Tomado de CubArte
Por Luis Toledo Sande
En 1973, en su discurso del acto central con que se honraron los
sucesos ocurridos en Santiago de Cuba y Bayamo el 26 de julio veinte
años atrás, Fidel Castro, guía de aquellos hechos y de la Revolución
desatada con ellos, exclamó antes del Patria o Muerte final: “Desde aquí
te decimos, Rubén: el 26 de Julio fue la carga que tú pedías”. Acababa
de citar el “Mensaje lírico civil” de Martínez Villena, un texto enlace
de la dignidad de la poesía y la civilidad por la cual la vanguardia del
pueblo cubano había combatido durante décadas, y que seguía
quebrantada. Ejemplo él mismo de la lucha revolucionaria, el autor del
“Mensaje” proclamó en los versos citados: “Hace falta una carga para
matar bribones,/ para acabar la obra de las revoluciones”, y tenía en
mente un fin mayor: “para que la República se mantenga de sí,/ para
cumplir el sueño de mármol de Martí”.
Los actos armados de 1953 fueron el brote ígneo de una nueva etapa de
insurgencia para transformar una realidad nacional que negaba las
aspiraciones de los fundadores de la patria. Era contraria en especial a
los ideales del José Martí que había abrazado como brújula el afán de
que la ley primera de la república buscada fuera “el culto de los
cubanos a la dignidad plena del hombre”, declaración en la cual el
sentido del propio legado martiano autorizaría a sustituir hombre por ser humano, para conjurar la herencia patriarcal.
Sería un grueso acto de ignorancia, o de invidencia voluntaria,
desconocer lo hecho por la Revolución Cubana para abonar la aspiración
rectora que Martí legó a nuestra Constitución vigente y, aún más, a la
necesaria cultura de funcionamiento social afincada en la ética como
baluarte de la civilidad y la ley. Y sería un suicidio nacional
menospreciar esos valores porque hayamos satanizado el concepto de
república al identificar estrechamente con él a la Cuba que existió de
1902 a 1958, cuyas calamidades tampoco autorizan a subvalorar los
ímpetus revolucionarios vividos en esa etapa. Entre ellos se ubican los
que desde 1953 protagonizó la vanguardia de la generación del centenario
martiano.
Soslayar la importancia de la ética y de la civilidad republicana nos
haría cómplices de una realidad ante la cual el propio guía histórico de
la Revolución expresó el 17 de noviembre de 2005: “Este país puede
autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que
no pueden destruirla hoy son ellos; nosotros sí, nosotros podemos
destruirla, y sería culpa nuestra”. Puso por encima de la hostilidad que
“ellos”, los enemigos, han lanzado contra la Revolución desde el
exterior, los males que pueden minarla desde dentro, y ninguno es más
letal que la corrupción, crecida en el desorden y la indisciplina.
Tampoco puede Cuba permitirse autocomplacencia alguna por el hecho de
que los índices de la corrupción que hay en ella puedan ser o parecer
irrisorios comparados con la que prima en otros lares del mundo. Para
ella cualquier grado de corrupción es grave, porque resulta medularmente
incompatible con el proyecto de justicia social con que está
responsabilizada como aspiración.
No es casual que el discurso pronunciado por Fidel Castro en noviembre
de 2005, lo recordara de manera explícita y perentoria el general de
ejército Raúl Castro ante la Asamblea Nacional del Poder Popular el 7 de
julio de 2013. A despecho de normas de silencio que pudieran estimarse
buenas, no se detuvo por previsibles usos que haría de sus palabras “la
gran prensa internacional, especializada en denigrar a Cuba y someterla a
un frenético escrutinio”, con campañas que no se detendrán por muy
prudente que sea la prensa revolucionaria, cuya “discreción” puede
equivaler al incumplimiento de su tarea.
Sin ignorar riesgos, el dirigente puntualizó que seguía una razón
fundamental: “no debemos restringirnos” cuando es necesario “debatir con
toda crudeza la realidad, si lo que nos motiva es el más firme
propósito de rebasar el ambiente de indisciplina que se ha arraigado en
nuestra sociedad y ocasiona daños morales y materiales nada
despreciables”. Y añadió: “Hemos percibido con dolor, a lo largo de los
más de veinte años de período especial, el acrecentado deterioro de
valores morales y cívicos, como la honestidad, la decencia, la
vergüenza, el decoro, la honradez y la sensibilidad ante los problemas
de los demás”.
