuales La Habana es modelo de respeto hasta el extremo del sacrificio
de sus propios intereses como nación.
El fracaso de tan
insostenibles justificaciones esgrimidas por Washington para su insensata
política contra la Isla es muestra de la incapacidad de la Casa Blanca para
soportar la presión del sector neoconservador de la oligarquía, interesado en
la continuidad de las sanciones a Cuba.
Las sucesivas
Administraciones - incluso las que han mostrado cierta racionalidad despertando
esperanzas de encontrar fórmulas para liberar a la economía y la diplomacia de
su nación del lastre que significa mantener el bloqueo y la exclusión contra
Cuba durante más de medio siglo- han mantenido todo ese tiempo una gigantesca
campaña mediática de difamación contra la Isla dirigida a justificar la
desproporcionada hostilidad contra el pequeño vecino.
Pero en múltiples
confrontaciones en contextos internacionales, desde las más diversas instancias
del sistema de Naciones Unidas hasta en su Asamblea General, los pueblos y sus
gobiernos de todo el planeta han condenado casi unánimemente la política de
hostilidad estadounidense contra Cuba y han afianzado cada vez más su confianza
en la justeza de proyección internacional de la Isla. Es evidente que la
tozudez de su política hostil contra Cuba le ha hecho a Estados Unidos perder
la batalla diplomática contra La Habana.
En cuanto a la batalla de los
medios, el periodista vasco José Manzaneda ha definido con mucho acierto los
verdaderos motivos de la actuación de la oligarquía estadounidense respecto a
Cuba: “En el contexto de las naciones del Tercer Mundo, en Cuba se
construye un modelo autóctono basado en
la justicia social, cuyos cimientos ideológicos, sociales y económicos –propiedad
colectiva, participación ciudadana, solidaridad nacional e internacional- son
radicalmente antagónicos con los del sistema que conforman, representan y
defienden los grandes medios de comunicación en manos del capital
internacional”.
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