Por Ricardo Alarcón de Quesada
El 17 de diciembre, al liberar a los
cinco antiterroristas cubanos que guardaron prisión por más de 16 años en
Estados Unidos, el presidente Barack Obama reparó una injusticia excesivamente
prolongada y al mismo tiempo dio un golpe de timón a la historia.
Reconocer el fracaso de la política
anticubana, restablecer las relaciones diplomáticas, suprimir todas las
restricciones a su alcance, proponer la eliminación completa del bloqueo y el
inicio de una nueva era en las relaciones con Cuba, todo en un solo discurso,
rompió cualquier vaticinio y sorprendió a todos, incluyendo a los analistas más
sesudos.
La política hostil instaurada por el
presidente Dwight Eisenhower (1953-1961), antes del nacimiento del actual
mandatario, había sido la norma que aplicaron, con matices casi siempre
secundarios, administraciones republicanas y demócratas y fue codificada con la
Ley Helms-Burton, sancionada por Bill Clinton en 1996.
En los primeros años la practicaron
con bastante éxito. En 1959, al triunfar la Revolución cubana, Estados Unidos
estaba en el cenit de su poderío, ejercía indiscutida hegemonía sobre gran
parte del mundo y especialmente en el Hemisferio Occidental, que le permitió
lograr la exclusión de Cuba de la Organización de Estados Americanos (OEA) y el
aislamiento casi total de la isla que pudo contar solo con la ayuda de la Unión
Soviética y sus asociados en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), que
integraban los países del Pacto de Varsovia.
El derrumbe del llamado “socialismo
real” creó en muchos la ilusión de que también llegaba el final para la
revolución cubana.
Imaginaron el advenimiento de un
largo período de dominio unipolar. Embriagados con la victoria, no apreciaron
el sentido profundo de lo que ocurría: el fin de la Guerra Fría abría nuevos
espacios para las luchas sociales y colocaba al capitalismo frente a desafíos
cada vez más difíciles de encarar.
La caída de muro de Berlín les
impidió ver que, al mismo tiempo, en febrero de 1989, estremecía a Venezuela el
levantamiento social llamado “el caracazo”, señal indicadora del inicio de una
nueva época en América Latina.
Cuba logró sobrevivir a la
desaparición de sus antiguos aliados y su resistencia fue factor fundamental en
la profunda transformación del continente. Hace años era ostensible el fracaso
de una política empeñada en aislar a Cuba, pero que terminó aislando a Estados
Unidos como reconoció su actual secretario de Estado, John Kerry.
Una nueva relación con Cuba era
indispensable para Washington, necesitado de recomponer sus vínculos con un
continente que ya no es más su patio trasero. Lograrlo es fundamental ahora
pues, pese a su poderío, Estados Unidos no puede ejercer el cómodo liderazgo de
tiempos que no volverán.
Falta aún mucho para alcanzar esa
nueva relación. Ante todo es preciso eliminar completamente el bloqueo
económico, comercial y financiero como reclaman con renovado vigor importantes
sectores del empresariado estadounidense.
Pero normalizar relaciones supondría
sobre todo aprender a vivir con lo diferente y abandonar viejos sueños de
dominación. Significaría respetar la igualdad soberana de los estados,
principio fundamental de la Carta de las Naciones Unidas, que, como muestra la
historia, no es del agrado de los poderosos.
Con respecto a la liberación de los
cinco prisioneros cubanos, todos los presidentes de Estados Unidos, sin
excepción, han utilizado ampliamente la facultad que a ellos exclusivamente
otorga el Artículo II, Sección 2, Párrafo 1 de la Constitución. Así ha sido
durante más de dos siglos sin que nada ni nadie pudiera limitarlos.
Ese párrafo constitucional faculta
al presidente a suspender la ejecución de las sentencias y a conceder indultos,
en casos de alegados delitos contra Estados Unidos.
En el caso de los cinco sobraban
razones para la clemencia ejecutiva. En 2005 el panel de jueces de la Corte de
Apelaciones anuló el proceso contra ellos –definiéndolo como “una tormenta
perfecta de prejuicios y hostilidad”- y había ordenado un nuevo juicio.
En 2009 el pleno de la misma Corte
determinó que este caso no tenía relación alguna con el espionaje ni la
seguridad nacional de Estados Unidos. Ambos veredictos fueron adoptados con
total unanimidad.
Respecto al otro cargo importante,
el de “conspiración para cometer asesinato” formulado solo contra Gerardo
Hernández Nordelo, sus acusadores reconocieron que era imposible probar
semejante calumnia e incluso intentaron retirarla en mayo de 2001 en una acción
sin precedentes, tomada nada menos que por los fiscales del expresidente George
W. Bush (2001-2009).
Hacía ya cinco años que Hernández
esperaba alguna respuesta a sus repetidas peticiones a la Corte de Miami para
que lo liberase, o accediese a revisar su caso, u ordenase al gobierno
presentar las “pruebas” utilizadas para condenarlo o accediese a escucharlo a
él o a que el gobierno revelase la magnitud y el alcance del financiamiento
oficial a la descomunal campaña mediática que sustentó aquella “tormenta
perfecta”.
El tribunal nunca respondió. Nada
dijeron tampoco los grandes medios de comunicación ante la inusual parálisis
judicial. Era obvio que se trataba de un caso político y sólo podría resolverse
con una decisión política. Nadie más que el presidente podría hacerlo.
Obama mostró sabiduría y
determinación cuando, en vez de limitarse a usar el poder para excarcelar a
cualquier persona, enfrentó valerosamente el problema de fondo. La saga de los
cinco era consecuencia de una estrategia agresiva y lo más sabio era poner
término a ambas al mismo tiempo.
Nadie puede desconocer la
trascendencia de lo anunciado el 17 de diciembre. Sería erróneo, sin embargo,
ignorar que aún queda un camino, que puede ser largo y tortuoso, en el que será
necesario avanzar con firmeza y sabiduría.
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