En ese punto citó el discurso de Fidel de 2005 y enumeró problemas cuya
erradicación urge, empezando por el hecho de que “una parte de la
sociedad ha pasado a ver normal el robo al Estado”. Sería útil saber qué
porciento de la sociedad integra la parte que considera normal hurtarle
al Estado, como se denomina comúnmente el saqueo de la propiedad
social, con la que, para cuidarla y administrarla, están
responsabilizados los organismos estatales, y el Estado mismo, que no es
propietario. Quizás la connivencia se haya generalizado en el cuerpo
social por los caminos de la llamada pequeña corrupción cotidiana.
Por esos vericuetos se entroniza una cultura de la tolerancia y la
complicidad opuesta desde la raíz a la cultura de la honradez, necesaria
para que la propiedad social funcione como es debido y los valores
justicieros ocupen el lugar y desempeñen el papel activo que les
corresponden. No cabe responsabilizar por completo del mal a las
penurias que el pueblo viene sufriendo como consecuencia del encarnizado
bloqueo imperialista, en primer lugar, y, también, del insuficiente
trabajo y la ineficiencia en la administración de los recursos. Ver como
causa única las penurias aludidas sería desentenderse de un hecho que
debe hacernos reflexionar, no solo para conocerlo, sino para actuar
mejor: no será exagerado ni irresponsable afirmar que en Cuba parece
haberse perdido aquella cultura de la decencia popular que hacía a los
humildes decir de sí mismos con orgullo: “pobres, pero honrados”.
Quien no olvide que el lenguaje es la expresión material del
pensamiento, dará justa importancia a un hecho en el cual no será
impertinente insistir: las palabras decencia y decente se perciben en retirada, si no olvidadas ya, mientras que, en la otra cara de la moneda, robar se suplanta por luchar, resolver
y otros eufemismos. Las calamidades no se dan solas, aisladas: minan a
la sociedad en su conjunto, y así la prostitución —que en sus versiones
actuales quizás tenga más bases en el quebranto de la familia y en el
desorden social desde edades tempranas que en la precariedad económica—
ha dado lugar a términos como jinetera y jineterismo, y dejemos el punto ahí para olvidar que alguna vez a las jineteras hubo quienes las llamaron mambisas, por su condición de “luchadoras”.
Claro, es “moralmente” más cómodo comprar artículos diversos
—alimentos, piezas de repuesto, ropa, calzado, cosméticos…—, y dialogar
con esas personas si las llamamos luchadores y jineteras que si les
decimos ladrones y prostitutas. Pero no es cuestión de vocablos, sino de
normas de comportamiento y convivencia, y resulta imprescindible
conocer las raíces, para tratar de limpiar de esas yerbas el país.
Probablemente parte de esas raíces se hundan en el llamado
igualitarismo, no visto como aspiración que no se ha alcanzado
plenamente ni en los socializados servicios funerarios, sino como fruto
de prácticas y nociones que han llevado a confundir al pueblo con el
lumpen. En su discurso citado, Raúl Castro señaló: “Conductas, antes
propias de la marginalidad, como gritar a viva voz en plena calle, el
uso indiscriminado de palabras obscenas y la chabacanería al hablar, han
venido incorporándose al actuar de no pocos ciudadanos, con
independencia de su nivel educacional o edad”.
Conceptos como centro y marginalidad son dinámicos, y
sus connotaciones se mueven. En estas líneas no se pretende analizar a
fondo el hecho de que, si uno sale por sus medios, como un paisano más, y
recorre las calles de una ciudad como La Habana a pie o haciendo uso
del transporte público, puede percatarse de que, a menudo, en el centro
activo se ve a la chusma, y, como arrinconadas, a las personas decentes.
Y un aliado natural de esa chusma son los delincuentes de cuello blanco
que hasta la usan como intermediaria en el trasiego comercial
—clandestino, se dice, pero con alta eficiencia— de artículos sustraídos
de almacenes cuya administración se les ha confiado a ellos, o a ellas.
La chabacanería es ostentosa; pero cabe conjeturar que el núcleo duro
del desorden se hallará en el manejo turbio de la propiedad social. Y
quizás ese nocivo torcimiento se afinque, mucho más que en el mal
entendido igualitarismo, en la vulneración de la igualdad, de la
honradez con que debe ejercer su papel quien administre no un emporio
privado —cuyos dueños harán todo lo posible y lo imposible para que no
les roben—, sino quienes asuman la tarea de administrar, en
representación del Estado, bienes públicos.
Por eso hay razones más que suficientes para alarmarse ante alguna
tendencia que asoma a pedir piedad, o falta de vigilancia, para
funcionarios públicos que “luchan”. En apoyo de esa tendencia se dice
que nadie quiere dirigir, y que no está bien que la población ponga ojos
vigilantes, de antemano, sobre quienes acepten hacerlo. Muchos no
querrán ocupar cargos de dirección, pero no faltarán, ni escasearán,
quienes compitan con el macao para mantenerse en su concha. Si lo hacen
para defender causas justas, merecen ser felicitados; pero si los guía
el propósito de mantener ventajas materiales no siempre bien habidas,
toda vigilancia será poca. Nadie tiene derechos especiales sobre los
bienes de la patria, que van desde el pago del transporte hasta las
mayores empresas, y pasan por la información.
Difícilmente lo que le haya hecho mal al país sea el exceso de control
eficaz. Lo más probable es lo contrario, y no será la fiscalización la
fuente de daños que lamentar. Arduo será probar que se equivoca quien
sostenga que el origen mayor de calamidades no está en descubrir
deformaciones, sino en que estas se den y, al darse, muestren cómo
personas llamadas a representar el orden y la honradez acumulan
beneficios inmorales, nómbrese como se nombre la causa legal que se les
siga cuando se descubren sus manejos. El intento de desterrar el
igualitarismo mal asumido no debe conducirnos a olvidar que quien, en
Cuba, acepte dirigir o administrar recursos de propiedad social, no debe
aspirar a las ventajas materiales que logra un negociante exitoso en un
país capitalista.
La brújula no debe descuidarse, sino todo lo contrario, porque la
realidad se haga más compleja en la medida en que las formas de
propiedad se diversifiquen y se interconecten. En ese entorno serán
mayores los peligros; pero únicamente la legalidad, establecida
claramente y aplicada con el debido rigor a partir de la Constitución, y
una conciencia ciudadana cultivada con esmero, podrán poner freno a
irregularidades y delitos que hacen peligrar no solo a la economía de la
nación, sino a la propia sobrevivencia de esta frente a los desafíos
que la asedian por fuera y por dentro. Si se da alguna contradicción
entre la ética y la ley, habrá que revisar y replantearse la segunda.
En los rejuegos terminológicos promovidos por adalides de la
desideologización, no es imposible oír que se desapruebe, como supuesta
maniobra deslegitimadora, la aplicación del calificativo de bandidos
con que se bautizó a los alzados contrarrevolucionarios que intentaron
derrocar a la Revolución armados por el imperio. De hecho eran bandidos:
integraban bandas. Pero está sobre el tapete algo más que un aséptico
deslinde etimológico. Se trata de saber quiénes son los enemigos del pueblo.
Si aquellos bandidos sobresalieron entonces entre los enemigos de la
Revolución, popular desde sus cimientos, hoy la ponen en peligro —con
mayores posibilidades de éxito quizás, puesto que no forman bandas
aisladas y pueden confundirse, o se confunden, con el resto de la
sociedad— los que medran con la corrupción y propician que esta se
generalice. Hay que afinar la puntería en cuanta medida se aplique para
no darles cuartel. Urge impedir que las normas, lejos de poner coto a
los delincuentes —dicho sea en el sentido más etimológico de la palabra,
aplicable a quien viola la ley—, genere más restricciones que, en vez
de favorecer la productividad, ofrezcan asideros y trillos para las
infracciones y, por tanto, para la corrupción, con la cual colaboran los
burócratas de la inercia y las trabas.
No hay mecanismo infalible, pero cada ley, cada control, cada
declaración jurada de contribuyente o funcionario, cuanto se haga en ese
terreno, debe combinar prevención y pulso educativo, y la represión que
sea justo y menester aplicar. Sigue siendo necesaria una carga contra
los bribones, para perfeccionar la obra de la Revolución que barrió “la
costra tenaz del coloniaje”, y para que no se vuelvan inútiles “en
humillante suerte,/ el esfuerzo y el hambre y la herida y la muerte”.
Continúa en pie el reclamo de una meta mayor: “para que la República se
mantenga de sí,/ para cumplir el sueño de mármol de Martí”. Solo así se
le rendirá a Rubén Martínez Villena el mejor tributo a su memoria.
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